Erskine Caldwell | Foto: Carl van Vechten Wikimedia

Sobre los beneficios de leer obras completas

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Erskine Caldwell | Foto: Carl van Vechten Wikimedia
Erskine Caldwell | Foto: Carl van Vechten Wikimedia

Que la editorial Navona, al lado de libros de John Steinbeck, Henry James o Jack London, recuperara El camino del tabaco y La parcela de Dios, que junto con los cuentos de Historias del Norte y del Sur son las obras maestras reconocidas del escritor norteamericano Erskine Caldwell, puede resultar sorprendente pero entra dentro de lo concebible; lo que resulta inaudito es que se haya aventurado con el resto de la obra de Caldwell, con novelas como Una casa en la colina o Un muchacho de Georgia, hasta llegar a En esta misma tierra. Y resulta inaudito porque el declive creativo de Caldwell después de sus gloriosos años 30 es vox populi; hasta llegar al punto que Harvey L. Klevar, uno de sus biógrafos, indicaba que ese desequilibrio cualitativo se hallaba en el origen de su investigación sobre la figura de Caldwell, como una de sus preguntas básicas. Sin dejar de lado, naturalmente, que la larga decadencia del autor es una de las causas del olvido en que había caído su obra.

Navona Editorial
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Esa decadencia puede ser materia de discusión en el caso de Tierra trágica, pero resulta incontestable en el citado En esta misma tierra, un relato cuyo desenlace es uno de los más desastrosos que un servidor recuerda: todo el meticuloso, a ratos brillante, crescendo de desgracias (casi un catálogo de formas de violencia de género) que vertebra la novela se deslíe, en pocas páginas, en un forzado final redentor, una catarsis chirriante, deslavazada. La cual, por otro lado, tiene implicaciones ideológicas: el Jeeter Lester de El camino del tabaco, en 1932, era el resultado de un desarrollo histórico, el de un Sur atrasado, vencido, caciquil, racista, resentido, insufriblemente beato y encerrado en sí mismo, mientras que las familias de Tierra trágica y En esta misma tierra, los Douthit y los Crockett respectivamente, habitantes urbanos de los años cuarenta, son los únicos responsables de una miseria de la que son incapaces de salir. Esa responsabilidad ha dejado de ser colectiva, justo a medida que, superada la Gran Depresión, la miseria había dejado de servir como denuncia social, y lo que antes era un caso revelador ya solo podía ser un caso curioso.

Siendo así, la extensa recuperación caldwelliana efectuada por Navona permite renovar algunas evidencias olvidadas, como que para entender a un autor hay que leerlo entero; porque Caldwell no es solo el autor de dos grandes novelas y de varios relatos magistrales, sino un escritor realmente prolífico, con medio centenar de libros en su haber, editados entre 1929 y 1987 (en ese sentido, a la gente de Navona aún le queda un buen trecho por recorrer). O que a veces los errores son más reveladores que los aciertos, a pesar de ser más enigmáticos: de alguna forma, el triunfo de La parcela de Dios resulta más comprensible que el fracaso de En esta misma tierra, que ese eclipse del talento; dicho de otra forma, cuesta entender que el autor capaz de inyectar lirismo, e incluso sensualidad, en la descripción de una fábrica textil en huelga, en el séptimo capítulo de la primera novela, no supiera ver la disonancia en el arrepentimiento súbito de Chism Crocket.

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Entre los libros recuperados por Navona hay dos especialmente reveladores. El primero de ellos es El predicador, publicado en 1935: su protagonista es un antecedente directo del Harry Powell creado por Davis Grubb, Charles Laughton y Robert Mitchum, un presunto predicador que roba, hace trampas a los dados, va detrás de todo lo que lleve faldas y tiene una labia capaz, literalmente, de provocar un orgasmo colectivo. Tal vez la figura de la alfombra caldwelliana se halle en esta extraña fábula, en su atmósfera malsana, en esa rara mezcla de hilaridad y náusea que transpira la historia de Semon Dye. Porque de ella ha desaparecido la denuncia social (dejando aparte la de la religiosidad sectaria, un tema habitual en Caldwell que aquí parece un simple macguffin) para dar paso a un examen empezado en La parcela de Dios: la descripción de momentos de frenesí en los que la voluntad racional, la convención social, es destrozada por impulsos bestiales, ya se trate de Will Thompson violando a su cuñada ante la mayor parte de su familia, o de una marea de feligreses retorciéndose por el suelo de un colegio. Caldwell se encuentra a sus anchas en esa especie de escena primitiva, de materialidad desnuda, atravesada por pulsiones primarias y necesidades básicas; tal vez por eso fracasará en cuanto intente trasladar a sus personajes a un entorno urbano y a un contexto cada vez menos menesteroso. Por otro lado, El predicador incluye un episodio curioso: los personajes observan por un agujero en una valla con verdadera afición, a pesar de no ver nada. Hay en ello un amago de simbolismo que no se explica nunca, una especie de enigma.

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El sacrilegio de Alan Kent redunda en ese enigma, tan alejado de la imagen habitual de Caldwell como cronista de la miseria del Sur. Y eso a pesar de tratarse de la aplicación máxima de los principios formulados en “Sobre el modo de establecerse como escritor de ficción”, el texto autobiográfico que sirve de introducción a Historias del Norte y del Sur: la convicción “de que el contenido del relato era de mayor importancia – para la eficacia imperecedera de la ficción – que el estilo en que era escrito. El contenido – las cosas de la vida que uno explicaba, los pensamientos y las aspiraciones de hombres y mujeres de todas partes, la calidad verdaderamente natural de los personajes de ficción que jamás vivieron en la tierra, pero que creaban la ilusión de ser personas reales – era la materia básica de la ficción”. La mejor cualidad de la escritura de Caldwell es esa ilusión de falta de estilo, de transparencia. Que naturalmente es falsa: su arte está hecho de sustracciones, de concisión, de elipsis. De cosas que se dicen sin decirlas. En eso, un relato como “Rachel” resulta ejemplar, no sólo por la magnífica elipsis que lo sustenta sino también por la falta de dramatismo, la sequedad con que se nos relata la muerte de una niña. Y que tal vez explica el sutil equilibrio tonal entre humor y tristeza conseguido por Caldwell, el

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extraño carácter de sus personajes principales, a la vez ridículos y conmovedores. Por eso, allí donde el Steinbeck de Las uvas de la ira levanta una épica de los humildes, Caldwell reformula la hybris trágica en un mundo sin dioses.

En el relato de Alan Kent la sequedad llega al extremo a un radicalismo casi bréssoniano que linda con el poema en prosa. Nos hallamos ante una serie de fragmentos narrativos escuetos que, en virtud de su aislamiento, adquieren una cualidad lírica, incluso cuando relatan las mayores salvajadas. Son episodios que no componen ningún relato, anécdotas sin ligazón: el protagonista entra y sale de la cárcel, viaja y no nos explica por qué, tan enigmático como el Suttree de Cormac McCarthy. Ese fragmentarismo, sin embargo, revela momentos de realidad pura, autosuficiente, de vida reducida a su esencia, casi como una visión observada desde un agujero en una valla en medio del campo. La fuerza de Caldwell tal vez se encuentre allí. Sin embargo, en cierto momento el escritor concibió un ciclo de diez novelas que cubrieran todo el espectro social del Sur, una especie de comedia humana que iría completando a lo largo de los años cuarenta y donde sólo sé ver una respuesta al Pulitzer de Steinbeck. Posiblemente, ese momento en que aspiró a ser Balzac y olvidó dónde radicaba su fuerza determinó su caída en la fórmula, en el estereotipo. Es una teoría; habrá que esperar a que Navona termine de publicar todo Caldwell para confirmarla.

Joan Todó

Joan Todó (La Sénia, 1977) es poeta y escritor. Ha publicado un libro de relatos 'A butxacades', dos libros de poesía 'Los fossils' y 'El fàstic que us cega' y una novela 'L'horitzó primer'. Ha colaborado en varias revistas literarias como 'Paper de vidre' o 'L'Avenç'.

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