Ilustración de Franz Kafka, se incluye en "Once hijos" 1917

Chantaje y rescate

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Ilustración de Franz Kafka, se incluye en "Once hijos" 1917
Ilustración de Franz Kafka, incluida en ‘Once hijos’

En el angustioso enredo de las madejas que tejen las vidas de los personajes de Kafka, la urdimbre de la tupida trama de relaciones entre los acontecimientos de las novelas depende de la condición de extranjero de sus protagonistas. Se trata de uno de los aspectos más interesantes que aúnan los tres romances (El proceso, El castillo, El desaparecido-América), pues la condición de los K (Josef K., K. y Karl Rossmann) se caracteriza siempre por la desconcertante experiencia de la ajenidad. En El proceso, como en el relato de La metamorfosis, el ser-extranjero es la consecuencia de un hecho concreto que se produce al principio del primer capítulo: la declaración del estado de arresto. No se trata de un status originario, pero es igualmente fundamental. En El castillo, K es un agrimensor solicitado por el conde y, nada más llegar al pueblo, es confundido por un vagabundo sin permiso para alojarse. Tal y como le recuerda el joven en la posada, el pueblo es propiedad del castillo y «quien vive aquí o pernocta, vive en cierta manera en el castillo. Nadie puede hacerlo sin autorización del conde». En El desaparecido-América, K es un joven adolescente que abandona su tierra nativa para mudarse a Nueva York. La felicidad inicial del sueño americano, acompañada de forma fluctuante por el subseguirse de sentimientos de nostalgia, descubrimiento y estupor, es remplazada por el verdadero núcleo de su historia: la condición de emigrado. Tal condición es la causa de las condenas grotescas y de las desgraciadas expulsiones sufridas por K: en la discusión con el jefe de máquinas, en el episodio del rechazo por parte del tío, en el despido del Hotel Occidental.

Ediciones Era
Ediciones Era

En el ensayo titulado Kafka. Por una literatura menor, Gilles Deleuze y Félix Guattari discuten brillantemente el uso por parte de Kafka de la lengua alemana para reivindicar el papel político y revolucionario de la escritura. Numerosos biógrafos han observado además que el alemán constituía para Kafka el resultado de una elección del padre, quien necesitaba el idioma para acercarse a la clase dominante de Praga, capital de un reino en el que a la cultura mayoritaria checa se sumaba la minoría austriaca, encabezada por la comunidad judía. Paradójicamente, pues, Kafka participaba de tres diferentes mundos culturales y frecuentaba sus lenguas: ninguna de ellas, sin embargo, le pertenecía de forma genuina. Hebreo, checo, alemán, Kafka se encuentra en la absurda y trágica situación de una triple marginación: estar en su propia lengua como un extranjero, esta es la condición del escritor praguense. La lengua alemana es el instrumento político de la minoría para poder integrarse, para poder ser aceptada y reconocida. Pero, a la vez, es una expresión de dominio y represión, es un lenguaje de poder que amenaza la identidad cultural de un pueblo: en consecuencia, parece oprimir a Kafka y salvarle exactamente como sucede a los protagonistas de sus novelas.

En El proceso, esta condición puede reconocerse en la parábola del capellán de la prisión: la puerta de la ley, que permanece abierta para el campesino, se cierra para siempre con su muerte, sin que el guardián le haya permitido atravesar el umbral. La leyenda, según es interpretada por el filósofo italiano Giorgio Agamben en su obra Homo sacer, sugiere una lectura muy interesante:

«La ley se aplica al campesino desaplicándose, le mantiene en el ámbito del bando abandonándole fuera de él. La puerta abierta, que sólo a él está destinada, le incluye excluyéndole y lo excluye incluyéndole».

Siguiendo el análisis de Deleuze y Guattari sin penetrar en las consecuencias psicoanalíticas y esquizofrénicas de sus textos, esta reivindicación se traduce en el desmontaje lingüístico del alemán, lo que significa que la lengua es causa y solución de la marginación. La escritura, para Kafka, representaría el intento de decir en alemán algo que nunca se escribió antes: la exigencia de integración. Algo parecido ocurre también en las otras dos novelas, a partir de El castillo. El problema de K consiste en establecer una conexión y mantener un contacto con ese mismo castillo al que no puede acercarse, mas que no deja de ser la causa de su desesperada situación (ni tampoco deja de ser la meta de la narración). La destrucción del engranaje que condena K y le convierte en víctima pasa por la conciencia de que la única posibilidad de guardarse de las leyes de un pueblo al que no pertenece pero debe pertenecer (o de un tribunal, de un hotel, de la familia, del idioma) consiste en la paradójica y absurda aceptación e identificación de las reglas y los procedimientos que le oprimen.

Acantilado
Acantilado

Tal y como sugiere el propio Kafka en numerosos pasos de sus novelas, el problema consiste en buscar una salida: esto parece ser algo imposible para sus personajes de la misma forma que, para Kafka, es imposible no escribir en esa misma lengua que le margina y le integra al mismo tiempo. En El desaparecido-América, el señor portero jefe recuerda a Karl Rossmann que todas las puertas del hotel dependen de él («la puerta principal, las tres puertas de servicio y las diez auxiliares, por no hablar de las innumerables puertas pequeñas y de las salidas sin puerta») y que, ante la dirección del hotel, tiene «el deber de no dejar salir a nadie que [me] resulte mínimamente sospechoso». Es natural tener la sensación de que la única posibilidad consiste en no salir, permaneciendo así en un continuo estado de tensión entre fuga y captura. Esta misma sensación puede percibirse también en El proceso, cuando la salida de la puerta de la casa del pintor Titorelli conduce a K directamente a las dependencias del tribunal: ¿de qué maravillarse? “Este tipo de dependencias las hay en prácticamente todas las buhardillas, ¿por qué habrían de faltar aquí?”

Recorriendo el escape que K reconoce en Titorelli (que en El castillo es representado por la posadera y en El desaparecido-América por el tío, luego por los vagabundos y finalmente por el teatro), K vuelve a establecer un punto de contacto con el tribunal (o con la desocupación, la desprevención, lo ignoto, la marginación) sin cercenar ese vínculo que, en cambio, parecía disolverse y liberarle: al respecto, se pueden considerar las palabras de la posadera:

“Usted no pertenece al castillo, no es del pueblo, usted es un don nadie. Por desgracia, sin embargo, usted es algo: un forastero, uno que siempre resulta superfluo y siempre está en camino, uno por quien siempre se producen trastornos, por cuya causa hay que esconder a las criadas, cuyas intenciones son desconocidas”.

A estas palabras hace eco la sentenciosa e infausta previsión del pintor en El proceso cuando, distinguiendo entre los posibles casos de absolución, recuerda a K:

“Hay tres posibilidades, la absolución real, la absolución aparente y la prórroga indefinida. […] Las sentencias definitivas del tribunal no se hacen públicas, ni siquiera son accesibles para los jueces, por eso sólo se han conservado leyendas sobre casos judiciales antiguos. Estas leyendas, en su mayoría, contienen absoluciones reales, se puede creer en ellas, pero no se pueden demostrar. […] La absolución aparente requiere un esfuerzo intermitente y concentrado, mientras que la prórroga, uno más débil, pero continuado […]. No he sabido de ninguna absolución real”.

¿No se trata, acaso, de la misma imposibilidad de escaparse, de la misma condición de ser extranjero de la que se está hablando?

En El arte de la novela, Milan Kundera observa que, en El castillo, el agrimensor se desvive para que la institución lo acepte, renunciando de tal manera a la soledad típica del marginado (los ayudantes enviados por el castillo le persiguen continuamente, incluso no se alejan de su cama); en El proceso, los abogados y el capellán de la prisión no están al servicio del imputado, sino del tribunal; en El desaparecido-América, cuando K se escapa de los policías, es capturado por Delamarche, quien le salva de la detención aprisionándole en el piso de la cantante. Las situaciones que se acaban de describir corresponden, en cierto sentido, al título de este artículo. Ser víctima de una lengua que es también el único medio para emanciparse y ser reconocido; intentar alcanzar el castillo, que condena a la marginación; buscar un tribunal que acusa por un crimen nunca cometido: ¿no se trata de la misma condición de alguien que depende de un usurero? No es este el caso de un chantaje? ¿No se trata de una relación obligada a una petición a la que no se puede oponer ningún rechazo, porque al peso del vínculo corresponde el alivio de la esperanza? Y si este es realmente el trágico destino de los K, ¿cómo puede concebirse su rescate? Mas, sobre todo, siguiendo con el paralelismo, ¿cómo es posible el rescate de Kafka?

Se ha mencionado que la necesidad de escribir, por parte de Kafka, entraña la esencia existencial y política de tal acción. Se trata, en efecto, de una exigencia personal del hombre Kafka, puesto que su vida giraba alrededor de la escritura: podía llegar al punto de  influenciar el trabajo, la salud psicológica, las relaciones familiares e incluso las amorosas. Refiriéndose a las cartas escritas por el propio Kafka, Pietro Citati observa que el autor se sentía en su casa “como un extranjero, por muy grande que fuese el amor hacia el padre, la madre y las hermanas”. La biografía de Kafka demuestra que:

“Si hubiese dejado de escribir, se habría dejado llevar por cualquier empuje del viento: lento, oscuro, incapaz de comprender. […] Si escribía, existía -quizá- la esperanza”.

El círculo vicioso que parece instituirse (Kafka escribe en alemán, el alemán actúa sobre él como un chantaje, la escritura le libera) puede resolverse con una referencia a las novelas. A decir verdad, Kafka parece presentar dos diferentes soluciones; sin embargo, solo una de ellas tomará vida en su actividad de escritor.

Pre-Textos
Pre-Textos

La reclusión de Kafka en su propio idioma es una prisión sin barrotes como la de Josef K., quien en ningún momento se encuentra encarcelado: ¿para qué serviría? Las raíces del tribunal llegan dondequiera. Como K, también Kafka podría decidir extenuarse en una resistencia descomunal, deslumbrada por la luz mortecina de la esperanza. Hasta la última hoja de El proceso, Josef K. no deja de creer en la posibilidad de salvarse. En el instante anterior a la horrible y cortés comedia del intercambio del cuchillo entre los sicarios, K dirige la mirada hacia una casa cercana, donde una persona se asoma de la ventana: “¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un buen hombre? ¿Alguien que participaba? ¿Alguien que quería ayudar? ¿Era sólo una persona? ¿Eran todos? ¿Era ayuda?”. K no comprende que no es posible resistir, no es posible fugarse: por este motivo, en él, se encuentra el propio Kafka. ¿Se puede huir de una lengua? ¿Tiene sentido resistirle? ¿Cómo es posible salvarse de ella? Finalmente ¿es la lengua algo del que fugarse? La respuesta a todas estas preguntas es negativa. De hecho, como un perro muere Josef K., con un cuchillo en el corazón. Paralelamente, Kafka no deja de escribir, ni deja de escribir en alemán.

El rescate del vínculo parece posible solamente cambiando de actitud, como parece ocurrir en las otras dos novelas. En El proceso, de hecho, para defenderse K tiene que abandonar su trabajo y renunciar a vivir, olvidar sus costumbres, sus pensamientos y todo consuelo fugaz: en resumidas cuentas, debe sustituir su existencia con el agotamiento implicado por su relación con el tribunal, que es muy poco tranquilizadora. En los otros dos textos nos encontramos con una situación diferente: en El castillo, por ejemplo, se observa que K dispone de las personas que le rodean sin ser su víctima. Todo es invertido: por mucho que todos los personajes pertenezcan al castillo (como los abogados, el capellán y el pintor pertenecen al tribunal), K, aspirando alcanzar el castillo, se sirve de ellos y no renuncia a su existencia. Resulta absolutamente interesante constatar que el propio K se convierte, desde cierta perspectiva, en algo que deberían ser los otros para él: un escape. Frieda deposita en K sus sueños y sus esperanzas de dejar el pueblo y huir a Francia o España. Es curioso observar, además, que desde el principio K se encuentra con un problema de idioma: la noche después de su llegada al pueblo, K telefonea al castillo sin entender la respuesta:

“En el receptor escuchó un zumbido, como nunca lo había oído al telefonear. Era como si ese zumbido estuviese compuesto de innumerables voces infantiles, pero en realidad tampoco era un zumbido, sino un canto de voces lejanas, extremadamente lejanas, como si de ese zumbido se formase una única voz elevada y fuerte que golpeaba el oído como si quisiese penetrar más en el pobre aparato auditivo”.

Se puede observar aquí el paralelismo lingüístico con El desaparecido-América, donde el rescate se presenta a Karl Rossmann en episodio del teatro de Oklahoma. Este teatro es un lugar de indeterminación en el que no existen extranjeros, no hacen falta documentos para ser aceptados y donde cada uno es bienvenido. Por si fuera poco, el protagonista encuentra una amiga de la infancia que -¡casualidad!- habla incluso su idioma. Max Brod recuerda, entre otras cosas, que Kafka solía referirse irónicamente al hecho de que en ese lugar Karl Rossmann encontraría su libertad y se salvaría. En El castillo se puede encontrar, además, otro elemento fundamental para estas consideraciones: a pesar del error que determina la presencia de K. (no se necesitaba ningún agrimensor: su llamada es consecuencia de un intercambio de expediente y oficinas), el castillo acaba aceptándole. Obviamente, mantiene la distancia: pero, está dispuesto a ofrecerle la posibilidad de quedarse en el pueblo. Sin embargo, K no es como Frieda: no se conformaría nunca con el mostrador del bar de la posada: él quiere el castillo. En las palabras de Citati:

“¿Qué le importaba a K vivir y trabajar en el pueblo, en el aquí, en lo limitado, entre los seres humanos -con Gerstäcker, Pepi, Brunswick, incluso con Hans? Él quería vivir solamente entre los dioses”.

Es decir: Kafka percibe que el engranaje de la lengua alemana se retuerce sobre él admitiéndole sólo y en cuanto extranjero, sin preocuparse de acogerle sino que, al contrario, se mantiene indiferente e imperturbable: su existencia como idioma es pasiva, indefinida, amorfa. Kafka puede servirse del alemán de la misma manera en que K puede encontrar sus escapes. Solo una cosa esencial no es tolerada por el castillo: dejar entrar a K, consentir a Kafka que el idioma en el que escribe sea suyo. Por tanto, a pesar de que el objetivo de K siempre es el mismo (conocer la ley del tribunal como llegar al castillo o encontrar su sitio en Nueva York), lo que realmente cambia es la manera de perseguir ese objetivo. Si en El proceso K está cegado por la esperanza y, como se ha recordado, está convencido hasta el último instante de poder encontrar algo a lo que agarrarse, ahora esta ilusión deja lugar a la acción y a un más pragmático servirse de. Este es también el significado de la literatura menor: observan Deleuze y Guattari que el adjetivo menor “no califica ya a ciertas literaturas, sino las condiciones revolucionarias de cualquier literatura en el seno de la llamada mayor (o establecida)”. Kafka se sirve del alemán (como K se sirve de las concesiones del castillo) para llevar la lengua hacia un escape, arrastrándola en el desierto para dar voz al extranjero en alemán. En palabras de Deleuze y Guattari:

“Incluso si es única, una lengua sigue siendo un puchero, una mezcla esquizofrénica, un traje de arlequín a través del cual se ejercen funciones del lenguaje muy diferentes y diversos centros de poder, donde se debate lo que se puede decir y lo que no se puede decir”.

Arrastrar la lengua en el desierto, llevar el escape hacia lo infinito: El desaparecido-América y El castillo son obras inacabadas. Este es el acto político contra el alemán en cuanto idioma opresivo, el auténtico rescate de Kafka, la verdadera solución: no se puede escapar de un idioma y por este motivo Josef K. es condenado a muerte. Pero, se puede hacer escapar la lengua, dando una voz a lo menor y a lo diferente, al extranjero, al marginado, e integrarse sin ser víctimas, sin disponer del idioma sólo desde el mostrador del bar de la posada (o desde una oficina de seguros). Kafka no es una paloma mensajera que se regala libertad efímera con un mensaje incompleto, interrumpiendo su vuelo solo para volver a su jaula. Al contrario, recuerda Citati:

“Pretendió, intentó liberarse de esta cárcel: lanzó gritos de ayuda. Quizá la literatura fue, para él, una grandiosa fuga hacia lo infinito”.

Como el milagro inacabado del teatro de Oklahoma.

Michele Cardani

Michele Cardani (Brescia, Italia, 1987), tras licenciarse en 'Ciencias Filosóficas' en Milán, se ha mudado a Barcelona, donde reside actualmente. Está en la fase final de la redacción de su tesis doctoral, que concierne el idealismo británico y sus relaciones con los idealistas alemanes. Es autor de varias reseñas y artículos publicados en Italia, España y EE.UU. y ha participado en dos congresos internacionales sobre las filosofías de Hegel y Kant en Salamanca (2013) y Madrid (2014). Es apasionado de la lectura y en 2010 ganó un concurso literario organizado por la Università degli Studi di Milano. Le encanta viajar.

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