“Pero no olvidemos que hoy se tienda a liberar al lector de la tutela del escritor. Ésa es la reivindicación esencial, las más esencial tal vez, de la nueva economÃa del espÃrituâ€.
Alfred Polgar – La vida en minúscula
Querido Enrique Vila-Matas:
Mi padre es un escritor que escribe pero no publica porque no quiere. Tiene 74 años y, aparte de alguna que otra obra siendo joven de la que nadie se acuerda, jamás ha vuelto a pasar por imprenta ninguna de sus novelas, ninguno de sus poemarios ni ninguno de sus sesudos ensayos a los que tanto trabajo dedica. Con lo cual, desde que tengo consciencia, y dejando de lado que es un padre excelente, tuve que sufrir lo peor de tener un padre escritor -sus constantes ausencias, encerrado en su estudio durante la mayor parte del dÃa cuando no estaba trabajando en su trabajo de subsistencia, su desapego por casi todo lo terrenal y cotidiano, de lo que se ocupaba mi madre, y el haberme inoculado la creencia de que el Arte es una forma de vida especial, más alta- sin ninguna de sus, supongo, ventajas -el orgullo, el apellido, la élite, los enchufes y contactos de los que otros disfrutan-. Él siempre ha dicho que, aparte del hecho de haber nacido en una provincia diminuta y remota, Asturias, en los tiempos en los que ésta era aún más diminuta y remota que ahora, fue una elección personal, de “purezaâ€, que no querÃa entrar a luchar en el circo editorial y cultural español, que le daba igual publicar o no, que lo importante era escribir, pero yo no lo comprendÃa, pues, como hijo del neoliberalismo que soy -y un hijo de familia pobre, además-, no podÃa concebir tantos esfuerzos comunicativos para no comunicarte con nadie ni tratar de alcanzar el éxito.
De todos modos, crecà siendo un niño más o menos común, puede que un poco repipi y sabiondo, con un ligero sentimiento de, llamémosle asÃ, orgullo de clase con respecto al resto, los cuales no tenÃan un padre tan genial y sabio como el mÃo, aunque no supiera yo muy bien en qué consistÃa su genialidad, pero, vamos, dentro de la media. Ni siquiera fui un niño lector, como cabrÃa esperar de mÃ, criado en la atestada biblioteca que siempre fue mi casa, sino que, la mayorÃa de las veces, lo máximo que hacÃa con los libros era laberintos para mi sufrido hámster o murallas para defender a mis playmobil de inminentes ataques imaginarios, por mucho que mi padre se empeñara, a partir de los doce años, en dejarme en la mesita de noche botellas con mensaje tipo El guardián entre el centeno, Un mundo feliz o Zazie en el metro, que yo leÃa e incluso disfrutaba pero que interiormente rechazaba. Lo mio, habÃa decidido al entrar en la adolescencia, era la música, el rock, que me encantaba, la cual resultaba mucho más excitante, aparte de que ahà estaba la auténtica fama.
No fue hasta la universidad que empecé a pasear libros en el bolsillo de mi abrigo y a anotar “ideas†y pequeños textos en una libretita que siempre lucÃa en cualquier parte, más que nada para impresionar a las chicas bohemias que veÃa leyendo en el campus, ya que mi gran pereza me habÃa hecho abandonar la guitarra, que cogÃa polvo bajo mi cama. Recuerdo que una noche de insomnio escribà en mi libreta: “Quiero a mi padre, adoro a mi padre, es bueno, sensible, sabio, escribe como los ángeles, pero también le odio, le odio por no haber tratado de demostrar al mundo que es bueno, sensible, sabio, que escribe como los ángelesâ€. Recuerdo que me sentà terriblemente culpable por haber escrito algo asà de cruel y lo taché. La aguja del “edipómetro†alcanzó niveles hasta entonces desconocidos.
Y asà seguÃ, negando, hasta los 20 años, momento en el que entraste tú en escena y razón por la que me ha dado por hablar tanto aquà de mi insignificante vida.
VivÃa, o malvivÃa, yo de aquella en Madrid, donde pretendÃa dedicarme al cine, demostrando una vez más mi increÃble capacidad para caminar en cÃrculos alrededor del reino paterno, y tenÃa una novia que vivÃa en una ciudad del norte, donde estudiaba Bellas Artes, a la que veÃa una vez al mes. Estaba satisfecho. Incluso hice un corto lamentable, plagiando de aquà y de allá, que a mÃ, sólo a mÃ, me pareció brillante. TenÃa muy claro mi futuro; sin duda era un genio, como mi padre, pero habÃa aprendido de sus errores y yo no serÃa un fracasado -“edipómetro†en nivel 8-, yo harÃa obras de arte de gran éxito, pues todo en esta vida es actitud y, si te lo crees, el resto del mundo actuará en consecuencia, pensaba como buen cachorro de veinte años de la sociedad de bienestar que se cree capaz de todo porque todo se lo han dado pero no ha intentado nada.
Un fin de semana trajo mi novia una novela tuya, Historia abreviada de la literatura portátil, que le habÃan mandado leer en TeorÃa del Arte, a fin de escribir un trabajo, y de la que yo jamás habÃa oÃdo hablar, como tampoco sabÃa de tu existencia. TenÃa que hacer una redacción sobre ella y, como estaba hasta arriba de exámenes, no habÃa tenido tiempo de comenzarla, con lo que pretendÃa aprovechar los tres dÃas que iba a estar en Madrid para atacarla. Pero quiso la mala suerte, o el aire acondicionado de Autos Reis, la compañÃa en la que pasó las 8 horas de viaje, que, nada más llegar, cayera enferma, asà que, metiéndose en mi cama, me pidió que, por favor, venga, que es corta, se la leyera en voz alta, cosa que hice encantado, pues pocas veces te pide una mujer hermosa algo asÃ.
No salimos de la cama en tres dÃas. Acaso fue uno de los fines de semana más felices de mi vida. Tal fue mi conmoción por lo leÃdo, por todos esos elegantes Shandys, por esas máquinas solteras perfectas que tenÃan un Odradek que los perseguÃa, por esa conjura insignificante y portátil que era la de la propia literatura, por esa ligereza que, por supuesto, eso creÃa, era la mÃa, que a la semana siguiente, tras confiarme mi novia que estaba hasta arriba y que no veÃa de dónde iba a poder sacar tiempo para escribir el trabajo, me ofrecà yo mismo a hacerlo para que lo presentara como suyo. Lo escribà una madrugada y disfruté tanto haciéndolo que, cuando terminé, me fumé un cigarro como si acabara de echar un polvo, con la sensación de haber, por primera vez en mi vida, escrito algo realmente bueno, de haber encontrado mi camino.
Leà todas tus novelas de tirón y éstas me enviaron, a su vez, a otras que tú citabas. Comencé a asaltar la biblioteca de mi padre siempre que iba a Asturias -descubrÃ, con gran asombro, que él ya te conocÃa- y a solicitar su ayuda para encontrar alguna referencia, con lo que, tras muchos años de mÃnimas palabras entre nosotros, volvimos a hablar. Recuperé un padre, el mÃo, al enfermar yo de lo mismo que él, y gané otro, tú, más valiente, más entretenido, un triunfador, al que podÃa comprender y que, cómo no, me comprendÃa a mÃ; en el que podÃa reflejarme sin miedo a que el reflejo no me gustara. Comencé, ahora sÃ, a escribir queriendo escribir. Abandoné el cine y me dediqué, para ganarme la vida, por azares del destino, a mi otra pasión; la música, aunque desde la parte de producción. Cada libro que leÃa habÃa sido escrito para mà y sólo yo lo comprendÃa. Me volvà loco, estaba convencido de que si entendÃa a los grandes escritores era porque yo también era uno de ellos, sin darme cuenta de que precisamente por eso, porque conseguÃan que hasta yo los comprendiera, eran tan grandes. Me convertà en una joven promesa a la que nadie le habÃa prometido nada y que se creÃa eso que nos habÃan repetido a toda mi generación de que ser joven te convertÃa en algo nuevo y, por lo tanto, muy necesario.
Pero no fue hasta el año 2005 que te vi en persona. Dabas una conferencia en la Casa Encendida. Al terminar, hice algo que jamás he vuelto a hacer: me acerqué y te tendà ParÃs no se acaba nunca, mi último deslumbramiento -pues también hablaba de mÃ, aunque nunca hubiera estado en ParÃs-, para que me la firmaras. Hiciste un dibujo y me lo devolviste, pero yo te pedà que, por favor, me apuntaras tu dirección de correo postal con la excusa de enviarte alguno de los discos que editaba en mi discográfica y que seguramente te gustarÃan. Tú no me entendiste bien, pues estabas distraÃdo y con ganas de escapar de aquella multitud de adoradores cuanto antes, y me apuntaste tu dirección de correo electrónico.
Un tiempo después, me armé de valor y te envÃe un email lleno de mentiras dispuesto a impresionarte. En él decÃa que yo era escritor, que era bohemio, que era vanguardista, que era ligero, que escribÃa sin descanso, que era joven y genial y estaba desesperado. Incluso me atrevà a escribirte, qué original por mi parte, lo mismo que Rimbaud le habÃa escrito a Theodore de Banville en 1879 y tú, al menos eso contabas en ParÃs no se acaba nunca, repetiste en 1974: “Querido maestro: eléveme un poco: soy joven: tiéndame la manoâ€.
Me contestaste al dÃa siguiente un email corto pero amable en el que, obviando todas mis mentiras, me animabas a seguir escribiendo, a “lanzarme a pecho descubierto, sin paracaÃdasâ€. Me sentà tocado por la mano de Dios. Te escribà unos cuantos correos más, te seguà mintiendo -creo recordar que, incluso, en el colmo del absurdo, firmaba con seudónimo- y tú me respondiste siempre igual de escueto y amable, hasta que mi sentido del ridÃculo, y mi falta de inventiva para seguir con una mentira tan grande, por qué negarlo, hizo que cesaran los emails.
Terminé mi primera novela sin demasiado esfuerzo, tras dos años de trabajo muy inconstante, la corregà una vez (quité un párrafo), la corregà otra (añadà el mismo párrafo), la corregà por última vez (lo quité de nuevo) y nunca llegué a enseñarla -a no ser a mi novia de entonces, para que, como de hecho hizo, me diera la razón sobre mi increÃble talento- ni la envié a casi ningún sitio -y en los dos a donde la envÃe, por suerte para mÃ, me la rechazaron sin contemplaciones- pues supongo que, por mucho que quisiera engañarme, en el fondo, sabÃa que era una gran mierda pretenciosa, un refrito del peor refrito del palo del churrero, un ejercicio de estilo fallido y sin alma, metaliteratura que tenÃa poco de literatura y mucho de meta, un intento de hablar sobre sentimientos y heridas que desconocÃa. Aún asÃ, por no enfadarme conmigo, me enfadé, y mucho, con el mundo.
Y asà seguÃ, muy cabreado, fingiendo que tenÃa mucho que contar y que era escritor y, poco a poco, dejé de leer tus libros. Incluso llegué a creer que habÃa que derrotarte, que el aprendiz, aunque no escribÃa nada, tenÃa que superar al maestro, y te critiqué abiertamente con mis colegas pseudo escritores de gin-tonics, prepotencia y americanas, pues te culpaba de que las hordas de malos imitadores -escritores sin nada que escribir que escribÃan sobre el acto de escribir y habÃan entendido muy mal la posmodernidad- estuvieran convirtiendo, en mi “sopesada†opinión, la literatura de nuestro paÃs en algo pretencioso, aburrido y onanista, sin darme cuenta de que era yo uno de ellos, acaso el más tonto, el que peor lo habÃa entendido todo. Te rechacé porque yo era joven y tú mayor y famoso y porque, en parte, asà me habÃan educado; para comprar siempre la última novedad, el último gadget, el último modelo de iPhone. Te eché la culpa de ser yo un genio incomprendido, de la mediocridad general, del tiempo que desperdiciaba emborrachándome y drogándome para seguir creyéndome alguien que no era, de los desengaños a los que me enfrentaba cada dÃa de resaca porque mi ego estaba empeñado en firmar cheques que mi talento no podÃa pagar. También, por desgracia, volvà a alejarme de mi padre y lo dejé solo con sus islas del tesoro, illiadas y quijotes, tan poco modernos, tan pesados, tan, decÃa, gilipollas de mÃ, “superadosâ€.
Ahora vivo en Barcelona y estoy dejando de ser joven. Cada dÃa escribo más y he publicado algunas cosas no demasiado malas con mucho esfuerzo, pero, desde luego, mi carrera no ha sido tan meteórica como esperara y el sacrificio que conlleva -el trabajo, el avanzar a ciegas, la soledad, el limpiarme este triste fango de ego sobredimensionado- me hace plantearme, casi a diario, tirar la toalla, cosa que, en el fondo, no hago porque, me temo, ya no sirvo para nada más.
Como muchos de mi generación, empiezo a comprender que no hay rey al que decapitar porque no habÃa ningún trono; que el futuro era el mismo para todos y no lo habÃamos, precisamente, escrito los escritores.
Ayer cayó en mis manos tu última novela, Aire de Dylan, y, tras muchos años, volvà a leerte. Como es lógico, aún no la he terminado y escribo todo esto dejándome llevar por un impulso mucho tiempo reprimido que todavÃa no sé si tiene algún sentido. Pero comprendo que en ella, hablas, entre otras cosas, del fracaso. En ella, alguien de tu edad, un escritor, le dice a su hijo: “..tienes treinta años y no has dado golpe y asà no vas a ninguna parte (…) Te han despedido de todos los trabajos y del cortometraje mejor no hablar, y ahora llevas un archivo que te sirve de tapadera para imaginarte que eres un genioâ€. En ella, la mujer de ese escritor dice sobre él: “…comenzó a temer a los jóvenes narradores que hablaban en contra de todo lo que habÃan escrito las generaciones anteriores. SabÃa que los jóvenes cachorros trataban simplemente de abrirse camino en el mundo tal como un dÃa lo habÃa hecho también él y no le consideraba nada porque habÃa observado que ninguno tenÃa el menor talento ni parecÃa que fuera a tenerlo nunca, pero le afectaba el solo hecho ya de pensar que en cualquier momento pudieran dedicarle una sola lÃnea despectivaâ€. En ella, escribes: “Pero espero no molestar a nadie si digo que a veces ser muchos personajes, como fue su caso, puede significar tan sólo haber sabido refugiarse en lo contemporáneo para reducir asà el impacto doloroso del seguro fracaso que podÃa esperarle si saltaba a pecho descubierto sobre la arena de los clásicosâ€. En ella, después de tanto años, cómo no, vuelves a hablar de mÃ.
Gracias a ella pienso algo que ya sabÃa pero que no querÃa comprender del todo: que a los maestros, sean famosos o no, aún humanos e imperfectos, sean mi padre, el profesor que me enseñó al abecedario, Umbral, Gombrowicz, Hamsun, Malaparte o Enrique Vila-Matas, tengan sesenta años, mil, nuestra edad, un siglo o aún no hayan nacido, hay siempre que respetarlos y tratar de escucharlos, pues su voz ha sabido imponerse entre todo este ruido, cada vez más, que nos rodea, llegar a nosotros, casi de un modo mágico, a través de este enjambre de opiniones en el que vivimos y de océanos de tiempo, y ha dado forma a parte de lo que somos y, si los negamos, seguiremos siendo lo que hemos venido siendo en demasiadas ocasiones en este paÃs; huérfanos por elección que creen que el mundo les debe algo; tipos que no responden al teléfono y se quejan de soledad; vacas que siempre ven más verde el pasto literario del paÃs vecino; adolescentes cambiando de acera, avergonzados, cuando se cruzan con sus padres por la calle; padres que no quieren a sus padres y, luego, se sorprenden de que sus hijos no les quieran a ellos; salvajes esperando a que envejezca el jefe de la tribu para matarlo mientras los auténticos bárbaros acaban con la selva en la que viven.
Gracias a ella recuerdo que mi padre sabe que soy un cretino pretencioso, un listillo mentiroso, que dice barbaridades sobre él, pero que, aún asÃ, estará encantado de seguir ayudándome a vivir; que mostrar auténtica admiración -que no es lo mismo que hacer la pelota ni que ser tonto- tiene mucho más mérito y resulta más valiente que levantar constantemente el dedo acusador; que para que alguien me tienda la mano, aún siendo joven, primero, tengo que tender la mÃa, y para que me eleve un poco he de resultar menos pesado; que el fracaso es un estado del alma y el éxito una cumbre imposible que, desde ya, tendrÃamos que ignorar para comenzar a disfrutar del placer de la ascensión, solos o en compañÃa.
Asà pues, una vez más, gracias, maestro, maestros, escritores. ConfÃo en que, por una vez, no se me olvide la lección. Prometo ser bueno.
Manuel Astur González (@ManuelAstur)
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