El misterioso autor de Don Quijote

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 Don Quijote | Gustav Doré | Dominio Público
Don Quijote | Gustav Doré | Dominio Público

Hay un asunto ya muy debatido, aunque siempre afectado por la intriga,  relacionado con cierta flexión deliberada en la voz narrativa de las obras de ficción, utilizada quizás por primera vez en la historia de la literatura por Miguel de Cervantes: el misterio y la ambigüedad respecto al verdadero narrador de Don Quijote.

En medio del andamiaje narrativo construido por Cervantes en su novela, quizás el punto básico, la polea fundamental de transmisión de ese sentido relativo de la obra y de la propia vida –o de la ficción literaria en general–, sea el irresuelto problema de quién es el auténtico narrador; o bien, quién es su verdadero y original “autor”.

Es bastante conocida ya la observación acerca de la ambigüedad inicial del narrador en el arranque del primer capítulo de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha. La memorable frase en la que un aparente narrador-protagonista dice: “En algún lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”, llega hasta cierto momento a parecernos una especie de engaño.

Y es que, en adelante, empieza a producirse en la novela una evidente y paulatina mutación hacia un narrador omnisciente que de hecho llega a establecer cierta distancia, durante los ocho primeros capítulos, entre el narrador y lo narrado.

Pero luego de las intromisiones de una primera persona del singular en los capítulos ocho y nueve, se vuelve a producir una mutación hacia un narrador diríamos omnisciente, o a un cierto “punto de vista objetivo”, que predomina en casi toda la obra.

Si no me equivoco, las intromisiones del narrador en primera persona se producen puntualmente así:

1. En la primera frase de la obra. 2. Al final del octavo capítulo y comienzo del noveno de la primera parte. 3. Al inicio del primero y del veinticuatro capítulo de la segunda parte. 4. Al inicio y al final del último capítulo (LXXIV) de la segunda parte.

En Cartas a un joven novelista (1997), tratando de ilustrar la versatilidad de los autores de narrativa y la capacidad de “mutación” de sus voces narrativas, el peruano Mario Vargas Llosa dice que en el Quijote la voz principal no es, en absoluto, la de un narrador-protagonista, sino la de un narrador omnisciente que sufre las intromisiones ocasionales de un narrador-personaje, quien, a su vez, desde un “yo exhibicionista” se muestra al lector y lo distrae de lo que ocurre en la historia.

Durante una conferencia denominada Don Quijote y la modernidad literaria, impartida en la Universidad Centroamericana de Managua, el poeta y crítico nicaragüense Iván Uriarte (Phd. Pittsburgh University), describió con detalle el funcionamiento de lo que en la academia suele llamarse intertextualidad en la emblemática obra de Cervantes, de la cual probablemente se deriva (o viceversa) el problema del narrador en Don Quijote.

En su conferencia Uriarte trazó una guía de lectura hacia el punto central en donde se debería hacer visible, por primera vez, la permanente ambigüedad del narrador en esta obra fundadora y crucial para la modernidad literaria.

Al final del octavo capítulo la historia se detiene en el momento en que don Quijote se apresta al enfrentamiento con un escudero vizcaíno.

El narrador (auto llamándose “segundo autor”) se disculpa con el lector por interrumpir la historia, debido a que no ha podido encontrar nada más que lo que, hasta entonces, ha narrado.

Pero en el inicio del noveno capítulo el narrador (o “segundo autor”) lamenta la dificultad para continuar “tan sabrosa historia”, debido a las pocas pistas dejadas por el presunto verdadero autor para encontrar lo que de ella hacía falta.

El “segundo autor” nos distrae de la historia y hace una digresión o un paréntesis (introduce una breve historia de la historia dentro de la historia), para explicarnos cómo, de paso por una calle de Toledo, dio con un texto escrito en arábigo, cuyo autor es un historiador morisco llamado Cide Hamete de Benengeli.

Atraído por el nombre Dulcinea, el narrador compra el manuscrito y, convencido al cabo de que se trata de la misma historia del Quijote, ordena su traducción al castellano. Luego de atar este cabo, suelto por él mismo en el capítulo anterior, el “segundo autor” continúa con la narración.

Tanto Uriarte como Vargas Llosa advierten la formidable funcionalidad que Cervantes dio al recurso del intertexto, al collage, la “caja china” (historias dentro de otras historias) y las mutaciones de narrador de que puede ser capaz cualquier buen autor de novelas. Sin embargo, con la supuesta invención del manuscrito de Benengeli, Cervantes dejó clavada para la historia de la narrativa una misteriosa y sabiamente tejida ambigüedad.

A propósito de tal ambigüedad, en uno de sus constantes juegos apócrifos e historias inverosímiles, el argentino Jorge Luis Borges atribuye al personaje ficticio Pierre Menard (escritor obsesionado en producir textos que coincidan –“palabra por palabra, línea por línea”– con los de Cervantes) la autoría de diversos pasajes de Don Quijote, entre ellos el famoso discurso de las armas y las letras (Capítulo XXXVIII, primera parte).

Probablemente en el relato de Borges exista alguna intención de subrayar la extraordinaria máquina paródica que constituye la obra Don Quijote, a la que, según tal sugerencia, cualquier otro buen autor, aun contemporáneo, puede ser capaz de adherir sus propios textos en cualquier punto del tiempo y el espacio.

Aquí hay una coincidencia nada extraña en la obsesión de Menard y la tesis del estructuralista francés Roland Barthes acerca de que el lector es supuestamente libre de abrir y cerrar a su antojo el proceso de significación de los textos, es decir que cada lector tiene la libertad de conectar el texto con otros sistemas de sentido.

Habiendo quedado claro entonces que, según el narrador, el autor de la historia de don Quijote es Cide Hamete de Benengeli, existe además un traductor que proporciona al narrador la versión en castellano, y aún más: está el propio narrador, que también juega el papel de transcriptor, comentarista o “segundo autor”; sin mencionar las historias narradas por personajes dentro de la misma novela, que funcionan, a veces con autonomía y a veces interactuando con la propia historia del Quijote.

Esto nos lleva a la identificación de al menos cuatro niveles básicos de narración en Don Quijote, que parten del manuscrito de Benengeli, siguen con la historia del Quijote, luego con las historias contadas por los personajes y vinculadas con la narración y concluyen con los collages, intertextos o pequeñas novelas incorporadas aunque no necesariamente unidas a la historia.

Pero existe además otro nivel de narración que es anterior al primero, y que es el nivel original, primigenio o fundacional de la narración: el del propio Cervantes; de lo cual nos percatamos si advertimos que Benengeli es, aparentemente, una invención del autor, quien además se nos presenta a través de un narrador que permanece en una extraña ambigüedad: entre narrador-personaje y narrador omnisciente. Por tanto la historia de Benengeli está inmersa y es generada por otra historia inicial, la del autor.

A estas alturas cabe preguntarse, con el mexicano Carlos Fuentes, quién es el verdadero “autor” de la historia de don Quijote. ¿Será un tal Cervantes, versado en desdichas y en versos mediocres; o Cide Hamete de Benengeli, cuya historia es vertida del arábigo al castellano por un anónimo traductor morisco, y que posteriormente sería objeto de la versión apócrifa de Alonso Fernández de Avellaneda? ¿Será Pierre Menard, o Jorge Luis Borges, autor de Pierre Menard?

Recordemos que Cervantes publicó en 1615 la segunda parte de Don Quijote, motivado entre otras cosas por la publicación apócrifa de una falsa segunda parte de su obra, suscrita por Avellaneda, aparecida un año antes que la verdadera; y así lo hace constar en el prólogo (que también parece funcionar como parte de la ficción) a esa segunda parte, que narra la tercera y última salida del Quijote.

Respecto a las preguntas compartidas con Carlos Fuentes el profesor Uriarte evocaba en su conferencia las ideas del teórico Mijail Bajtin sobre la carnavalización literaria, y recordaba que el Quijote, como obra literaria, de acuerdo al propio Bajtin pertenece también, legítimamente, a la categoría del carnaval, puesto que su construcción se apoya en lo que se conoce como diferenciación del discurso, es decir, en hacer sobresalir diversos discursos en lugar de un discurso homogéneo o único.

En ese sentido la novela de Cervantes es quizás la primera fuente de polifonía en la historia de la narrativa de ficción. Si en el ámbito estricto de la música polifonía es un conjunto de sonidos emitidos de forma simultánea (cada uno con su propia melodía pero mezclándose armónicamente), en el Quijote funciona una especie de ficción polifónica: realidad, imaginación, locura y razón se entremezclan, dialogan y coexisten en las voces y las acciones de los protagonistas a lo largo de la obra.

Cada protagonista muestra una voz, un discurso o un rostro diferente; cada personaje es una historia distinta fundida a su vez con las otras que coexisten al mismo tiempo con la totalidad de la obra. Por eso a veces, desde una lectura superficial, podría tomarse como un simple conjunto, casi anárquico, de relatos, puesto que la integración de diversas historias es aparentemente fragmentaria.

Sin embargo la formulación que la sustenta y le da vida, como en Las mil y una noches, es básica y predominantemente narrativa; constituye un hilo invisible que sostiene su coherencia y su integralidad. De hecho, a través de sus múltiples discursos la novela de Cervantes dialoga con distintas tradiciones narrativas, al mismo tiempo que lo hace con otros géneros como la épica, la tragedia, la comedia, el romance, la nouvelle (novela corta o noveleta) y con el cuento mismo.

Es polifónica porque en ella confluyen todas esas voces, todos esos discursos y todos esos géneros; y es dialógica, en el sentido bajtiniano, porque en ella se entrecruzan diversos lenguajes que funcionan, a lo largo del libro, como fuente de verosimilitud; es decir, hacen que el discurso ficcional de la obra, la “fabulosa mentira” del Quijote, sea no sólo entendible sino perfectamente creíble para el lector.

De esa forma, y procediendo a través de la alegoría, Cervantes también se burla de su propio contexto histórico: la Contrarreforma; pero no directamente sino en cierta forma oblicua, por la vía de la afirmación de otros valores. Opone la imaginación a la realidad, de forma que convierte a la imaginación en una forma de la crítica.

Cervantes fue quizás el primero en hacerlo en la historia de la literatura en lengua española. Fue también el primer narrador de la Historia que adquirió plena conciencia de la naturaleza inagotablemente fértil de la ficción literaria y de sus infinitas e inimaginables proyecciones.

En su primera salida don Quijote parte en busca de probar la existencia de una época pasada, la de los nobles caballeros andantes. No por casualidad, en su primer regreso a casa, apaleado y ridiculizado, sufre la confiscación y destrucción de sus novelas favoritas, luego de un minucioso examen practicado por el cura y el barbero.

Pero al final de la historia descubre la esencia de su propia contemporaneidad durante un diálogo con el bachiller Sansón Carrasco: él (don Quijote) es también un personaje que está siendo escrito. Según Carlos Fuentes, don Quijote y Sancho Panza son los primeros personajes de la literatura que se saben escritos mientras viven las aventuras que están siendo escritas sobre ellos.

Los personajes de Cervantes –subraya Fuentes– no disimulan su naturaleza ficcional, más bien la muestran y la celebran. Sancho le recuerda a don Quijote que están siendo escritos, vistos y leídos. El mismo don Quijote entra a una imprenta para verse, como personaje, en proceso de producción. Es ahí donde, según Fuentes, nace la mirada plural, “la mirada del otro”.

El misterio y la ambigüedad en el origen de la narración del Quijote revelan una especie de inestabilidad general, inaugurada en la literatura por esta novela. La aldea de la cual es originario don Quijote –nos recuerda Fuentes– es innominada e incierta, y lo subraya desde el comienzo un oscuro y también incierto autor o narrador de la historia. Su nombre es también incierto (Quijote, Quesada, Quijano…), al igual que los de sus personajes, que además son cambiantes, modificables según el contexto de la narración.

Se trata, sin duda, de la esencia misma de la novela moderna: el género en que están incluidos y se contaminan todos los géneros: imitación de la vida.

Un ser vivo hecho de lenguaje

Como ya se dijo, dentro del extraordinario andamiaje de la novela sobresalen como puntos básicos y elementos transmisores del sentido relativo, especular o lúdico de la vida y del libro mismo, la ambigüedad narrativa y el misterio nunca resuelto de su “autoría”, que a su vez constituye el punto de fuga hacia el pleno territorio de la ficción.

Ya hemos creído quedar claros de que el presunto autor de la historia es Cide Hamete de Benengeli. El mismo Cervantes intenta convencernos, además, que un traductor morisco ha proporcionado al narrador (supuestamente él mismo) la versión árabe vertida al castellano, y que él no es más que otro narrador, que además juega el papel de transcriptor, comentarista o “segundo autor” de la historia.

Este análisis, en gran medida guiado por lecturas críticas de otros autores, al menos a mí me ha llevado al descubrimiento de los cuatro niveles narrativos ya descritos; además de otro anterior: el del propio Miguel de Cervantes.

Volvamos entonces a las mismas preguntas que siguen manteniendo ocupados a los críticos de la literatura: ¿Quién es el verdadero autor del Quijote? ¿A quién atribuir su escrupulosa invención?

Al respecto también es interesante la versión del narrador nicaragüense Sergio Ramírez, que en algunas de sus conferencias y ensayos ha recordado el mismo pasaje del texto donde el narrador se descubre como “segundo autor” y confiesa haber comprado, en un mercado de Toledo, los papeles originales de la historia escritos en árabe por Menengeli, para después mandarlos a traducir y contarnos la historia.

Ramírez dirige la atención hacia otro pasaje (capítulo XXIV de la segunda parte) donde se nos avisa que el traductor contratado por el aparente autor-narrador ha mencionado la incredulidad del propio Menengeli acerca de la veracidad de la historia, lo cual descarta su autoría y coincide con la idea del “nivel original” de narración (el del propio Cervantes) y de la existencia de más de cuatro narradores o niveles de narración.

Ramírez va incluso más allá y nos recuerda la existencia de un sexto narrador: el propio Quijote, que en diversos pasajes de la obra narra de viva voz sus aventuras.

Por otra parte, en un juego divertido y precisamente cervantino de su novela Ciudad de cristal, el estadounidense Paul Auster se entretiene en estas mismas disquisiciones. En dicha novela, Auster se incluye como personaje y sostiene una interesante conversación con Quinn, el protagonista.

El personaje Auster le dice a Quinn que se encuentra trabajando en un libro de artículos, y que uno de ellos trata del Quijote; precisamente del asunto que tiene que ver con su autoría, es decir, quién lo escribió y cómo lo escribió.

“No hay duda que fue Cervantes –acepta Auster, el personaje–, pero me refiero al libro dentro del libro que Cervantes escribió; el que imaginó que estaba escribiendo”.

El personaje Auster, de Auster, nos recuerda cómo, con el pretexto de la traducción y del mercado de Toledo, Cervantes se esfuerza en convencer al lector de que él no es el autor de la historia, sino Benengeli.

Sin embargo luego dice (como también nos lo recuerda Sergio Ramírez: capítulo LXXIV, segunda parte, entre otros pasajes) que la de Benengeli es la única versión auténtica de la historia, y que todas las otras versiones son fraudes, escritas por impostores, e insiste en que todo lo que se cuenta en el libro sucedió realmente.

Puesto que se supone que el libro es “real”, el personaje Auster deduce que la historia tiene que estar escrita por un testigo ocular de los sucesos que en ella ocurren. Pero luego observa que Cide Hamete, el supuesto autor, no aparece nunca en la historia, por lo cual se pregunta quién es en realidad Benengeli. Su teoría es que se trata de una combinación de cuatro personas diferentes.

Primero está Sancho Panza, el único testigo que acompaña a don Quijote en todas sus aventuras. Según Auster, el locuaz escudero podría ser el autor, pero no sabe leer ni escribir, aunque es un gran hablador y pudo haber dictado la historia a los amigos de don Quijote, el cura y el barbero, quienes a su vez habrían traducido la historia al árabe; Cervantes encontraría después la traducción, la mandaría a pasar de nuevo al castellano y luego publicó el libro.

El propósito de Sancho y sus amigos era curar a don Quijote de su locura. Primero queman los libros que supuestamente lo enloquecieron, pero sin resultados. Después, en varios momentos, salen a buscarlo con distintos disfraces (dama en apuros, caballero de los espejos o caballero de la blanca luna, etc.) con el fin de atraerlo a casa, hasta que lo logran.

El libro era entonces uno de los trucos: la idea era poner un espejo delante de la supuesta locura del Quijote, hacerle ver sus absurdos y ridículos delirios para hacerlo desistir de ellos.

Pero en una última vuelta de tuerca, el personaje Auster opina que don Quijote realmente no estaba loco, sólo fingía estarlo. De hecho –elucubra–, él mismo lo orquestó todo, fue él quien organizó el “cuarteto Benengeli”. Por eso es que se empeña en preguntar con cuánta precisión registrará el cronista sus aventuras, dando por sentado que ese cronista existe. “¿Y quién podría ser sino Sancho Panza?”, se pregunta Auster.

Una versión muy cercana, ésta de Auster, a la de Franz Kafka en su parábola narrativa La verdad sobre Sancho Panza, en la que es el obeso escudero quien ha devorado los libros de caballería y ha enloquecido con ellos, hasta que uno de sus demonios imaginarios, el propio don Quijote, sale a vivir sus aventuras con Sancho detrás.

Ambas versiones, además, coinciden de algún modo con cierta idea del crítico estadounidense Harold Bloom, para quien existe, en la relación Sancho-Quijote, un proceso simbiótico que llega a formar entre ellos un vínculo subterráneo de íntima igualdad. De acuerdo con Bloom, la figura mixta que ambos personajes componen es más original que la de cada uno por separado.

Para Bloom, el núcleo del libro es un descubrimiento y una celebración de la “individualidad heroica”, tanto en don Quijote como en Sancho. Sin embargo, esta simbiosis al parecer también incluye al autor.

Para Bloom ningún escritor ha establecido una relación más íntima con su personaje protagonista como Cervantes. Incluso, en una lógica inversa, llega a afirmar que, según se desprende de manera indirecta del propio libro, es el personaje Quijote quien llega a influir en el autor Cervantes.

De este modo, ambos evolucionan juntos en un nuevo tipo de dialéctica literaria que, alternativamente, proclama la fuerza de la ficción en relación con la realidad. Según Bloom, a medida que don Quijote llega a comprender gradualmente las limitaciones de la ficción, del mismo modo Cervantes crece como autor que inventó a don Quijote y a Sancho.

Esa relación lúdica y especular entre ficción y realidad ha sido motivo de otros juegos meta-literarios que, como los de Borges, han inspirado o entusiasmado a críticos como el francés Michel Foucault y el italiano Umberto Eco, cuyas interpretaciones han repetido desde distintas perspectivas Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa.

Todos ellos hacen énfasis en esa dinámica difusa entre ficción y realidad que por primera vez en la literatura nos mostró Cervantes. Todos tienden a subrayar el hecho de que la historia empieza en el momento en que el Quijote decide abandonar el lugar de sus fantasías librescas para aventurarse en la vida, convencido en el fondo de que en esos libros había encontrado la verdad, y por eso se propone imitarlos.

Al contrario de Borges (quien decidió que su biblioteca era el universo), don Quijote quiso que el universo fuera como su biblioteca. Y al igual que el Quijote fue absorbido por sus novelas de caballería, Cervantes fue absorbido por su texto, se hundió en su espesor y se convirtió en objeto de su propio relato para sí mismo.

Para el novelista checo Milan Kundera no solo Descartes fue el creador de la Edad Moderna, sino también Cervantes, pues con él nació la novela moderna. Su metáfora para ilustrarlo es esta: cuando Dios abandonó el lugar desde donde creó el universo, el mundo apareció de pronto en una dudosa ambigüedad. En ese momento don Quijote salió de su casa y ya no estuvo en condiciones de reconocerlo.

“De este modo nació el mundo de la Edad Moderna y con él la novela, su imagen y modelo”, dice Kundera, y añade: “¿No es el propio don Quijote quien, después de tres siglos de viaje, vuelve a su aldea transformado en agrimensor?».

En El impostor, el novelista español Javier Cercas (o el narrador del libro de Javier Cercas), al comparar a su protagonista y la invención que él mismo hizo de sí, con Alonso Quijano y don Quijote; niega que Quijano haya confundido la realidad con los sueños, la ficción con la realidad o la mentira con la verdad, sino que quería hacer realidad sus sueños, es decir, convertir la mentira en verdad y la realidad en ficción.

Cercas se percata además de que tanto don Quijote como su protagonista lo consiguieron, y en el primer caso lo demuestra recordando una de las cosas que diferencian a la primera y la segunda parte del libro Don Quijote.

“En la primera parte –afirma Cercas (o el narrador del libro de Cercas)– don Quijote se inventa los prodigios caballerescos que le ocurren… mientras que en la segunda parte los prodigios ocurren de verdad, o así lo cree don Quijote”.

Es decir que Alonso Quijano, que se inventó a sí mismo como don Quijote y empieza, como un actor, interpretándolo; finalmente deja de fingir al hacerlo: tenía ya incorporado a sí mismo el personaje “y nadie podía convencerle de que reconociese que no era don Quijote sino Alonso Quijano”.

En la segunda parte, don Quijote conversa con personajes que ya han leído la primera parte de la obra, y de la misma forma en que creía en la verdad de sus novelas de caballería, se propone defender y proteger contra falsificaciones al libro Don Quijote.
Pero el propio personaje no ha leído el libro y, como dice Foucault en Las palabras y las cosas, no podrá hacerlo porque se ha convertido en él.

Flaco y alargado como una letra escapada del bostezo de los libros, don Quijote es a fin de cuentas un signo, un ser vivo hecho de lenguaje.

Erick Aguirre

Erick Aguirre Aragón (Managua, 1961). Es escritor y periodista. Ha publicado poemarios, ensayos y novelas: ‘Pasado meridiano’, ‘Un sol sobre Managua’, ‘Conversación con las sombras’, ‘Con sangre de hermanos’, ‘Juez y parte’; ‘La espuma sucia del río’; ‘Subversión de la memoria’, ‘Las máscaras del texto’; ‘La vida que se ama’ (Poesía, 2011), ‘Diálogo infinito’.

1 Comentario

  1. Para mí se reduce a esto, tal vez quien los imprimió quiso dejar su huella en tan prodigiosa obra, e incluyó nefastos artificios para, precisamente, crear esta incertidumbre.
    ¡¡Ah!! tal vez entró el único ejemplar histórico a Don Miguel Cervantes Saavedra y los demás salieron con es voz, que aún nos tiene embelesados.

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