En torno a «Hilo musical», de Miqui Otero

Escribo esto a los días de acabar la lectura de la novela de Miqui Otero Hilo musical. Siempre es mejor dejar pasarlos para así olvidar detalles superfluos que dificulten e incluso eviten la tentación de contar el argumento, destrozándoselo a futuros lectores. A Miqui Otero no lo conocía de nada, ésta es su primera novela. Pero el día que vaya a Barcelona me gustaría tomar una cerveza con él porque presiento que nos divertiríamos a lo grande, él con su excelente sentido del humor y yo con mi asombrosa capacidad de absorción y escucha. Él con treinta años, yo una docena mayor. Él periodista, yo economista. Cuando se cansara de hacerme reír, le contaría cosas de mi azarosa y divertida existencia que quizá él pondría por escrito en su próxima novela para así hacerme algo famoso y algo feliz por aparecer en los papeles. En los suyos.

De estos de ahora, los de Hilo musical, se dice que forman una novela de iniciación. Creo que lo dicen porque Miqui es joven. Creo que lo dicen porque el protagonista de la novela también lo es y en ella hace cosas tradicionalmente reservadas a la locura de los jóvenes como enamorarse, tirar bombas fétidas, dejarse embaucar —aparentemente— por gente mayor y sin escrúpulos, recibir enseñanzas de viejas estrellas acodadas en la barra de un bar, disfrazarse para ganarse unos euros, llamar a concursos radiofónicos de preguntas chorras, confeccionar listas borgianas con temas musicales, etc. Lo que me causa un problema, o debería causármelo, pues yo hago cosas parecidas excepto tirar bombas fétidas, algo que no se me había ocurrido.

La historia que se cuenta en Hilo musical es divertida, pegadiza, tiene ritmo. También es sencilla, pero la forma de contarla le otorga una compleja dignidad que la eleva sobre las habituales y dichosas novelas de iniciación. Lo que quiere decir que hay novelas de iniciación muy buenas, buenísimas. Pienso en algunas. Por ejemplo en Fuera del cascarón, de David Lodge. En ella al protagonista sus padres lo envían un verano a visitar a su hermana en la Alemania ocupada por los aliados tras la Segunda Guerra Mundial. Allí descubre el mundo, se enamora e inaugura el pop como forma de vida. Novela de iniciación menos divertida, en comparación, que otras novelas de David Lodge, y por comparación también con esta de Miqui Otero. También pienso en El amo del corral y, por extensión, en La chica y el violín, ambas de Tristan Egolf. Las recuerdo porque las dos narran historias sencillas de una manera soberbia, y en ambas los protagonistas sobrellevan sendos historiales de rechazos punk, salvajes, mientras que en Hilo musical la confrontación parte de referencias irreconocibles para quienes hayan vivido de espaldas al art-pop masivo sustanciado en las series de dibujos animados, los cómics y las canciones y el estilo de vida basado en la permanente absorción de la iconografía consecuente, suavizada por el humor explícito de Miqui Otero y por la falta de estridencia objetiva de estos tiempos en que unos envejecemos y otros crecen. También las recuerdo porque el narrador de Miqui se llama Tristán, como el novelista y músico Egolf, y porque el sabotaje catártico como protesta, desenlace de las dos novelas citadas, lo es también de Hilo musical. Fantástico.

Como puede leerse, tengo un problema con las, así llamadas, novelas de iniciación. La propia terminología, condescendiente con fallos fantasmas, invisibles —como una mancha que no es tal pero quienes nos miran se empeñan en señalárnosla—, parece indicar algo prescindible por mejorable. Una novela es buena o no lo es. De hecho, cuando alguien de cuyo criterio uno puede fiarse me pondera un autor, procuro leerlo sin seguir un orden cronológico, pues lo mejor suele encontrarse al principio de su carrera, cuando no estaba tan o nada pendiente de los focos, y lo suyo es descubrirlo una vez entrado en materia. Sobran los ejemplos, muy recientes, por añadidura. Así, puede decirse que uno se inicia en la aventura de vivir, de leer, de comer y hasta de joder al prójimo, pero no de escribir para el público. (No están los bolsillos de los lectores como para hacerles sufragar los entrenamientos de escritores primerizos.) Se es buen escritor o no se es. Está científicamente comprobado que los malos escritores tienen malos inicios y malos finales. Este de Miqui Otero es un buen comienzo, y ahora tengo la osadía de recomendarle que se olvide de sus lectores y siga escribiendo lo que le dé la gana. Para que lo que tenga que venir siga siendo al menos tan bueno como Hilo musical, con la que me he reído lo mío. Como con aquella otra citada de Tristan Egolf sobre una chica y un violín, que leí en un avión y los de los asientos de al lado me miraban porque no podía reprimir las carcajadas. Esta vez la lectura no ha sido por los aires sino en suelo semipropio, y no he podido resistirme a una narración in progress a los míos sobre los acontecimientos en Villa Verano —Summerville, dijo mi hija—, las solitarias parades —que tanto me suenan— en la puerta de la Facultad y las narraciones de Nemo, entreveradas de cogotazos al narrador benjamín. Como muestra de su buen criterio iniciático, diré que Miqui Otero ha evitado extenderse más de lo debido en los detalles de explotación y degeneración propios de los parques temáticos (tomo prestada la idea de Jamón Park para futuras recreaciones con la debida cita y referencia a su inventor), pues para eso ya teníamos al Saunders de Pastoralia y Guerracivilandia en ruinas. Para que luego digan de los jóvenes.

Miqui Otero (Foto: Alpha Decay)

Miqui Otero es un máquina con patillas y gafas de pasta y en la foto de la solapa lleva un polo con el anagrama de un pingüino. Ha tenido que echar la vista a un lado y hacia abajo para no reírse al mirar al pajarito, a la cámara. Le daría corte, supongo, que le hicieran un retrato descojonándose. En eso somos iguales, tío. Es mirar al objetivo y pensar en quiénes curiosearán después, adjetivando de mala manera, mi careto inmortalizado. Y si miro de frente y seguido, te encontrarás después con un tipo mortalmente serio y aburrido, más propio para hacer negocios y no, nada de eso es permisible: a las cámaras, que somos todos los de este otro lado, hay que hacerles el caso justo para que vean lo que nos hierve por dentro. Mejor bajar un poco el cuello, enfocar un metro hacia delante y a un lado y entonces, justo cuando la mecánica cuántica nos avisa del clic que ya ni se escucha, levantar una ceja y, sin decir patata, sonreír a la cámara. A nosotros.

José Luis Amores
http://bolmangani.blogspot.com

José Luis Amores

José Luis Amores (Málaga, 1968) es Licenciado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Málaga. Especializado en marketing, ha fundado varias compañías que después ha vendido a diversas multinacionales. En la actualidad ejerce su profesión como freelance. Ha sido colaborador de Diario Málaga y de la revista Papel Literario.

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