Es jueves y pasa de las ocho de la tarde. Mientras espero a Iñaki y a Borja para salir, doy vueltas por la casa con los tacones puestos. Cuando llaman al timbre me los quito. La idea de ser consciente de mi dedo meñique durante toda la entrega del Premio Llanes de Literatura de Viajes me quita de la cabeza el continuar con ellos más allá del rellano. Son muy bonitos, negros, con una cuña de esparto que me cambia la perspectiva del mundo, y me gustarÃa que la humanidad pudiera disfrutar de ellos conmigo, pero por el momento me reservo ese placer, cosa extraña, para la intimidad.
Las bailarinas verdes siempre ganan y viajan más allá de la salita, hasta la placita frente al Prado donde nos encontramos para tomar un vino antes de coger un taxi y llegar al Liberata. Mis amigos están guapos, perfectos para la ocasión; yo, viendo el panorama a mi alrededor, presiento que voy a resultar un poco playera en medio del glamour de la capital, pero me da igual. El cielo, fiel a su tendencia de los últimos dÃas, está gris, y una lluvia fina, breve, viaja rápida entre los árboles del paseo donde iniciamos el trayecto.
Tabaco, saludos, disparos de flash y, ¡ojo!, números para una rifa que entregan dos azafatas en la puerta. A mis amigos, les dan una papeleta, pero a mà dos: meto el 87 y el 54 en el bolso y me olvido de ellos cuando rescato una copa de vino blanco de la bandeja de uno de los muchos camareros. Estamos dentro, acaba de producirse la segunda transgresión.
Y es entonces cuando empieza la rifa y dicen número tras número sin que nadie se de por aludido. De pronto sacan el 86 y yo me quedo mirando mi 87 un tanto compungida… ya no saldrá. Sale el 1, el 18… los dueños de las papeletas ya no están… o es el destino, que se niega a avanzar hasta que de la bolsa sacan el 54 y yo, perdiendo la compostura corro al escenario para recoger mi premio: un viaje de cuatro noches en El Expreso de La Robla.