El cine invadido por el teatro. O el teatro fagocitando la sala de cine desde su propio interior. Nunca fusionándose con su huésped sino transformándolo, como los gusanos con el muerto que se reduce a polvo, el polvo en tierra, y la tierra en el barro que tapa la boca de algún barril.
No deja de resultar irónico el acto de adentrarse en las entrañas de un resucitado Cine Aribau para asistir a la representación de una obra donde los fantasmas, los recuerdos y el juego de ficciones son protagonistas. El Rey Hamlet volviendo de entre los cadáveres para decirnos, prÃncipe Hamlet mediante, que todos los muertos valen lo mismo para la tierra que los acoge, pero no todos repercuten de la misma forma en los destinos de los vivos que la pisan. Y frente a ellos, o a veces junto a ellos, nosotros, sentados sobre unas gradas cuyo esqueleto nos ha dado la bienvenida al adentrarnos por primera vez en ese espacio liminal que es un cine y no lo es, que es un teatro y tampoco.
Sin embargo, no caigamos en el equÃvoco de esperar una pieza en la que el juego entre pantalla y escenario sea continuo, o donde la obra no pueda entenderse sin las escenas de una del oeste, una de samurais o un concierto de Bowie. Esto no es teatro experimental sino clásico, y del bueno. El de Oriol Broggi y La Perla 29 es un Hamlet puro y sin adulterar, fiel al texto original traducido con maestrÃa por Joan Sellent, y donde ese cine participa más como telón de fondo que no como protagonista. SÃ, aporta cierto valor añadido, o más bien cierta resignificación de algunos momentos y acontecimientos que pueden leerse sobre esa pantalla, pero casi más como guiño al juego del artificio hablando de la realidad.
De esa forma, uno se sorprende de la rapidez con que atraviesa la frontera del artificio para ver cobrar vida a Horacio, Ofelia, Hamlet o Polonio, algo de lo que sin duda son muy culpables todos y cada uno de los componentes del elenco. Porque a la habilidad de duplicarse o triplicarse de Marc Rius o Sergi Torrecilla (este último incluso saltando en cuestión de un abrir y cerrar de ojos del enterrador más ignorante al refinado Horacio), se suman propuestas tan personales como la de un Polonio llevado hasta una bien controlada comicidad por parte de Toni Gomila o la de una Reina Gertrudis traÃda a la vida por una MÃriam Alamany cuya portentosa voz atrapa con fuerza la atención del espectador cada vez que pisa el escenario.
Y qué decir del trabajo de un soberbio Guillem Balart como prÃncipe Hamlet y que, junto a la Ofelia de Elena Tarrats, llevan el peso de la locura a sus espaldas. La primera de ellas impostada, o al menos en algunas ocasiones, dando pie a todo tipo de interpretaciones sobre ese resto de instantes en que ni el propio prÃncipe es capaz de discernir si lo que presencia es real o sólo un truco de su exhausta mente. Y la segunda de ellas, una enajenación macerada en el fuego lento de las intrigas palaciegas hasta explotar en un delirio casi animal que lleva a su protagonista hasta el fatal desenlace que todos conocemos. Porque Ofelia, sÃmbolo de aquellos tiempos, no es más que un instrumento en manos de todos, y tal como observa mi acompañante, psicóloga clÃnica de profesión, su papel bien podrÃa entenderse como cajón de introyectos de cada uno de los otros personajes.
Qué más se puede decir de una obra que te hace salir del teatro, o del cine hecho teatro, con un imperioso deseo de echarse de nuevo al coleto todas las tragedias de Shakespeare. Empezando por la obvia, por supuesto, por este Hamlet inmortal que se niega a apagarse y renace una y otra vez con propuestas como la de Broggi que consiguen aunar su versión más clásica con las herramientas que cada época nos ofrece. Una oportunidad genial para volver a disfrutar de la obra del maestro inglés y una excusa de primera para llevar al teatro a aquellos que aún no han tenido esa suerte o que lo han pisado poco. DÃganles “de nada†de mi parte.