Yo vengo a ser lo que se llama en el mundo un buen hombre, un infeliz, un pobrecillo, como ya se echará de ver en mis escritos; no tengo más defecto, o llámese sobra si se quiere, que hablar mucho, las más veces sin que nadie me pregunte mi opinión; váyase porque otros tienen el de no hablar nada, aunque se les pregunte la suya. Entremétome en todas partes como un pobrecito, y formo mi opinión y la digo, venga o no al caso, como un pobrecito. Dada esta primera idea de mi carácter pueril e inocentón, nadie extrañará que me halle hoy en mi bufete con gana de hablar, y sin saber qué decir; empeñado en escribir para el público, y sin saber quién es el público. Esta idea, pues, que me ocurre al sentir tal comezón de escribir será el objeto de mi primer artÃculo. Efectivamente, antes de dedicarle nuestras vigilias y tareas quisiéramos saber con quién nos las habemos.
Esa voz público, que todos traen en boca, siempre en apoyo de sus opiniones, ese comodÃn de todos los partidos, de todos los pareceres, ¿es una palabra vana de sentido, o es un ente real y efectivo? Según lo mucho que se habla de él, según el papelón que hace en el mundo, según los epÃtetos que se le prodigan y las consideraciones que se le guardan, parece que debe de ser alguien. El público es «ilustrado», el público es «indulgente», el público es «imparcial», el público es «respetable»: no hay duda, pues, en que existe el público. En este supuesto, «Â¿quién es el público y dónde se le encuentra?».
Sálgome de casa con mi cara infantil y bobalicona a buscar al público por esas calles, a observarle, y a tomar apuntaciones en mi registro acerca del carácter, por mejor decir, de los caracteres distintivos de ese respetable señor. Paréceme a primera vista, según el sentido en que se usa generalmente esta palabra, que tengo de encontrarle en los dÃas y parajes en que suele reunirse más gente. Elijo un domingo, y donde quiera que veo un número grande de personas llámolo público, a imitación de los demás. Este dÃa un sinnúmero de oficinistas y de gentes ocupadas o no ocupadas el resto de la semana se afeita, se muda, se viste y se perfila; veo que a primera hora llena las iglesias, la mayor parte por ver y ser visto; observa a la salida las caras interesantes, los talles esbeltos, los pies delicados de las bellezas devotas, les hace señas, las sigue, y reparo que a segunda hora va de casa en casa haciendo una infinidad de visitas: aquà deja un cartoncito con su nombre cuando los visitados no están o no quieren estar en casa; allà entra, habla del tiempo, que no le interesa, de la ópera, que no entiende, etc. Y escribo en mi libro: «El público oye misa, el público coquetea (permÃtaseme la expresión mientras no tengamos otra mejor), el público hace visitas, la mayor parte inútiles, recorriendo casas, adonde va sin objeto, de donde sale sin motivo, donde por lo regular ni es esperado antes de ir, ni es echado de menos después de salir; y el público en consecuencia (sea dicho con perdón suyo) pierde el tiempo, y se ocupa en futesas»: idea que confirmo al pasar por la Puerta del Sol.
Mariano José de Larra | ¿Quién es el público y dónde se le encuentra? (1832) | Wikisource