Estación vieja de Coímbra | Foto: Albert Lladó

Coímbra

Caminamos una de las ciudades universitarias más antiguas de Europa, inspiración de escritores como Eça de Queirós o Miguel Torga

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Patios de las Escuelas, en Coímbra | Foto: Meritxell Gutiérrez

Pesquisar. Ésa es la palabra que encontramos cuando hacemos nuestra primera búsqueda. Portugal es, efectivamente, lugar de pesquisas, de pistas y huellas infinitas.

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Coímbra nos recibe con toda la paleta de ocres del crepúsculo. La luz de esta ciudad universitaria, una de las más antiguas de Europa, es una acuarela que va impregnando de color el claroscuro del atardecer. El cielo se convierte en una osmosis en la que el agua y el pigmento se disuelven y emulsionan con sus pinceladas aéreas.

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Viejos y boinas. El paisaje en cada rostro esculpido por la memoria. Farmacias y el mejor café del mundo, a sesenta céntimos de euro. La ciudad se va elevando, como si erigiera su cuello de cisne, en las calles adoquinadas. Los pasos perdidos en Coímbra son la voz del fado y de la melancolía.

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Es en el arco de Almedina donde comienza la ciudad vieja, con su historia a cuestas. Las terrazas, montuosas, son habitadas por tunos y estudiantes ataviados con largas capas negras.

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Estamos en la urbe del médico y escritor Miguel Torga. En su poema Frontera, nos escribe: “El mismo beso aquí, el mismo beso allá; / Aullidos semejantes de perro o de lobada. / La misma luna lírica que viene / A teñir las madejas de una vieja trama. / Pero una fuerza de la sinrazón, / Sin ojos y  carente de sentido /Pasa y reparte el corazón / Del más pequeño tojo adormecido”.

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Es, pues, la luna lírica la que nos galvaniza este ascenso de la primera noche en Coímbra. Será en el descenso cuando nos sentemos en el Jardim da Manga, un antiguo claustro, de 1528, que baña la ciudad de la música del agua y sus gárgolas.

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Jardim da Manga | Foto: Albert Lladó

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La mañana asoma por el río Mondego, con destellos; ahora cetrinos, ahora zarcos. Las pastelerías, a rebosar, prometen “suspiros”, arrufadas, barrigas de freira, queijadas, y babas de camello. En la plaza 8 de Mayo, junto al ayuntamiento, el Café Santa Cruz está a punto de cumplir el siglo de vida. Instalado en una vieja iglesia, es todo cristaleras, flores de loto, hojas de acanto, y el sol y la luna como símbolos cristianos. Los parroquianos, aquí y ahora, construyen sus liturgias en una terraza abierta al corazón de la ciudad.

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En pocos minutos se llega a Largo da Portagem, y, desde allí, cruzamos el puente de Santa Clara. Los niños trajinan sus piraguas en el río amable de la mañana.

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Tener que atravesar un hotel de lujo, y un campo de golf absurdo, nos invita a desistir. Es importante no hacerlo. Es en este pulmón verde donde se esconde uno los lugares más enigmáticos y místicos de Coímbra, la Quinta das Lágrimas. Una fuente del siglo XIV nos recuerda que aquí, según una atávica leyenda, se veían, en secreto, el Rey Pedro I y Doña Inês de Castro. Cada ruina, cada enredadera trepando por una columna, es un palimpsesto desnudo.

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Quinta das Lágrimas | Foto: Meritxell Gutiérrez

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Volviendo al otro lado del Mondego podremos pasear por el elegante, y sorprendentemente tranquilo, Jardim Botánico. Si caminamos un poco hacia el este, llegaremos al Penedo da Saudade, un auténtico mirador de la ciudad. Hay un rincón perdido, el Retiro de los Poetas, en el que los antiguos alumnos dejan placas de mármol agradeciendo a Coímbra haberles regalado el mejor de sus tiempos, sus años universitarios. Un busto de Eça de Queirós vigila esta suerte de promenade de la nostalgia, perfumada por jazmines y eucaliptus, e inaugurada en 1849.

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«Assim acostuma-se a Coimbra e à vida académica e quando entrar prà Universidade, já não vai como o recruta bisonho, mas bem como o soldado aguerrido», dice uno de los personajes de La capital, una de las grandes novelas de Eça de Queirós, donde narra la vida de Artur Corvelo y sus compañeros de aventuras literarias. Los soldados aguerridos verán en cada metáfora una oportunidad para imaginar la palabra y sus circunferencias.

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El entusiasmo es el sexo abierto de la curiosidad. Artur Corvelo pronto lo descubre en esta pequeña ciudad. “A esta vaga associação de fanatismos, chamavam, em Coimbra, os Filósofos, ou também os Ateus. Eles mesmos se denominavam o  Cenáculo. E ainda que não havia sessões regularmente organizadas, quase todas as noites se juntavam no largo quarto do Damião, na Couraça. E Artur sentiu os olhos humedecerem-se-lhe de entusiasmo quando pela primeira vez, na fumarada dos cigarros, onde os três bicos do candeeiro de latão punham três luzinhas sedentárias, ouviu vozes fanáticas discutirem, em estilo de ode, a Arte, as Religiões, o Panteísmo, o Positivismo, a estupidez dos lentes, o Ser, o Ramayana, o Messianismo germânico, a Revolução de 89, Mozart e o Absoluto”, escribe el narrador de Eça de Queirós.

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Así llegamos a la vieja Universidad de Coímbra, orgullo de Portugal. Inaugurada en 1290, se estableció definitivamente en la ubicación actual a mediados del siglo XVI. Se entra en el recinto por un portón de hierro que tiene esculpidas, en sus laterales, las figuras femeninas que representan las principales facultades de la época: Leyes, Medicina, Teología y Religión. Dentro, en el Patio de las Escuelas, una estatua de Juan III observa la vida académica. Alrededor puede visitarse la Capilla de San Miguel, la Torre (desde donde se activa la campana llamada la “Cabra”), la Vía Latina (una magnífica galería vestida con numerosas columnatas), y la Sala de los Capelos (en esta estancia, aún hoy, se defienden las tesis doctorales). Pero sólo bajando las escaleras de Minerva se accede al tesoro mejor guardado, la Biblioteca Joanina.

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Con más de 60.000 libros, entre ellos las Lusíadas (de 1572) y la Biblia Abravanel (de la segunda mitad del siglo XV), la Biblioteca Joanina fue construida en 1717, y es todo un espectáculo para los bibliófilos. Sus 72 estanterías, con carpintería y pinturas de la época, están repartidas en dos plantas. La tres grandes pinturas que decoran los techos, realizadas con la técnica del trampantojo, muestran los cuatro grandes continentes, los valores de la Universitas, la Enciclopedia como síntesis del conocimiento, y los medallones de autores como Virgilio, Ovidio, Séneca y Cicerón. Y sin embargo, ni el pan de oro de las paredes, ni el terciopelo rojo de las cortinas y las alfombras, es lo que más llama la atención de este vetusto y asombroso emplazamiento.

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Mantas de cuero, recogidas bajo cada mesa del edificio, nos permiten imaginar cómo es, desde hace siglos, la noche de la Biblioteca Joanina. Cuando los vigilantes cierran las puertas, despliegan esas telas negras, que son como las capas negras de los estudiantes de Coímbra, para que la colonia de murciélagos que vive oculta entre las estanterías realice su trabajo, acabar con las polillas que, obstinadamente, quieren devorar las miles de páginas del lugar. Lo cuenta Umberto Eco en Nadie acabará con los libros. No hay cultura que no intente ser fagocitada. No hay lectura que no despierte a los animales ancestrales; los que aún encarnamos, los que aún nos protegen.

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Estación vieja de Coímbra | Foto: Albert Lladó

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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