Gonzalo Díez: «Nuestras democracias son un Jano ambiguo»

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Luis Gonzalo Díez | Foto: Mario S. Arsenal
Luis Gonzalo Díez | Foto: Mario S. Arsenal

Además de doctor en Ciencias de la Información, es licenciado en Ciencias Políticas. Como ensayista ha publicado diversos títulos como Anatomía del intelectual reaccionario: Joseph de Maistre, Vilfredo Pareto y Carl Schmitt (Biblioteca Nueva, 2007) o Los convencionalismos del sentimiento (Galaxia Gutenberg, 2009). En su faceta poética ha dado a luz poemarios como Pájaros del azar (Fundación Jorge Guillén, 1998) y el reciente Los peces del páramo (La Página, 2013). El caso es que todavía tiene tiempo para atender su labor docente como profesor de Historia del Pensamiento en la Universidad Francisco de Vitoria y a nosotros nos atiende con motivo de su nuevo libro La barbarie de la virtud (Galaxia Gutenberg, 2014), ensayo que pretende dibujar un lienzo histórico de las mentalidades que han gobernado Europa y el mundo durante estos últimos dos siglos. Sin perder un solo segundo, este es el resultado de una conversación política con un humanista.

Galaxia Gutenberg
Galaxia Gutenberg

En el capítulo “El riesgo político de la felicidad” el liberal francés Benjamin Constant se muestra desconfiado y opina que el mundo moderno, apoyado en la representatividad, el pluralismo, el comercio y un tipo de hedonismo particular, está amenazado precisamente por estos factores. ¿Deberíamos volver a la no diferenciación entre lo público y lo privado, propia de los antiguos, para retornar al sentido político del individuo?
No, porque eso sería renunciar a una forma de libertad, la moderna, que ampara nuestros derechos individuales en nombre de un ideal de virtud cívico, austero y frugal que exigiría renuncias y sacrificios inasumibles al hombre actual. Otra cosa sería hallar la forma de equilibrar la libertad moderna con una mayor conciencia y participación políticas. Mas cómo establecer ese punto de equilibrio, a mí, me supera.

Después de la visión desencantada (pero algo profética) del pensador alemán Max Weber, en la que se señala la fragmentación ética de la sociedad y se apela al individualismo, ¿cuál sería el modo de volver a ciencia y religión como parte de ese mundo que se funda en la batalla del individuo dentro de su corazón? Formulado de otra manera: ¿podemos plantearnos la vida desde esa lucha individual o ya no podemos desligarnos de las sociedades colectivas?
Creo que el conflicto de valores descrito por Weber sigue abierto en el corazón de cada hombre. Y la necesidad de elegir entre valores muchas veces irreconciliables, aunque yo no la plantearía de manera tan agónica como Weber, sigue siendo un acto fundamental de responsabilidad moral.

Creo que “Progreso y religión” queda muy bien resumido por la idea de Hume por la cual la ruptura con el vínculo de la sociedad moderna queda a merced de la acción especulativa de la clase media. ¿Sería capaz de ajustarse esta propuesta de Hume al difícil siglo XXI?
Hume analizó proféticamente la deriva desestabilizadora de una deuda pública en expansión y el surgimiento de una clase de especuladores que podía llegar a arruinar los fundamentos morales de lo que, en su época, se llamó sociedad comercial y que nosotros denominamos sociedad capitalista. Este profetismo ilustrado sirve para entender que liberales como Hume tenían una visión compleja de las pasiones humanas desatadas por el progreso. Es decir, que, para ellos, en las condiciones modernas, el hombre seguía siendo una criatura fantasiosa y supersticiosa capaz de enloquecer con novedades tan peligrosas como lo que nosotros hoy denominaríamos especulación financiera.

Ya que haces referencia obligada a la Revolución Francesa en “Revolución y malestar”, solventaré la pregunta de manera directa. ¿Tenemos una idea sobrevalorada de ella o, por el contrario, no hemos conseguido todavía ofrecer justicia a este acontecimiento tan decisivo?
La Revolución Francesa es un acontecimiento central en la cultura política contemporánea, que inaugura la moderna guerra ideológica y convierte al intelectual político en un ideólogo. En el libro, la abordo en este sentido, como fundamento histórico y cultural de un nuevo paradigma político donde la ideología, con sus luces y sus sombras, se convierte en el necesario peaje para organizar la nueva sociedad.

Jano (Museo Vaticano) | Foto: WikiMedia
Jano (Museo Vaticano) | Foto: WikiMedia

En otro capítulo mencionas expresamente a Safranski, uno de los mayores ensayistas alemanes de estas últimas décadas, a propósito de la biografía que le dedicó a Schopenhauer en 1987 con el subtítulo de Los años salvajes de la filosofía [Tusquets, 2011]. Esto te sirve para hacer comparecer a Edmund Burke, conocido no tanto por su faceta política sino estética, y Alexis de Toqueville como referentes intelectuales que coquetearon con la inminente democracia como posibilidad política factible. ¿Las democracias actuales son herederas de aquellas monarquías absolutistas del XIX o, al revés, siguen siendo monarquías absolutas?
Creo que nuestras democracias, por su compleja historia ideológica, por los debates que las rodearon desde la Revolución Francesa en adelante, son como un Jano ambiguo y contradictorio. Es difícil calificarlas porque, frente a la democracia legal, hay muchas democracias imaginadas según la ideología, los valores e incluso los sentimientos de cada cual. Yo me atrevería a distinguir dos tipos, entre los muchos posibles: la democracia revolucionaria y maximalista basada en una idea transformadora de la sociedad establecida y activista de la política, y la democracia ilustrada basada en la renuncia al maximalismo y defensora del pragmatismo y la negociación como pautas de una acción política prudente en un mundo pluralista.

Posiblemente “El mito de la dialéctica de la Ilustración” sea a nuestro juicio el capítulo más sugerente de todo el libro, un epígrafe capaz de hacer desfilar a una nómina de personajes realmente abrumadora como Kafka, René Girard, Tony Judt, Antonio Gamoneda, Guillermo de Ockham, Horkheimer, Adorno, Aristóteles, Hobbes, Diderot, Robert Hughes, Rousseau, Foucault, Herder o Nietzsche. Entre otras cosas dices que el siglo XX enterró numerosos pasados: “Lidiar con el XX es lidiar con máscaras y fantasmas que no siempre despiden un olor agradable”. Utilizamos términos indefinidos como posmodernidad o posindustrialismo para referirnos a la vacuidad y, sin embargo, seguimos pensando que todo es nuevo. ¿Ciertamente todo lo sólido se disuelve en el aire, como decía Marx?
Este es un punto muy importante, a mi juicio. Sospecho que el término de referencia para seguir entendiendo muchas cosas del presente sigue siendo el de modernidad más que el de posmodernidad. Es más, como otros autores, pienso que la posmodernidad no es sino otra modernidad, el viejo intento, repetido una y otra vez, de dejar atrás lo que una vez fue nuevo en nombre de una novedad aún más radical. Pero esta estructura de cambio es la que autores clásicos de la modernidad como Marx o Baudelaire ya atisbaron en el XIX. En fin, resulta difícil prescindir de los gigantes intelectuales a cuyos hombros aún seguimos contemplando nuestra realidad, aunque mucha veces sin saberlo.

¿La política dejará de ser totalitaria cuando deje de ser intelectualizada? ¿Crees que vivimos en un siglo de histeria donde, lejos ya de manifestar un comportamiento hiperliberal en todas las facetas de nuestras vidas, sucumbimos ante la moral y nos escandalizamos ridículamente cuando utilizamos ciertas palabras?
Bueno, qué decir sobre esto… El exceso de intelectualismo y moralismo es un tóxico político de primera magnitud que envenenó muchas cabezas en el siglo XX. Hoy no vivimos tiempos de barbarie de la virtud como los vividos en los años treinta del XX, pero creo que, muchas veces, nos dejamos deslumbrar por las palabras y no llegamos a entender los acontecimientos, fenómenos y procesos que las nombran. También creo que, en la realidad actual, hay un fondo de puritanismo político, que tiene mucho de hipocresía, contra cuyo carácter políticamente correcto resulta difícil luchar por el brillo inatacable de las palabras en que se escuda. Muchas veces, el arte intelectual consiste en, como dice Aurelio Arteta en un libro magnífico, desmontar tantos tontos tópicos.

 Si hablamos de conocimiento y memoria, te planteo un cuadro desolador. El siglo XXI. ¿Somos hoy producto de la sociedad de masas o de la historia que nos precede? Y en ese caso, ¿estamos perdiendo el hábito saludable de recordar lo que somos?
La memoria, la historia, palabras tan cercanas, tan hermosas, pero políticamente tan diferentes. Soy de los que piensa que, en el debate público, convendría separarlas con claridad para evitar confusiones. Dejemos la memoria a cada cual y exploremos la historia más allá de la memoria para que el conocimiento de la realidad no se vea salpicado por el inevitable subjetivismo de los recuerdos. Creo que la sociedad actual posee memoria en la medida en que la poseen los individuos que la constituyen, pero su desprecio de la historia ha creado el equívoco, políticamente peligroso, de identificar o, peor, sustituir la historia por la memoria. Es un ejemplo más de cómo el juicio político pasa hoy por mero desahogo sentimental o emocional. Hay que recuperar aquello de lo que hablaban los clásicos, el sentido de la realidad o naturaleza de las cosas. Es decir, aquello que existe más allá de nosotros, aunque con nosotros dentro. Por ejemplo, la historia.

Para ir cerrando este libro tan reflexivo y enjundioso, ¿qué destacarías de él por encima de todo? ¿En qué medida crees que puede resultarle útil a nuestros lectores? ¿Cuál es su razón de ser?
Ensayar un modo de aproximación a la realidad desde ideas, argumentos y lenguajes diferentes de los que dan el tono del día a día político-mediático. Reflexionar sobre cómo una parte fundamental de nuestra realidad sedimenta en palabras, viejas palabras donde se halla una parte fundamental de lo que nos constituye políticamente. El libro es un viaje por el paisaje descrito por esas palabras que autores irrepetibles pronunciaron en forma de trifulcas, debates, aspiraciones, desencuentros, malestar y utopías. Toda una diversidad de registros y actitudes que, más incluso que las palabras en que se vuelcan, revelan el sustrato profundo de nuestra cultura política. Espero, sobre todo, que el libro permita entender al lector que existe una vía desprejuiciada y apasionada al mismo tiempo para hablar de la política.

A partir de aquí y después de haber charlado sobre La barbarie de la virtud, tengo que hacerte cuatro o cinco preguntas breves que siempre formulo a mis entrevistados porque nuestros lectores son ávidos devoradores de palabras y sé que estarán muy agradecidos por ello. La primera: ¿cuál es tu libro de cabecera? Uno al que acudas en caso de desorientación vital o intelectual.
Cualquiera de Joseph Roth. La cripta de los capuchinos, por ejemplo.

Un narrador por excelencia.
Cervantes, Tolstoi, Stendhal… ¿Soy original, verdad?

Tus películas favoritas.
La noche del cazador, de Charles Laughton, o El espíritu de la colmena, de Víctor Erice.

Un poeta predilecto. O varios.
Hölderlin, Rilke, Antonio Gamoneda, José Ángel Valente.

La última exposición que has tenido oportunidad de visitar.
Aunque voy muy poco a exposiciones, la monográfica de Camille Pissarro, este verano en el Museo Thyssen.

¿Coleccionas algo? Y en caso afirmativo, ¿qué cosas?
Nada de nada, salvo los dibujos de mis dos hijos donde dicen que soy “el mejor papá”.

Mario S. Arsenal

Mario S. Arsenal (Madrid, 1984) es poeta, crítico de arte y literatura. Licenciado en Historia del Arte e investigador en la Universidad Complutense de Madrid, su ambición por la cultura le ha convertido en un candidato versátil para abarcar distintas facetas de las artes y las letras. Colabora para distintos medios culturales y ha publicado estudios y artículos científicos en revistas nacionales e internacionales. A día de hoy prosigue con sus investigaciones en estudios transversales sobre pintura de la Edad Moderna, centrados éstos en el Renacimiento italiano. Su obra poética se mantiene inédita hasta el momento.

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