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La ciudad blanca

Pasear por Lisboa es caminar por sus calles y también por la memoria de autores como Saramago, Pessoa, Tabucchi o Sopeña | Foto: Pexels

Cualquier escritura corre este riesgo: el de no acceder al objeto que designa, porque es imposible captar la avasalladora plenitud del otro. Ese es uno de los mayores conflictos que genera el lenguaje, cuando deviene en un mecanismo defectuoso que no lograr alcanzar aquello que describe. Esa otredad se convierte en un camino lleno de aristas que, al escabullirse de la página, trasforman la escritura en un deseo de escritura. Sentir y pensar se vuelven problemáticos si decidimos volcarlos en nuestro propio idioma, como un fracaso previo que cuesta asumir. No es fácil reconocer que siempre habrá lugares ocultos, solapados, a los que no llegaremos de ningún modo.

Pienso en esta dificultad cuando elijo un solo emplazamiento de Portugal. Echo mano de la metonimia y trato de engañarme. Confío en que una parte pueda servirme para describir un todo, a modo de resumen. Sin embargo, el engaño dura poco y me toca reconocer lo que ya sé: que si sólo hablo de Lisboa estaré dejando fuera otros muchos lugares que me han acompañado. Territorios que se suceden en cascada y reclaman también su sitio: Oporto, Castelo de Vide, Coimbra, Braga, Aveiro, Évora, Monsanto, Viana do Castelo, Marvão. Unos pocos nombres que me obligan, de nuevo, a repasar las omisiones. Me cuesta prescindir de determinados espacios, como si no citarlos fuera una forma de traición no sólo al lugar, sino a mí mismo. No obstante, las páginas de una crónica de viaje o de unas memorias son limitadas. Por eso me resigno y elijo un único emplazamiento. Lisboa será la síntesis que explique por qué amo tanto Portugal.

Foto: Álex Chico

Sin embargo, el lenguaje vuelve a ser insuficiente, como lo es el viaje. El lugar siempre está plagado de espacios que aguardan a ser escritos si no hemos estado en ellos o que esperan una relectura cuando los hemos visitado. De nuevo, literatura y viaje se quedan a medias. Lo escribió Saramago en su magnífico Viaje a Portugal: «Vio mucho, y no vio casi nada. Quiso ver bien, y quizás haya visto mal. Ese es el peligro permanente de cualquier viaje». Así cierra sus páginas dedicadas a Lisboa. Y así abro yo, ahora mismo, el recorrido por una ciudad que tiene más de fe de vida que de tránsito constante. Importan poco las sucesivas veces que he visitado la ciudad. A estas alturas, deberíamos saber que uno no regresa a un lugar del que nunca ha salido. No hay vuelta posible a un territorio que nos acompaña, que guía nuestros pasos allá donde estemos. Puedo encontrarme en Valparaíso o en el Abayzín y me doy cuenta de que, a poco que avance, trascurro por un territorio a mucha distancia. Por Alfama, que se abre paso frente a otro mar y otras colinas. El paseo es idéntico.

Tanto da donde estemos: la pobreza es universal y democrática. Son las mismas casas y el mismo color de los edificios, con el mismo color de las flores que penden de un balcón y de varias ventanas. Son las mismas calles sombrías en las que cuesta ver el sol a media mañana. Son, en fin, las mismas escaleras resbaladizas, en callejones inquietantes que hacen de su desorden una forma lógica y estructurada de transitar por el mundo. El resultado es un enorme cuadro cubista. Una geometría que escapa del lienzo y lo convierte en algo vivo y tangible. Una vieja vanguardia que se resiste a saltar a otra época. Con la extraña atemporalidad que adoptan aquellos lugares que parecen fuera de tiempo. Por eso Saramago dijo que Alfama era un animal mitológico. Un ser legendario que, a pesar de todo, seguirá ahí cuando no quede nada.

Vuelvo a la metonimia y escojo perderme por Alfama, porque perderse en Alfama es una de las mejores formas para conocer Lisboa. No es un paseo cuadriculado, sino a golpe de intuición. Los únicos referentes los otorga la naturaleza: una colina y un río. Estos son los puntos cardinales, como si uno eligiera, llegado el momento, moverse por impulsos naturales. Las calles de Alfama tiran de nosotros y nos llevan a rincones a los que parecíamos predestinados antes incluso de comenzar el viaje. Mesas de restaurantes que ocupan una plaza pequeña y solitaria, tascas escondidas en los bajos de algún edificio en los que escuchar una buena pieza de fado, miradores que nos sorprenden sin saber qué miramos, si una ciudad o todas las ciudades. Porque Lisboa está llena de estos lugares que sirven como pie de mundo. Territorios que nos permiten observar un barrio a media tarde o la desembocadura de un río que se pierde en la línea de sombra. En espacios ajardinados cuya vegetación también está en fuga, como el que encontramos en Santa Luzía. Fijamos la ciudad por fotogramas, saltando de columna en columna o mirando el cielo a través de unas vigas de madera que en ocasiones se cubren con enredaderas. A nuestros pies, queda Lisboa y la ficción que exhiben los azulejos. Una decoración, por cierto, muy característica de Portugal. Tal vez el mejor ejemplo no se encuentre aquí, en el mirador, sino en Oporto. Los mosaicos no sólo aportan plasticidad al lugar. También son la prueba incontestable de que la historia, con o sin mayúscula, ha trascurrido en algún momento. La certeza de que la vida sucede porque la vida pasa.

Foto: Álex Chico

Mi vida pasó de igual manera en el mirador de Santa Luzía. Reconozco el momento en que me encontré allí por primera vez, durante uno de mis primeros viajes. Cuesta asumir que de aquello ya haya trascurrido más de veinte años. Recuerdo un atardecer, mientras miraba la ciudad sentado en uno de los bancos que sobresalen de los azulejos. Leía un poema de Gabriel Sopeña, un texto que le dedica a Lisboa y que yo me había propuesto seguir al pie de la letra. Repetía algunos versos: «Lisboa fue lluvia, tabaco y canción; / Lisboa fue como un desgarro de ron / que prendió en la almohada cuando amaneció». No llovía, pero sí sostenía un cigarro y recitaba el poema al ritmo de la adaptación que hizo Loquillo. Tampoco bebía ron, aunque no importaba. Ya me era suficiente con el tabaco y con las vistas de la ciudad. No había cumplido aún los veinte años y aquello debió de parecerme el colmo de la bohemia.

Sí, puede que la escritura sea una instrumento insuficiente por no alcanzar del todo el objeto que designa. Y, sin embargo, es uno de los pocos medios que conozco para despertar algunos recuerdos durmientes. Como esa secuencia casi arqueológica que acabo de evocar y otras que salen al paso a medida que voy estirando las frases. Un recuerdo que me lleva a otro y que, al trascurrir con la lógica desordenada de los sueños, me hacen entender cómo Lisboa ha formado parte de momentos clave en mi vida. Uno de esos paseos de la memoria me lleva a la muerte de mi abuelo, la primera pérdida verdaderamente importante que sufrí, doce años atrás. Fui a Lisboa tres días después de su funeral. Podría haber vuelto a Barcelona, pero preferí marchar hacia otra parte. Hacia un lugar que también fuera mi casa, en el que no me sintiera un extraño del todo. Una ciudad en la que pudiera sentir una tristeza sin culpa y que, de alguna manera, me permitiera celebrar la nostalgia. Con la perversa alegría de quien se sabe una persona triste y atenúa la muerte, la certeza de la muerte, paseando por algunos lugares. Imagino que será por la típica saudade portuguesa lo que me lleve a pensar que no hay un espacio en el mundo en donde, como sucede en Lisboa, uno pueda festejar esa melancolía sin las ataduras del remordimiento. Porque la tristeza, allí, no solo se sufre, también se celebra. Quizás haya un exceso de lirismo o de impostura, pero también es cierto que en pocos lugares he descubierto una lección tan sencilla: que la vida trascurre por muchos momentos y que las emociones que provoca son una prueba de que estamos vivos.

Por eso estar en Lisboa supone celebrar la vida y por eso siempre la he juzgado como una ciudad profundamente vitalista. Lo pienso mientras me desplazo desde el mirador de Santa Luzía y asciendo un poco más arriba, hacia el Castelo de São Jorge. La fortificación sobresale si se observa desde la plaza del Rossio y sin embargo, justo a los pies del castillo, las murallas desaparecen, escondidas por la vegetación, como si aquello que habíamos visto de manera nítida en el pasado quedara diluido en un presente cada vez más incierto.

Sigo de nuevo a Saramago y descubro cómo el mirador hace olvidar al castillo. Un nuevo punto de observancia en una ciudad, ya dijimos, repleta de balcones desde los que contemplar el mundo. En ocasiones, ese panorama que aparece frente a nosotros está cubierto por una película blanca. La niebla difumina las casas y hace desaparecer el río, confundiéndolo entre la bruma y el horizonte. La plasticidad de las fachadas da paso a un color monocorde, a una metáfora. Fue Baudelaire quien inició el mito de la ciudad blanca. Sorprende que fuera él y no otro autor. Al fin y al cabo, Baudelaire nunca puso un pie en Lisboa, como le sucedió a Debussy con Granada. Mitifican una ciudad desde la distancia y el lugar recoge sus pasos, aunque sean huellas inventadas. En todo caso, ¿qué ciudad no es una invención?, ¿qué espacio no se vuelve más irreal a medida que lo transitamos? Por eso esa imagen sigue definiendo a la ciudad, aunque otros autores la cuestionen y cambien el blanco por el azul Atlántico, como prefiere Vila-Matas. A mí, sin embargo, esa imagen me parece adecuada. Entiendo la predilección vilamatiana por el azul Atlántico, pero me identifico más con la ciudad blanca. No sólo por lo que miro desde el Castelo de São Jorge o el elevador de Santa Justa, sino por lo que leo sobre Lisboa. Especialmente a un autor, Ángel Campos Pámpano. Ya es significativo que emplee La ciudad blanca como título para uno de sus libros. Escribe, a modo de poética o justificación: «Lisboa, bajo el celaje tenue del otoño, es casi un cuadro cubista tendido en la ladera». Una imagen que encierra dos verdades sobre el lugar: la bruma que se interpone y que todo lo diluye, y las formas geométricas tan cercanas a esa vieja vanguardia. Vuelve al detalle con una nueva imagen, que da la medida exacta de Alfama: «El barrio tiene / el aire de una aldea / cuando amanece».

Campos Pámpano es, para mí, el autor español que mejor ha interiorizado la ciudad y el que de manera más intensa ha captado el espíritu de Lisboa. Sus poemas la revitalizan, otorgándole continuas personificaciones que la convierten en un ser humano que respira con cada mirada, como si se tratara de un ser vivo que siempre nos acompaña. Pámpano vivió en Lisboa, pero eso sólo no le concede la capacidad para narrarla. Creo que le ayuda también su condición de extremeño, porque la relación de Extremadura con Portugal es casi una rara excepción dentro de un país que permanece de espaldas a su país vecino. Tenía razón Luis Buñuel cuando escribió en sus memorias que Portugal era observado por los españoles como un país que estaba más lejos que la India. No ocurre así en Extremadura, porque para esa región del oeste de Europa Portugal es un referente. Al menos de unas décadas a esta parte. No he conocido a ningún autor extremeño que no haya sentido una especial fijación por la cultura portuguesa, por sus ciudades y sus pueblos de frontera, por su literatura. Ahí continúa, sin ir más lejos, la publicación Suroeste, inspirada en Espacio/Espaço Escrito, el proyecto hispano-luso más importante que inició Ángel Campos Pámpano.

Foto: Álex Chico

Cuando la bruma se disipa y volvemos a distinguir los colores de la ciudad, comprobamos algo que me interesa mucho de Lisboa, porque nos explica también cómo es su carácter. Me desplazo de mirador y accedo a la última planta del elevador de Santa Justa, esa obra de ingeniería enclavada entre edificios que nos propone una regresión en el tiempo, más que un desplazamiento de espacios y de alturas. La niebla desaparece y vemos una ciudad sin grandes edificios. Algunos, como el castillo o la catedral, sobresalen, pero de forma humilde, sin aspavientos. Porque es el conjunto el que le otorga el perfil reconocible a la ciudad, exenta de construcciones que destaquen y secuestren la mirada. Como si nos dijera que es la totalidad lo que importa, no los hechos aislados. Una suma de pequeñas cosas que son capaces de erigir un universo. Es en ese perfil tan democrático en el que distingo la idiosincrasia de Lisboa. Igual que lo veo en las calles que bajan hacia el Tajo, con un descenso tranquilo y sosegado, aunque parezcan pendientes muy pronunciadas. Un paseo que tiene que ver con la mansedumbre y la paciencia. Con el arte de sobrevivir en paz. Esa imagen de calles que descienden hacia el río ha dirigido siempre mi mirada, porque la he superpuesto a otros territorios. En Barcelona, por ejemplo: cuando estoy en uno de los tramos más elevados de la calle Muntaner pienso siempre en Lisboa. Imagino que es una calle idéntica, aunque aquí el asfalto termine en el Mediterráneo y no en el Tajo.

Detrás del elevador, se mantiene en pie el Convento do Carmo. El alzado de sus ruinas conserva una estructura gótica que se proyecta abierta al aire, sin intermediarios. No hay cúpulas, ni altares, ni imágenes. Sólo unos arcos que nos conectan directamente con el exterior. Importa tanto lo que hay como las piezas ausentes, que uno reconstruye en su memoria. Vuelvo a superponer espacios y ese lugar sagrado me conduce a otro edificio, a la iglesia Kaiser Wilhelm de Berlín. En ocasiones, las ciudades se confunden no por su totalidad, sino por piezas pequeñas, por fragmentos. Esa es la forma en que una ciudad del oeste de Europa puede conectarse con un lugar del norte. Las ruinas, a su manera, son siempre las mismas.

Desde el convento, accedo a otra parte de Lisboa, aunque no sé a cuál exactamente. Siempre me sucede cada vez que visito la ciudad. Nunca termino por saber en qué barrio me encuentro, si en el Chiado, en la Baixa o en el Barrio Alto. Mi ruta por Lisboa sigue un esquema distinto, desprovisto de mapas. Opto por algo tan sencillo como perderme por lugares nuevos y volver a aquellos que me gustan. Uno de esos lugares es la Rua Garret. Quizás ese entusiasmo de la primera vez se haya ido perdiendo y el encuentro con la calle ya no me produzca el mismo asombro. Imagino que el turismo incipiente tampoco ha ayudado. Sin embargo, allí se encuentran dos de los emplazamientos literarios que más me interesan: la librería Bertrand y el café A Brasileira. Poco puedo añadir a lo que ya se ha escrito sobre Bertrand, uno de los espacios más agradables para pasear entre libros (eso es lo que provocan para mí las verdaderas librerías: un paseo interminable). No obstante, sí puedo convocar una de las mejores lecciones que me proporcionó: allí fue donde descubrí la poesía de Miguel Torga, Al Berto y Eugénio de Andrade, tres autores que me han acompañado desde que compré sus libros en Bertrand y me senté a leerlos en una de las terrazas del A Brasileira. Luego ya vinieron sus poemas traducidos. No obstante, aquel primer contacto en su lengua original, interpretando versos por intuición, sigue teniendo en mí el impacto que generan los puntos de referencia, aquellos momentos a los que volvemos cuando necesitamos aferrarnos para que no todo cambie. Y si cambiamos, que sea con alguien que desde el pasado nos acompañe y continúe sirviéndonos de faro.

A veces nos basta sólo con eso: con el recuerdo de una lectura en la terraza de un café, mientras por la Rua Garret no dejamos de ver pasar a la gente. «La calle es un libro», escribió Pessoa a través de Soares. Parece que lo dijera allí mismo, desde la escultura que nos recibe a pie de calle. Ya no hace falta la fotografía para fijar el momento y el lugar concreto, porque todo en esta ciudad respira un aire pessoano. Hay, por supuesto, emplazamientos más ligados a su biografía, como la Rua dos Douradores, el café Martinho da Arcada, bajo los soportales de la plaza del Comércio, o el A Brasileira, en el que me encuentro ahora, mientras echo la vista atrás. Un café que me desplaza de nuevo hacia otro bar y otra ciudad. Hacia Oporto y el Majestic, un lugar que siempre me ha parecido más acogedor que el A Brasileira.

Bernardo Soares fue el heterónimo más parecido a Pessoa, con el que mantuvo una biografía similar. Lo demuestra ese gran himno a la literatura que es El libro del desasosiego, un monumento a la reflexión y al pensamiento. Es una obra coral, múltiple, llena de propuestas, divagaciones y caminos intermedios, lo que la convierte en una pieza inabarcable. Soares nos enseña cómo una ciudad puede ser infinita. Cualquier lugar que se piensa aumenta su extensión. Por eso a Soares le bastaba con no salir de Lisboa. Entendió que el viaje no necesita grandes desplazamientos. Un paseo por la ciudad ya es suficiente si queremos emprender una expedición lejana. Lo resume con estas palabras:

«Quien no ha salido nunca de Lisboa viaja al infinito en el tranvía cuando va a Benfica, y si un día va a Sintra, siente que ha ido a Marte».

Al final, la clave no es tanto el paisaje, sino la mirada sobre el paisaje, la actitud que adoptemos al observarlo: «Cuando siente con exceso, el Tajo es un Atlántico sin número, y Cacilhas es otro continente, incluso otro universo». Lisboa es, por eso, un país interior, ese tipo de territorios que transitamos siguiendo la vieja ceremonia del viaje inmóvil. Mirar la ciudad es mirar hacia uno mismo, porque en nosotros está todo. Basta con que lo busquemos y con que lo sepamos buscar, nos recordó Pessoa. Así es como nos daremos cuenta de que en el interior existen también otros lugares, más alejados de los puntos fijos de un plano. Incluso en el centro: en el barrio que se esconde detrás del Rossio y me hace regresar a un paseo por Harlem; en la Feira da Ladra, un mercadillo similar a los Encantes, antes de que llegara la gentrificación y Barcelona tuviera que renunciar a una parte de lo que ha sido.

Hay vida más allá de la Baixa o del Chiado, como nos demostró Tabucchi en su Réquiem. Pienso en él, en el autor italiano más portugués que ha existido nunca, mientras subo por la Avenida da Liberdade. Me imagino una conversación silenciosa con Pereira, un personaje al que siempre he profesado una constante simpatía. Pasados los años, sigo sosteniendo lo que él sostenía. Así avanzamos, a paso lento, dejando la avenida y atravesando la plaza del Marquês de Pombal y el parque Eduardo VII. Desde allí, la ciudad se abre de forma distinta. La perspectiva del lugar cambia, igual que cuando vamos de sala en sala en el museo Calouste Gulbenkian.

Foto: Álex Chico

Descubrí a la artista lisboeta Vieira da Silva hace ya algún tiempo, en el Tate Modern de Londres. Desde entonces, he tratado de seguir sus pasos. Una vez, incluso, esa persecución me llevó hasta la iglesia de Saint Jacques, en Reims, buscando una vidriera que había diseñado en el 63. En el museo Calouste Gulbenkian voy siempre a buscar sus cuadros. Encuentro uno: el de una balsa en la que viajan hacinados unos cuantos inmigrantes. Un bote a la deriva, moviéndose sin rumbo, que me ha servido para reflexionar, y compadecer, algunos movimientos migratorios. Esa espacio mínimo, reducido por las olas y por un futuro incierto, me trasporta a otro extremo de la ciudad, hacia la desembocadura. Tomo el tranvía en la plaza del Comércio y comienzo a dejar atrás otro tipo de bloques, similares y a la vez distintos a las que ya conozco. A la izquierda, el puente 25 de Abril extiende la ciudad hacia territorios inhóspitos que apenas conozco. Sólo de pasada, cuando he viajado en coche y no en tren a Lisboa. Es inevitable compararlo con el Golden Gate de San Francisco. A mí, sin embargo, más allá del paralelismo, me hace recordar una frase de Saramago, porque me remite a la historia inmediata del país. El puente, nos dice, «antes tuvo el nombre de un hipócrita que hasta última hora fingió no saber cómo se iba a llamar la obra». Salazar es, evidentemente, ese hipócrita. Con él nos llega una memoria funesta, la que nos describe António Lobo Antunes en su libro El culo del mundo: «Lisboa se ahogaba en la distancia con un suspiro de himno». Incluso más atrás, cuando la ciudad era ese tránsito ineludible si se quería huir de la barbarie que se cernía sobre Europa en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Una última parada que servía como punto de partida y por la que pasaron un buen número de escritores. Alfred Döblin, por ejemplo, o Antoine de Saint-Exupéry, que en su Carta a un rehén recuerda así su escala en Lisboa: «Cuando, en diciembre de 1940, atravesé Portugal para dirigirme a los Estados Unidos, Lisboa se me figuró como una especie de paraíso claro y triste». Sin embargo, detrás de esa ciudad blanca, de la saudade y las memorias funestas que todo país esconde, el recuerdo de Salazar también nos proporciona una música distinta: la de José Afonso y los pasos sobre el empedrado, la de un 25 de abril y una revolución que despertaba también a su país vecino.

Sé que estoy en Lisboa cuando dejo atrás el puente y llego al monasterio de los Jerónimos y a la Torre de Belém. Sin embargo, hay algo en mí que se resiste a imaginar ese espacio como una parte más de la ciudad. Lo mismo que me sucede cuando subo a Vallvidrera desde el centro de Barcelona. No es un viaje infinito, como diría Pessoa, pero sí un viaje hacia otro lugar, alejado e independiente, con esa autonomía tan extraña de los territorios de frontera. Dentro de los Jerónimos esa sensación se intensifica, mientras paseamos por el claustro y arañamos un silencio que parece hablarnos desde una esfera remota, la que otorgan ciertos espacios sagrados a quien no puede abandonar su agnosticismo, ni siquiera en un lugar como este.

Otro silencio aparece cuando entro en la Torre de Belém. Un silencio que siempre me provoca varias dudas. Una consiste en no saber hacia qué parte de la ciudad debería estar mirando. La otra es desconocer qué utilidad militar pudo tener esta obra de joyería. La Torre de Belém es un mirador privilegiado sobre el Tajo que aún oculta a los presos que por allí pasaron («el hombre no puede ver un agujero lóbrego sin pensar en meter en él a otro hombre», escribió Saramago).

Detrás de la torre quedan nuevos emplazamientos. Sin embargo, opto por permanecer a las puertas y seguir en la ciudad. Me basta con esa última visión del Tajo antes de que se acabe la tierra y comience el mar, por darle la vuelta a unas palabras de Luís Vaz de Camões. Prefiero ser un náufrago en tierra firme, un extranjero aquí como en todas partes. Igual que Pessoa.

Después, regreso a la ciudad sin volver a ella. Ya lo dijimos: es imposible la vuelta a un lugar del que no hemos salido. Voy ascendiendo por las calles de la Baixa o del Chiado y compruebo que en realidad sólo trazo círculos por el Barrio Alto. Olvido los terremotos y los incendios a medida que avanzo, porque la ciudad, como nos recordó Vila-Matas, parece surgir como una serpiente surge de su piel. Entro en el restaurante Casa do Alentejo, con ese aire de viejo casino, y tomo luego un tranvía que me lleva hacia Alfama. Paro antes del llegar al castillo, en el mirador de Santa Luzía. Allí regreso al poema de Sopeña e intento recitarlo de memoria, veinte años después.

Nada ha cambiado. Lisboa fue, sigue siendo, un paso hacia la eternidad.

Álex Chico

Álex Chico (Plasencia, 1980). Es profesor y director de la revista cultural 'Quimera'. Ha publicado novelas de ensayo ficción, poemarios y cuadernos de notas. 'Los cuerpos partidos' es su última novela.

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