Víctor Gómez Pin | Foto: Glòria Solsona | CCCB

Gómez Pin: «La lucha más dura es contra el autoengaño”

El catedrático emérito de la UAB reflexiona sobre la inteligibilidad en el ensayo 'Tras la física. Arranque jónico y renacer cuántico de la filosofía'

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Víctor Gómez Pin | Foto: Glòria Solsona | CCCB

Víctor Gómez Pin se evadió de la España franquista y llegó a París en los sesenta del pasado siglo, sin papeles, motivado por los idearios de dignificación y emancipación humanas. Estudió filosofía en la Sorbona donde obtuvo el grado de Doctor de Estado con una tesis sobre el orden aristotélico. Allí aprendió el euskera, lengua que admira por haber logrado el “auténtico milagro de su supervivencia, aun siendo una lengua sin parientes”. Tras años de docencia en Francia, contribuyó a fundar el departamento de filosofía de la Universidad del País Vasco de la cual fue nombrado Doctor Honoris Causa en 2015. Desde hace tres décadas coordina el Congreso Internacional de Ontología que en la edición de 2020 reunirá en San Sebastián a científicos y humanistas, entre los cuales, como en cada edición, no faltarán figuras laureadas con el Nobel. Actualmente es Catedrático Emérito de la Universitat Autònoma de Barcelona de la que fue profesor durante numerosos años y acaba de publicar un libro –dedicado precisamente a sus alumnos– imprescindible en cualquier biblioteca: Tras la física. Arranque jónico y renacer cuántico de la filosofía (Abada Editores, 2019), una reflexión sobre los abismos de la inteligibilidad.

Para Aristóteles, la condición humana está definida por su deseo de lucidez. ¿Lo comparte?
Por supuesto. De lucidez, de simbolizar y de conocer.

¿Qué nos hace humanos?
Indiscutiblemente hablar. Hablar con un cuerpo en el sentido de que “el verbo es carne” y está sometido a la segunda ley de la termodinámica, es decir, a la finitud. Se me podrá objetar que hay máquinas que hablan, pero ni una de ellas lo hace de forma simbólica. En la actualidad hay máquinas que pueden rehacer, perfeccionar y enriquecer el formalismo matemático de la mecánica cuántica, pero ninguna de estas máquinas se interroga sobre las aporías que surgen de la cuántica, o al menos no lo hacen con la acuidad propia de los humanos. Ninguna puede sustituir la función simbólica que desde Homero a Lorca hemos recibido. Otra cuestión es si podrá hacerlo. Si llega a suceder que una máquina conmueva o nos conmueva con metáforas, entonces nos habremos trascendido a nosotros mismos, diríamos que hemos creado algo análogo a nosotros. Pero en todo caso sería un producto nuestro, sería una prueba de la singularidad humana. Se me podrá objetar también que hay animales que se comunican con un código de señales. Pues bien, lo prodigioso del lenguaje humano es precisamente que como código de señales no vale, está lleno de equívocos. De hecho, nos construimos toda clase de parapetos para protegernos de los equívocos del lenguaje, desde los códigos de la señalización a las reglas formales de la lógica… Una abeja no tiene que protegerse de su código de señales, que es de gran perfección y precisión, pero no hace más que transmitir y recibir información.

¿Qué me dice de los sueños?
Es la prueba de que el lenguaje humano funciona por sí mismo y no obedece a los seres. Gran parte del funcionamiento lingüístico tiene lugar en los sueños. Y los sueños no los controla nadie, ni uno mismo, ni desde fuera. Hay sueños que tienen la arquitectura casi cinematográfica de un gran guion, y no hace falta ser Orson Welles. La producción la de los sueños es magnífica, ¡cuántas veces nos sorprendemos pensando “eso está en mí pero no soy yo”! A mí me impresiona muchísimo la calidad cinematográfica de los guiones del sueño, y eso lo tiene cualquiera, eso se da en el lenguaje, que produce cosas así. Sorprende la precisión y acuidad de las construcciones oníricas y éstas no tienen nada que ver con la voluntad de informar propia de los códigos de señales.

El autoengaño es también muy humano.
Contra él lucho Descartes, quien buscó a través de su método algo verídico en lo que apoyarse, en lo que sustentase, algo que tuviera carácter apodíctico y por tanto concluyente, indiferente a la vigilia y al sueño, una verdad indiscutible y apolítica. Descartes pone en juicio las convicciones más enraizadas, ya  sean de orden científico o moral, a cada una le opone una razón para cuestionar. Cree que hay verdades como la geometría euclidiana, pero encuentra también razones para dudar de ella. Pone sumo cuidado en no creer ninguna falsedad y antepone un espíritu crítico contra las malas artes de lo que él llama el gran engañador que aplica toda su industria en engañarle: es un Dios todopoderoso epistemológico y Descartes una suerte de cornudo del conocimiento. Finalmente, llega a una única afirmación posible: el pensar. En este no querer ser engañado surge la frase: Je pense donc Je suis. Es decir, en el momento álgido de su discurso, lo único que tiene claro es que es un “yo que piensa”. Un “yo” transitivo Je, nada que ver con el intransitivo moi, que es un “yo” estéril construido sobre falsas querellas. El transitivo Je de Descartes sugiere que el pensar no es al ego, sino que el pensar es intrínseca y necesariamente transitivo, tensado, dialéctico y creador: “Soy algo que piensa, y por tanto que duda, entiende, afirma, niega, quiere y no quiere, imagina y siente”. Y en este “Je pensé / yo pienso”, Descartes encuentra una cosa de la que no puede en absoluto dudar: que en todo momento tiene la cabeza llena de ideas.

Romper con el engaño requiere grandes esfuerzos.
La lucha más dura que existe es la lucha constante y permanente contra nuestra capacidad de autoengaño, que pasa por muchas modalidades: la pereza, la evasión, la inercia, la costumbre, el buscar algo que facilite la no confrontación. Por el contrario, simbolizar y conocer es la modalidad que nos lleva a realizar la condición humana. El símbolo, llamémosle metáfora o fórmula, nunca es una distracción, es la lucha de uno contra el engaño.

Víctor Gómez Pin en su estudio | Foto: Berta Ares, 2019

Recientemente ha participado en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) con una conferencia sobre el destino filosófico de la física cuántica. ¿Qué aporta la cuántica a la filosofía?
A mi juicio, uno de los intereses primordiales de la filosofía hoy es saber si hay una interpretación de la mecánica cuántica compatible con la idea clásica de naturaleza. Otras ciencias como la genética o la inteligencia artificial pueden llegar a tener más trascendencia; pero, para mí, el interés de la mecánica cuántica reside en que, por primera vez en la historia del pensamiento, hay una teoría estrictamente científica que cuestiona, según el propio Einstein hizo, las categorías con las cuales se puede pensar la ciencia y pensar el mundo. Este es el interés metafísico de la física cuántica.

¿De qué categorías estamos hablando?
La localidad, la continuidad, la individualidad, la causalidad, el determinismo. Cada vez que la física cuántica muestra en la naturaleza que ciertas partículas no responden a estos principios, está poniendo en cuestión los principios mismos de inteligibilidad del orden natural. Por eso, la mecánica cuántica no se entiende; precisamente porque pone en cuestión los principios de legibilidad, es decir, principios sobre los que reposa la intelección. Entonces, ¿cuál es el mensaje de la mecánica cuántica?: La naturaleza no es lo que parece.

Nos coloca frente a un abismo.
Y cada vez que se desvanece la inteligibilidad y se renuncia a la intelección lo que surge es la esperanza de infinitud, de que no funcione el segundo principio de la termodinámica, que es la muerte. Yo soy muy desconfiado de la termodinámica como soporte del principio de esperanza, y al contrario, encuentro la mecánica cuántica suficientemente fascinante como para que me entusiasme sin necesidad de buscar la salvación. Simbolizar y conocer fertilizan el alma, pero no la salvan.

¿El conocimiento tiene límites?
Parecía que tenía. Aristóteles lo decía: “hay que saber lo que se puede preguntar y lo que no se puede preguntar”. Pero ahora estamos en los abismos. Nadie ha formulado, por ejemplo, un principio sustitutivo de la categoría de localidad. Hay quien habla de la no-localidad, pero entonces está basado en la localidad. Lo mismo en referencia a la individualidad. Todo esto para la filosofía es una perspectiva gigantesca. Los filósofos de la tradición estarían ahora mismo todos encerrados y fascinados con la mecánica cuántica. Obviamente la cuántica es una promesa extraordinaria, es un reto absoluto para el conocimiento. Pero, por otro lado, más allá del conocimiento, hay también un aspecto emocional.

El precio de la lucidez.
La filosofía ha sido siempre una praxis. El hecho de mantener el objetivo aún en la dificultad de condiciones, fertiliza, da fuerzas. No libera de las cadenas objetivas, como se dice a veces que pretendían los estoicos, pero muestran lo insoportables que son. Hoy en día la filosofía no está atravesando un mal momento, precisamente porque nunca lo tuvo bueno y esta es la tesis de mi siguiente libro, en la que muestro que, a lo largo de siglos, muchas grandes figuras de la filosofía tuvieron un triste final: decapitaciones, suicidios, muertes, depresiones… Pero mientras vivieron no renunciaron a la lucidez.

Gómez Pin en sus años parisinos | Foto cedida por el autor

El mismo año que Semprún abandonaba el partido comunista, Víctor Gómez Pin (1944), entraba de la mano de Manolo Ballesteros. Luego se hizo del PSUC, al que todavía paga la cuota de militante por fidelidad a su juventud. “Toda la energía espiritual del mundo depositó su confianza en la Revolución de Octubre”, me explica, “y su fracaso es una gran tragedia, hasta el punto de que hoy casi nadie ve factible ni siquiera la aproximación lejana a los idearios de dignificación de la humanidad”. “No hay ninguna perspectiva racional de emancipación conforme a las exigencias de la dignidad humana, entonces, evidentemente, triunfa la huida, la distracción. La humanidad está ahora confrontada de forma feroz, y más aún que hace cincuenta años, a la alternativa entre un trabajo embrutecedor y un ocio más embrutecedor que el propio trabajo”. Muy alejada por tanto del ideario aristotélico de que cada ser humano tenga la posibilidad de cumplir ese deseo de lucidez que está en nuestra naturaleza y de que no hay felicidad sin realización. “Soy escéptico en política”, me explica, “pero como mínimo, no se debería contribuir a una acentuación del embrutecimiento y de la alienación. Ante la aparición de políticos como Salvini tienes que protestar”.

¿Cómo se explica el estalinismo?
El estalinismo surge como síntoma de ocultación de la derrota. Eso le ha pasado a muchos grandísimos proyectos de emancipación de la condición humana. Eso obviamente hace a uno más escéptico. Nadie que estuviera en los años 60 y 70 en el partido comunista ignoraba lo sucedido con Stalin. ¿Significa esto que éramos estalinistas? No. Nunca he sido tan escéptico como ahora con respecto a las posibilidades de emancipación social. Y por otra parte, creo que el objetivo del ser humano es el de garantizar las condiciones materiales que lo posibiliten. El ser humano es el único animal para el cual la vida no es la única variable, no es el objetivo del ser humano vivir, sino vivir decentemente, por eso la lucha por la dignidad. Los que se oponen a ello cometen la cobardía de no considerar o de olvidar que el objetivo de los seres del lenguaje es vivir decentemente, y no solo vivir, eso lo hace una ameba.

Al finalizar la conversación, Gómez Pin me recomienda leer a Annie Ernaux, que este año 2019 recibe el Premio Formentor del cual él ha sido jurado: “Aunque sus estilos y objetivos sean muy diferentes coincide con Proust, quien estaba convencido de que el humillado arrastra su humillación toda su existencia. Por más que supere las condiciones sociales de las que procede, aquel que ha sido humillado en razón de su lengua, raza, o condición social, aquel que vive en condiciones de humillación, la arrastra toda su existencia”.

Berta Ares Yáñez

Periodista e investigadora cultural. Doctora en Humanidades. Alma Mater: Universidad Pompeu Fabra.

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