Baroja: Reivindicación del ogro melancólico (I)

Baroja era un extraño misántropo. No podía dejar de soñar con mejores vidas cosa que, en el fondo, significaba, para él, frecuentar mejores compañías. Para ello preferentemente invitaba a su imaginación a personajes singulares a cuyo paso podía adaptar con facilidad su deseo de salir de sí; pero este proceder no le salía gratis, ya que mientras tramaba la vida de sus personajes, se andaba enmarañando en ella, inmiscuyéndose en sus aventuras, dándoles una parte nada trivial de sí mismo. Así se vengaba de la necesidad que tenía de compañía. Por eso encontramos su mirada en los ojos de sus protagonistas, contemplando desde el parapeto de un protagonismo ajeno el mundo inaprensible con una cierta indolencia y una pizca de ese resquemor marca de la casa, retraído y arisco, que no sabía ni ser espontáneamente amable ni permanecer mucho tiempo con el gesto huraño. A mi modo de ver esta era la manera que tenía Baroja de redimir en parte su vida, mucho menos nietzschena de lo que a él le hubiese gustado, y, para nuestra fortuna, nos lanza un poco intempestivamente sus personajes a la cara con un gesto distante que quiere decir algo asó como: “¡Ea! Entérense ustedes de que yo no soy ni este ni aquel, sino todos ellos.”

Al mismo tiempo, al soñar, se afirma como vasco, especialmente como vasco de la costa, es decir, como vasco fronterizo, de una manera mucho más firme y, al mismo tiempo, mucho más libre de cómo se afirmaba en su cotidianeidad civil, siempre recelosa con los esencialismos, fueran carlistas o aranistas. En sus memorias recoge con evidente agrado estas palabras de Michelet sobre los vascos de la costa: “Nadie más imaginativo que estos hombres, amantes de lo imposible, buscadores del peligro en los abismos y en los sombríos mares de los polos.” Este romanticismo es que ama, pero no es fácil imaginar a don Pío sometiéndose a la disciplina radical de la aventura. Ni tan siquiera es fácil imaginarlo haciendo deporte. Aquí radica su principal contradicción. Le gustaba haber nacido junto al mar, pero no junto a cualquier mar, sino junto al cantábrico, y yo aún diría más: junto al mar de Zumaya, circunstancia que siempre tuvo como un augurio de libertad y de aventura. Pero, al mismo tiempo, se sentía demasiado empapado de un pesimismo schopenhaueriano que lo empujaba a recelar de toda promesa de vida apasionada y aventurera y, por otra parte, era, a su pesar, más sociable de lo que le gustaba reconocer en voz alta. Don Pío tenía poco de eremita.

A veces se dejaba llevar por el exabrupto y decía de manera muy seria que tener muchos amigos era señal de escasa inteligencia, pero en el día a día necesitaba pararse en su camino para charlar con el hortelano, el pescador o el forastero. No era, en absoluto, insensible a la atracción de una buena conversación, y hasta tenía un fondo bromista. Lo que pasaba en su vida pasaba en su literatura. Decía que lo que de verdad le gustaba era mirar de manera indolente y soñar con lo entrevisto, pero necesitaba dar vida literaria a lo que podía caer en el olvido de la imaginación indolente. Probablemente a medida que envejecía le fue gustando más soñar y menos escribir sus sueños, de ahí que fuera haciéndose no sé si perezoso o avaricioso con el adjetivo y me temo que le hubiese encantado poder prescindir de la sintaxis, convertir la novela en puro juego de la imaginación, soñar la acción y transmitirla telepáticamente a quienes estuviesen suscritos a su iguala. No digo esto por decir. Baroja comenzó a escribir con plena conciencia del oficio siendo médico en Cestona aprovechando las muchas hojas sobrantes del cuaderno en el que tenía su lista de igualas.

De sus primeros años de vida en San Sebastián, donde nació el día de los inocentes de 1872, recordaba, sobre todo, el mar vivido de manera contemplativa. En 1879 su familia se trasladó a Madrid, ciudad de remotas orillas, y, en 1881, a Pamplona ciudad sin mar. Con este traslado, según sus propias palabras, “la ilusión del viaje” se apoderó de él por primera vez. En Pamplona esa ilusión se afirmó a sí misma como sólo la imaginación de un adolescente puede hacerlo.

En “Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox”, que no es sino su vida fantaseada, cuenta que “Silvestre (…) se subía por las tardes a un árbol carcomido de la Taconera, el árbol del Cuco, y allí se figuraba estar en las islas fantásticas y dominios espléndidos ideados por sus autores favoritos”. La Taconera es un hermoso parque arbolado del noroeste de Pamplona que ocupa una posición privilegiada sobre la vega del Arga, río que discurre a los pies de las murallas de la ciudad. A lo lejos, de izquierda a derecha se divisan sucesivamente la Sierra de Andía, la de Aralar, la Basaburúa, a cuyas espaldas se encuentra los montes de Vera, y la corona nevada de los Pirineos. En la actualidad no queda ni rastro del “árbol del cuco” en la Taconera, pero paseando por el borde de la muralla es fácil imaginar al niño Baroja encaramado a las ramas de uno de los árboles del parque y planeando aventuras que después intentará hacer realidad, como cuando construyó un cajón y se embarcó Arga abajo, estando a punto de acabar en la boca de un molino harinero.

Sabemos que en estos años pamploneses leyó “Werther”, “Robinson”, “La isla misteriosa” y diferentes novelas de Verne. Mientras tanto fue construyendo meticulosamente una verdadera escuadra de buques de madera, de cartón y de papel que botaba en un abrevadero del camino de la Puerta Nueva. A todos les puso nombres notables: Nautilus, Astrolabio, Capitán Cook; etc. En sus memorias recuerda así estos sueños infantiles: “A mi me hubiera gustado parecerme a Robinson Crusoe, y cuando tenía esa aspiración iba muchas veces, al anochecer, al paseo de la Taconera, me subía al árbol del Cuco y fumaba en pipa, lo que me mareaba, y soñaba en una isla desierta, sueño que igualmente me mareaba.”

No voy a emplear ni un minuto en razonar lo que sólo necesita ser comprobado: la maestría narrativa de don Pío. Es un novelista tan cabal que no parece costarle ningún esfuerzo hacernos olvidar la realidad que deja fuera de sus novelas. Me limitaré a clasificar su literatura marinera en tres apartados:

1. Los cuentos: “Playa de otoño”, “El amo de la jaula”, “Ángelus”, “Lo desconocido” y “Grito en el mar.” Hayamos en ellos a un escritor lírico que se iría perdiendo con los años.
2. Las novelas de mar: “Las inquietudes de Shanti Andía”, que lleva un título general “El mar”, escrita en 1911, un año antes de instalarse en Itzea, en Vera, y “El laberinto de las sirenas”, de 1923.
3. Novelas de aventureros marinos: “Los pilotos de altura”, terminada en Vera en octubre de 1929 y “La Estrella del capitán Chimista”, concluida en Madrid en enero de 1930.

Normalmente estas cuatro novelas se agrupan bajo el epígrafe de “novelas del mar”, pero esta clasificación nos oculta que el mar se fue retirando en las dos últimas novelas en beneficio exclusivo del personaje aventurero que, además, es marino. En “Las inquietudes de Shanti Andía” el término “mar” aparece el doble de veces que en “El laberinto de las sirenas”. En ésta, a su vez, aparece cuatro veces más que en “Los pilotos de altura”, y, por último, en ésta el mar aparece el doble de veces que en “La estrella del capitán Chimista” (53-30-8-4). Alguna cosa debe significar esta singular ascesis marinera del aventurero.

Para facilitar la lectura del artículo publicaremos la segunda parte en breve.

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