Miguel Ángel Hernández | Foto cedida por el autor

Hernández: «Escribir es arriesgarse, quizá a fracasar»

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Miguel Ángel Hernández | Foto cedida por el autor
Miguel Ángel Hernández | Foto cedida por el autor

Quedó finalista del Premio Herralde con su primera novela, Intento de escapada; ahora, en el 2015, Miguel Ángel Hernández vuelve a ser finalista del Herralde con su segunda obra narrativa: El instante de peligro, una novela en la que reflexiona acerca del pasado y su pregnancia en el presente, acerca del olvido y su imposibilidad y, sobre todo, acerca de la escritura y su proceso. Walter Benjamin vuelve a estar presente en la obra de este profesor de arte de la Universidad de Murcia y ensayista; Benjamin se convierte en referencia y, a la vez, en eje temático en torno al cual Hernández construye una brillante novela que se apropia, jugando, de los géneros literarios, mezclándolos y dificultando su inscripción un uno solo de ellos.

El título, El instante de peligro, apela directamente a una frase de Walter Benjamin y, en concreto, a su definición de historiador («ejercer de historiador significa apoderarse de un recuerdo en el instante del peligro»). ¿Equiparas la labor de escritor, protagonista además de la novela, con la de historiador?
En cierto modo. En primer lugar, lo más evidente: ambos son productores de textos. El novelista y el historiador tienen en común que desarrollan su tarea leyendo y escribiendo. Y produciendo textos que tienen mucho de construcción narrativa. Pero lo que realmente me interesa de ambos –y creo que en la novela está presente esa visión– es que producen un rescate del pasado antes de que desaparezca para la siempre. La escritura aparece como una herramienta para desenterrar aquello que está a punto de olvidarse. Aquello que se desvanecerá si uno no logra atraparlo, en un “instante de peligro”.

Sin embargo, algunos podrían decir que aquello que separa y diferencia al historiador del escritor es que el primero busca los hechos, mientras que el otro no los necesita o los debe olvidar, como sucede en tu novela.
Depende de qué tipo de historia se quiera escribir. Los hechos es algo que también es muy problemático. Buscar la verdad absoluta, el punto de vista objetivo, neutral, dar cuenta del pasado con autoridad… esa es la visión de cierta historia, sí, pero no de toda. Cada vez más los historiadores se dan cuenta de que escribir historia es construir los hechos –una visión de ellos– no reconstruirlos tal y como fueron. La clave creo que está aquí, en saber que la historia se crea en el presente. Es cosa del presente. Es una performance. Igual que la escritura. Una manera de producir realidad a través de las palabras. No es que el escritor tenga que olvidar para escribir –aunque decía Lacan que ser no es más que olvidar–, pero sí ser consciente de la potencia del olvido, de cómo actúa en los recuerdos y de cómo se abalanza sobre la memoria.

Hablas de que los historiadores se han dado cuenta de que escribir historia es construir los hechos. Esto implica una equiparación de la historiografía con la ficción y una puesta en cuestión del estatuto de ciencia y de hechos objetivables.
En cierta manera, sí. Dentro de la historia hay una tendencia ya arraigada que es consciente de la relación entre historia y ficción, o mejor, entre historia y narrativa. Toda historia es la narración de los hechos. Algunos historiadores como Hayden White han observado eso con mucha solvencia. No se trata tanto de cuestionar el estatuto de ciencia, como de ser conscientes de que no hay otro modo de dar cuenta de la historia. Toda escritura es una narración. Y además está sujeta a códigos, normas, tropos, figuras y estructuras ya instauradas sobre las uno trabaja muchas veces de modo inconsciente. Por supuesto, detrás de todo hay una ética de la objetividad, una tendencia, un intento de ser responsable con los hechos, pero poco más de eso se puede hacer.

Anagrama
Anagrama

El instante de peligro es el instante en el que todo puede perderse y, como tú mismo señalabas en la anterior pregunta, en la novela la escritura se convierte en el modo de rescate de aquello que se pierde.
Sin duda. La escritura es la fijación de algo que de lo contrario desaparecería. Es la materialización de ideas, deseos, miedos, posibilidades… Pero también es la construcción de un mundo. Pienso en la escritura no sólo como un medio transparente de trasposición de lo real, sino como una herramienta de producción de realidad. De algún modo, lo que se escribe es una huella de lo real (de eso que se va a perder), pero también tiene una entidad por sí misma.

Además, propones la escritura como fijación en oposición a las imágenes que la protagonista borra y que se borran con el tiempo.
Sí, el texto, la historia que cuenta-inventa-recuerda Martín, es lo que va a quedar de las imágenes. La relación entre las imágenes y los textos me parece fundamental aquí. En la imagen está todo. La imagen piensa, es cierto. Pero también es ambigua. Necesita, como decía Benjamin, un pie de foto, una historia, un texto que la traiga de nuevo a la comprensibilidad. Lo que intenta Martín es eso, dar sentido –“un sentido”, no “el sentido”– a aquello que ve y que no entiende. El texto es, pues, la fijación de un significado posible, pero nunca vale del todo por la imagen, simplemente la inserta en un contexto temporal, la dota de un significado en un momento o en unas circunstancias. Es un anclaje temporal y afectivo.

Te refieres a la escritura como construcción de mundos y me interesa preguntarte acerca de la oposición que ya proponías en Intento de escapada y que aquí se hace más evidente: entre el ensayo y la escritura de creación. Martín repite en más de una ocasión que el ensayismo y la escritura académica no le son suficiente, necesita la ficción.
Es cierto. El instante de peligro es una continuación del sentido de escritura que proponía en Intento de escapada: la necesidad de la novela como forma (en la que todo cabe), la ficción como salida de realidad absoluta (los hechos, de los que parte el historiador del arte) y la narrativa como modo de contar más allá de la exposición sistemática de los hechos. Como Martín, yo también necesito la ficción para trabajar con lo posible, para especular con el “qué pasaría sí…”, y también para trabajar con la experiencia y las emociones. Con la mezcla de voces no siempre autoritarias, en las que hay algo de verdad, pero no toda. Un ensayo es una voz que conoce desde el principio su verdad. Una novela es un cúmulo de voces que se mezclan entre sí. El conocimiento que sale de ahí es diferente. Pero muy necesario.

La apuesta por la escritura, en concreto, por la escritura de ficción, por delante de la imagen y el ensayo se ve aparentemente refrenada por la imposibilidad propia de la escritura, que el protagonista va postergando sin llegar a ella.
Más que la imposibilidad de la escritura es la imposibilidad de una forma concreta de escritura. La imposibilidad del libro. Martín escribe desde un principio. Describe las imágenes, luego construye la historia… prueba una y otra vez. Sí escribe, lo que no sabe es si eso que escribe es realmente lo que quiere escribir. Más que imposibilidad, yo hablaría de fracaso. De fracasar una y otra vez.

En relación al fracaso, Fresán sostiene que “el estilo es la consecuencia de una sucesión de fracasos que terminan armando algo que puede ser un éxito”. ¿La escritura es una forma de fracaso?
Podría ser. Desde luego, es una forma de riesgo. Escribir es arriesgarse. Quizá arriesgarse a fracasar. Y buscar el estilo es también arriesgarse. Creo que es algo que si se busca acaba pareciendo impostado. El estilo, al final, es la forma que sientes como natural de hacer las cosas. Por supuesto, esa naturalidad está construida. A través de lecturas, de aspiraciones, de imaginarios…, pero es cierto que entre todo eso se forma poco a poco lo que uno puede considerar como estilo, el modo “personal” de hacer las cosas.

El fracaso en Martín se enlaza además con el dilema acerca de si conocer la historia acerca de la que debe escribir o si escribir desde la ignorancia.
Efectivamente, esto enlaza también con la cuestión del fracaso. Martín escribe desde la ignorancia, desde el no-saber exactamente qué es lo que tiene delante de sus ojos. Así que lo que va haciendo es descubrir poco a poco esa historia a través de pequeños fracasos o equívocos, de vías muertas que no llegan al final a ninguna parte, de especulaciones… La cuestión de contar sin saber en lugar de contar desde la autoridad del conocimiento es algo que me interesaba poner en juego desde el principio. Pero sobre todo dejarlo claro para mostrar el proceso de escritura de la novela, que para mí es fundamental ahí, la referencia al propio hacerse del libro final. Los caminos desviados, los pequeños fracasos… que al final son integrados como partes constituyentes del libro.

En cierta manera, y repensando a Fresán y en concreto a La parte inventada, ¿podríamos decir que El instante de peligro es también una novela acerca del proceso de escritura?
Sin duda. En ese sentido, creo que de quien más próxima está es de Javier Cercas. Como en sus libros –pero también sucede en los de Auster, o en Vila-Matas– hay una continua alusión a la configuración de aquello que se va leyendo. El escritor está escribiendo un libro. Y el lector lo sabe desde el principio: lo que está leyendo no es la historia en sí, pura y destilada, sino que lo que está leyendo es el libro que cuenta la historia. La diferencia es sutil, pero existe. Y el lector imagina el libro siendo escrito. Imagina el proceso. El escritor muestra en todo momento lo que hay detrás de aquello que el lector está leyendo. Alude al trabajo, al proceso, introduce al escritor –y todo lo que esto conlleva– como mancha dentro de la historia, en cierto modo, como sombra. En el caso de El instante de peligro, esa introducción de la mancha de la escritura es una introducción de segundo grado. No soy yo, Miguel Ángel Hernández, el que cuenta como está escribiendo el libro, sino que es Martín, el protagonista –que tiene mucho que ver conmigo, pero que no coincide del todo–, el que cuenta el proceso. El narrador es un escritor que está en la historia y al mismo tiempo tiende puentes hacia el afuera, hacia el autor.

El lector no lee la historia en sí misma, sino que lee el proceso. Esta idea de proceso y de asistir a algo que está fuera me remite también al género de la performance en ámbito artístico y a la performance con la que finalizabas, tu anterior novela, Intento de escapada.
Sin duda, la idea de proceso es esencial en la práctica artística. Fue, por ejemplo, la clave de gran parte de las transformaciones del arte desde los sesenta (el mismo ámbito, por cierto, en el que se producen las películas de la novela). Los artistas entendieron que lo realmente importante era la experiencia del hacer, más que la obra finalizada. Y que era necesario dejar huellas de ese hacer, de esa configuración de la obra. Pero, por supuesto, la cuestión del proceso es esencial en la performance, que es puro tiempo real en movimiento. Lo que queda de la performance son restos de una acción. Pero lo importante es la acción en sí, el modo en que el tiempo y la experiencia se intensifican.

En la entrevista que te realiza Nuria Azancot, decías que “la novela podría leerse como un comentario afectivo a las tesis sobre la historia” de Walter Benjamin, autor al que has dedicado un ensayo. ¿Qué encuentras en Benjamin para configurar tu mundo narrativo?
Decía eso porque creo que, al menos para mí, es cierto. He trabajado sobre Benjamin desde un punto de vista académico en otros textos, pero siempre ha ejercido en mí una fascinación que va más allá. Sus conceptos, sus intuiciones, e incluso su prosa se han situado para mí en un registro emocional. Incluso en el modo de experimentar, de percibir lo que me rodea, siento que Benjamin me alude. Y quería trabajar esos conceptos a un nivel afectivo para comprobar como esas tesis poéticas sobre el recuerdo, la memoria, la actualización del pasado… funcionan también en el ámbito de las emociones.

En El instante de peligro yo veo también ecos de la teoría del fragmento de El libro de los pasajes.
Es cierto, el Libro de los pasajes también está muy presente. Sobre todo las ideas sobre el coleccionismo, la exposición material del pasado y el uso de lo que él llamaba “restos de historia”. Sin duda, lo más benjaminiano ahí es el trabajo de Anna Morelli –en realidad, el trabajo de la artista real Tatiana Abellán–, que, como un “trapero”, utiliza fotografías encontradas que ya nadie recuerda y las trae de nuevo a la vida, aunque para hacerlo, curiosamente, tenga que destruirlas –una operación, por cierto, también muy benjaminiana. Y por último, se podría decir que la novela es en última instancia benjaminiana en el modo en el que los diferentes tiempos se articulan. Esto, que confieso que es lo que más me ha costado hacer, intentar en el fondo acercarse a lo que Benjamin llamó “constelación”: momentos diferentes del pasado –como los tiempos de las estrellas que vemos en el cielo, cuya luz llega al mismo tiempo a nosotros a pesar de en ocasiones algunas de esas estrellas ya se encuentren desaparecidas– que se aparecen en en el presente, todos a la vez, afectándose mutuamente y creando una imagen.

Una imagen dialéctica, podríamos decir…
En cierta manera, El instante de peligro quiere mostrar cómo esas ideas configuran también el modo de sentir. Nuestras emociones también se construyen a la manera de una constelación, con pasados que se abalanzan sobre el presente y presentes que giran sobre sí mismos. Interpretar las emociones –dar sentido a ese magma de tiempos en contacto– tiene, por tanto, mucho que ver con esa figura a la que Benjamin aludía: “saber leer el porvenir en las estrellas”.

Los dos libros de Benjamin mencionados dialogan, en parte a través de la figura del historiador, figura a la que se superpone o la figura del detective, del flâneur y la de poeta/autor. ¿Cuánto de todo ello hay en Martín Torres, el protagonista?
Creo que Martín es un poco todo eso. La tarea de historiador del arte está en el intento de recomponer una historia para las películas encontradas. Para ello actúa como un detective. “Investiga”. El método del historiador y el del detective tienen mucho que ver. Siempre pienso en el magnífico texto de Carlo Ginzburg sobre sobre Morelli, Freud y Sherlock Holmes. Da en la clave de esa relación íntima. Martín, por supuesto, también es un flâneur. Sus paseos por el pueblo, por el museo, por su propio pasado, aparecen como estrategias de pensamiento. Y todo ello se combina en el deseo de escritura de Martín, que no cesa de querer ser un escritor, por encima de cualquier cosa.

Tanto Intento de escapada como El instante de peligro pueden leerse como dos novelas que juegan con el género de la autoficción, con la diferencia, al menos en el caso de Martín, de que tú ya eres escritor
Es cierto. Ambas novelas tratan constantemente de confundir realidad y ficción. Más que autoficción yo lo llamaría, según la denominación de Pozuelo Yvancos, “figuraciones del yo”. Hay algo del escritor real que está puesto en juego en la narración, pero el escritor real nunca coincide del todo con el narrador. Hay experiencias comunes y alusiones a realidades semejantes, pero nunca hay un solapamiento real. El juego entre la novela y la realidad se da también a muchos otros niveles, y no sólo en el de la autoría. La artista Anna Morelli es ficticia, pero algunas de sus obras son reales –incluso de algunas hay imágenes–. Los artistas que aparecen en la novela, Jackson MacLow, por ejemplo, también son reales, y sus obras. O los artistas de los hablan los becarios del Clark. Lo que me interesa es confundir registros para introducir la incertidumbre. Lo he dicho en alguna otra entrevista y creo que es una de las claves de lo que escribo: la producción de incertidumbre. Me interesa que el lector acabe la novela preguntándose cómo se conecta todo, y que él mismo establezca conexiones entre realidad y ficción. Esa es la verdadera potencia de la ficción, pienso, cuando es susceptible, por un lado, de ser confundida con lo real y, por otro, cuando es capaz de atraer hacia ella, como una especie de succionador, la propia realidad y convertirla en ficción.

Martín elige la escritura despidiéndose, descreído, del mundo académico. Tú combinas la escritura literaria con la docencia y la vida universitaria. ¿No tienes, como Martín ese descreimiento hacia la institución universitaria o es que la escritura se ha convertido en tu vía de escape?
Algo de eso hay, sí. De un tiempo a esta parte vivimos en una burocratización de la enseñanza en la que uno acaba perdiendo la ilusión que debería mover al investigador o al profesor: la búsqueda del conocimiento. A finales del año, el profesor universitario no se preocupes por que ha aprendido o por lo que ha hecho avanzar el conocimiento, sino por los ítems que van a contar para el currículum. Una acaba pervirtiendo lo que hace en función de lo que debe hacer. El sistema, las reglas del sistema, acaban coartando la posibilidad del conocimiento real, apasionado, y todos nos convertimos en autómatas que vamos completando unos movimientos previamente fijados. A mí eso me mata. Lo que me da la vida es lo otro, la escritura literaria, la narrativa, la ficción, que es el ámbito en el que he descubierto que siga viva la pasión, las ganas continuas de leer y escribir, de explorar lo que no se conoce y sobre todo de hacerlo desde un lugar diferente, más libre, menos encorsetado, aunque sepa, en el fondo, como Martín, que a la academia no le interesa nada de eso, que para mi currículum ni una sola línea de mis novelas cuenta para nada. Y, sin embargo, para mí, nada hay más importante que eso.

Anna Maria Iglesia

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura

y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la

UB. Es colaboradora habitaual de Panfleto Calidoscopio, ha publicado breves ensayos

en la Revista Forma de la UPF y reseñas en 452f. También ha publicado artículos en El

núvol o Barcelona Review.

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