El oro de Cajamarca. Jakob Wassermann
Traducción y prólogo de Miriam Dauster
Navona (Barcelona, 2010)
Dice la leyenda que el techo de la BasÃlica romana de Santa Maria Maggiore contiene parte del primer oro procedente del Nuevo Mundo. Si visitan el templo quedarán deslumbrados, pero estoy harto de insistir en que todo tiene un motivo, y si el artesonado es áureo es porque hubo un descubrimiento que, a posteriori, por eso de expandirse y crear un Imperio, derivó en matanza y genocidio. Los españoles nunca pedimos perdón, y no será este artÃculo el que insista en tan peliaguda materia. Hoy en dÃa hay otros problemas más graves con los que lidiar. Sin embargo es bueno revisitar el pasado para intentar entender algunas pautas básicas del comportamiento humano.
Hace algunos meses navegaba por el monstruo Facebook, una magnÃfica pérdida de tiempo que tiene mucha utilidad para quien sepa aprovecharlo como dios manda. Recomiendo al bibliófilo agregar a la mayorÃa de editoriales independientes de nuevo cuño. Actualizan con frecuencia sus estados e informan de sus últimas publicaciones. Ese dÃa Navona, bella por diseño y contenido, anunció la inminente edición de El oro de Cajamarca de Jakob Wassermann y pensé en una de sus obras, Golowin, donde narra relata el caos de la Guerra Civil rusa a partir de un viaje y una trascendental conversación entre cuatro paredes de un otrora lujoso hotel. Es una suerte tener sellos como el barcelonés. Recupera textos que tuvieron aceptación y que los años han sepultado en un injusto olvido. Wassermann fue considerado uno de los más brillantes narradores del panorama teutón de principios del Novecientos. Su desgracia fue ser judÃo, lo que implicaba no gozar con plenitud de su nacionalidad alemana, hecho que se agravó cuando Adolf Hitler subió al poder en 1933. Su condición de extraño en su propia tierra le llevó a interesarse por temas históricos donde la destrucción de una cultura predominante a manos de extranjeros exhibÃa la crueldad del devenir, ese rÃo cambiante que erosiona, impredecible ruleta rusa con balas apuntando al poder para suplantarlo e instaurar órdenes desnaturalizados amantes de la codicia.
La aniquilación de los Incas es el tema de El Oro de Cajamarca. El narrador es el caballero Domingo Sora Luce, quien cuenta la experiencia treinta años después en la calma de un convento donde se ha retirado hastiado, reconcomido por pretéritas acciones que quiere, pero no puede extirpar de su cerebro, imbuido del mal de 1532, cuando los españoles capitaneados por Francisco Pizarro terminaron con el esplendor de un sistema igualitario donde la pobreza era imposible porque el gobernante procuraba que sus posesiones fueran democráticas, quizá demasiado humanas. Los incas no valoraban el oro, parte de una naturaleza común en la zona, y en cambio los recién llegados lo idolatraban como un maná caÃdo del cielo. La confesión de este individuo a las órdenes del analfabeto comandante extremeño no le exime de sus pecados, aunque logra atenuar el dolor por lo perpetrado al aceptar el error cometido con Atahualpa, soberano generoso que tras ser apresado claudicó para salvar su vida aceptando todas las imposiciones de nuestros antepasados. Éstas consistÃan en llenar dos habitaciones con plata y oro hasta donde alcanzará su mano. El gobernante pidió permiso para movilizar a sus súbditos para que mandaran la mayor cantidad posible de metales preciosos, lo que hicieron con celeridad guiados por un hondo sentido del deber hacia su jefe quien, mientras tanto, atendÃa confiando en sus captores, obsesionados con la recompensa y la manera de traicionar el acuerdo.
Si hay remordimiento pueden imaginar cómo termina el relato. La crÃtica del monarca Inca tiene sentido en el presente. Todos los objetos depositados en el suelo de esas dos estancias eran obra de artesanos que habÃan trabajado concienzudamente para dar forma a esa nada tan valiosa. Los españoles los fundieron en lingotes despreciando una labor de siglos porque querÃan repartirse el botÃn. La avaricia rompió el saco, se aprovechó de la incomunicación entre pueblos abismales y llenó las arcas de la PenÃnsula Ibérica a costa de sacrificar una civilización más avanzada que la nuestra. No es que nosotros, ciudadanos que penamos la crisis, seamos indÃgenas con otra cultura, tampoco es eso, aunque si se fijan la realidad actual tiene similitudes con el presente. Ya lo dice Miriam Dauster en su prólogo: Da igual dónde, da igual cuando… los destellos de oro siempre producen ceguera, y en el siglo XXI las posibilidades de enriquecerse sin esfuerzo han ocasionado una situación que aún no tiene fecha de caducidad y sigue lastimando a los ilusos que se fiaron de aquellos carcamales entregados a vendernos un paraÃso que se ha revelado el infierno de la resignación, impotencia colectiva, inexistente furia hacia la esclavitud de la libertad, si es que alguna vez este hermoso vocablo tuvo sentido en Occidente.
Jakob Wassermann usó a lo largo de su carrera el recurso del pasado para ilustrar los males de su época. El oro de Cajamarca apareció en las librerÃas del mundo teutón en 1923, justo cuando la barra de pan costaba la friolera de 4 billones de marcos porque la inflación caminaba desbocada y la deuda crecÃa vertiginosamente. Por aquel entonces la opinión generalizada era culpabilizar al tratado de Versalles de la miseria de la República de Weimar. El autor de El hombrecillo de los gansos paragonó el expolio hispano con la ruina que los ganadores de la Primera Guerra Mundial propiciaron a su paÃs en un paréntesis donde el odio antisemita desapareció antes de volver a irrumpir tras la crisis de octubre de 1929. Ya saben el resto. Los libros suelen narrar historias con una intencionalidad. Diviértanse con la lectura, cierren el volumen, siéntense en su sofá y mediten. El sol sale cada mañana para brindarnos una sonrisa de luz que oculta el ocaso de la esperanza porque aún no localizamos la caja de Pandora y siempre tropezamos con la misma piedra.
Jordi Corominas i Julián
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