Me acuerdo de Joe Brainard y de Georges Perec, quienes abrieron este subgénero.
Me acuerdo de que una vez fui con mi madre a casa de una señora que tenÃa en la pared del comedor claveteado y disecado un pez con alas. Mi madre hablaba y hablaba con ella y yo no podÃa dejar de mirarlo.
Me acuerdo de una estufa marca Fortis que habÃa en mi casa. Metálica, con la enorme botella de butano color anaranjado, la llamita brillaba en su frontal de rejilla. Me mareaba el olor dulzón del gas que se iba quemando como un sutil veneno.
Me acuerdo de que en la acera de mi calle aparcaba un Goggomobil en el que normalmente se metÃan cinco personas, la familia entera, y se les veÃa muy felices.
Me acuerdo de que ya desde pequeño me deprimÃa el domingo por la tarde.
Me acuerdo de una mañana de sol (era domingo) mientras suena un single de Sacha Distel, Monsieur Cannibale, cuyo estribillo se extiende por toda la casa.
Me acuerdo de que la gente compraba los domingos, a la salida de la misa, pasteles de nata y trufa, bizcochos con crema, para comerlos en la sobremesa, en sus casas.
Me acuerdo de la colección violeta de Austral en la que leà todo lo que se habÃa publicado en ella de Chéjov.
Me acuerdo, cuando tenÃa cinco años, del frÃo al salir de la bañera hasta que mi madre me secaba la cabeza con una toalla azul celeste. Luego desayunaba leche y tostadas con mermelada. Cada dÃa, sin variación, volcaba el tazón. Intentaba concentrarme, evitarlo, pero no habÃa modo.
Me acuerdo de que en el hogar Buenos Aires de mi ciudad cada sábado por la tarde nos aleccionaban a cantar Prietas las filas y cómo me gustaba acoplarme la boina azul marino enrollada en el galón del hombro, sin importarme lo que decÃa y representaba aquella canción fascista.
Me acuerdo de que el profesor de Matemáticas explicaba en la pizarra con mucha pulcritud los quebrados, otras fracciones y demás operaciones, escribÃa los ejercicios en la pizarra (encerado, decÃa él). Yo, con los otros cuarenta alumnos, seguÃa desde el pupitre todos los pasos, uno a uno, ese enlace con el otro, otro renglón y otro más, aunque no comprendÃa nada.
Me acuerdo del instante en que los domingos, sobre las diez de la noche y, sobre todo, en invierno, introducÃa el llavÃn en el portal (la municipalidad ya habÃa retirado a los serenos), con la sensación amarga de que al dÃa siguiente habÃa que ir al instituto.
Me acuerdo de la leche en polvo americana (era el año 62) que nos daban de un puchero grande que los profesores colocaban en medio del patio del colegio Grupo Balmes. La primera vez la bebà caliente, noté un sabor muy fuerte, y vomité ante las risas y las burlas de los compañeros.
Me acuerdo de que cuando era pequeño tenÃa una ligera sospecha, pero nunca una idea precisa, de que mi padre era un padre mayor para tener un hijo de nueve años (él, entonces, acababa de cumplir sesenta y cuatro), y fue asà hasta que una tarde, al salir de clase de música, un compañero, sin malicia alguna, me dijo que fuera, en el vestÃbulo, me esperaba mi abuelo.
Me acuerdo de que en un bajo de mi calle abrieron inesperadamente una whisquerÃa (inesperadamente porque no era zona de whisquerÃas) y los niños y los vecinos veÃamos asombrados a las mujeres que trabajan allà con las faldas cortas y los tacones altos y afilados, las veÃamos entrar y salir, ignorándonos.
Me acuerdo de un profesor de FÃsica y QuÃmica, un hombre alto y muy fuerte, que nos golpeaba en la cabeza con el muñón de su brazo, el derecho, cuando alborotábamos algo en clase. Se decÃa que habÃa perdido la mano al resbalar del pescante de un tranvÃa. Trastabilló, y la rueda de acero le pasó por encima del miembro.
Me acuerdo de que entre las calles MatÃas Perelló y Luis Santángel habÃa un quiosquito haciendo chaflán. Era lugar de paso obligado cuatro veces al dÃa, pues se encontraba en la senda entre mi casa y el liceo. El dueño, de unos cincuenta años, era rechoncho, con un anillo de piedra en el dedo anular, peinado hacia atrás, de cabello rubio o que habÃa sido rubio, siempre distante con todo el mundo. Se notaba que no era su oficio, que se habÃa visto obligado a desempeñarlo para sobrevivir. A veces, cuando le compraba caramelos o chicles o unas figuritas acolchadas de Walt Disney (las coleccionaba) que vendÃa, me fijaba en las fotografÃas de estudio grandes, enmarcadas en dorado, que colgaban de las paredes. HabÃa seis o siete. Todas mostraban a una mujer joven, con trajes ligeros de colores ópalos, muy maquillada, las cejas dibujadas, las pestañas largas, los labios muy acentuados. Un dÃa le oà decir al quiosquero a otro cliente, “es mi hija; es actrizâ€.
Me acuerdo de que se comentaba que, cuando Franco muriera, nos darÃan, por lo menos, una semana de vacaciones en el colegio.
Me acuerdo de un anuncio de las lÃneas aéreas Iberia en televisión que era como un bálsamo, si lo visionabas el domingo por la noche, ya que atenuaba la impresión de que el lunes se hallaba cerca o, por lo menos, dilataba la presencia del domingo. Aunque era contradictorio, pues el domingo por sà mismo era odioso.
Me acuerdo de la primera vez que vi un capÃtulo de la serie televisiva de El Santo y de la sorpresa que tuve al descubrir que, en verdad, no tenÃa ninguna relación con un convento ni con las hagiografÃas, sino que trataba de un detective privado interpretado por Roger Moore.
Me acuerdo del profesor de Lengua que extraÃa del paquete de Mencey Capote un cigarrillo y lo prendÃa y lo fumaba con tanto placer que llegaba a sentirlo yo en mi pupitre, experimentaba cómo el humo recorrÃa mis pulmones de arriba abajo, y luego salÃa con lentitud por mi boca y por mi nariz.
Me acuerdo de las mañanas en las que me despertaba enfermo y no iba al colegio, me quedaba en la cama. Mi madre me daba pastillas de limón Diformil para suavizarme la garganta.
Me acuerdo de las sesiones de cine que se hacÃan los sábados por la mañana en el colegio y en las que invariablemente pasaban algo de Bud Abbot y Lou Costello, también Ladrón de bicicletas o Juegos prohibidos o La guerra de los botones.
Me acuerdo de que alguno de mis amigos descubrió una camada de gatos recién nacidos en una caja cerca de las vÃas del tren y cómo los apadrinamos. Les estuvimos dando biberones de leche hasta que, una mañana, los encontramos muertos. Alguien los habÃa matado a pedradas.
Me acuerdo del impacto que me produjo a los trece años la lectura de las leyendas de Bécquer. Las leÃa y releÃa queriendo buscar alguna novedad. Luego preguntaba y buscaba en librerÃas (Bello, Maraguat, ParÃs) si habÃa más textos suyos. No podÃa aceptar que no hubiera ninguna historia más de él disponible.
Me acuerdo de la lluvia resbalando por la veranda inmensa de una academia de la calle Caballeros. Era un antiguo palacete. En ella cursé un par de cursos del Bachillerato elemental. Disfrutaba al verla culebrear por las marquesinas, por las cristaleras. Aprendà más contemplando esa lluvia que en las propias clases.
Me acuerdo de que un cura de la iglesia de mi barrio cogÃa billetes del cepillo en pleno oficio de la misa dominical. HabÃa dos pisos en la parroquia. Cuando él iniciaba el ascenso, mientras la eucaristÃa seguÃa su soporÃfero ritmo, en el cepillo habÃa varios billetes de veinticinco o de cincuenta pesetas, e incluso de cien, y al llegar arriba, tras pasar entre columnas y sombras, no quedaba ninguno a la vista. Una vez vi que se le asomaba un billete del bolsillo disimulado de la sotana.
Me acuerdo de que en Navidad mi madre servÃa espárragos blancos con mayonesa y perdiz escabechada. AbrÃan una botella de sidra muy frÃa. Luego, tras la cena, veÃamos la televisión.
Me acuerdo de que hacia el mes de enero o febrero podaban los plátanos de mi calle, los ocho de mi manzana entre José Antonio y Duque de Calabria, y parecÃa mucho más ancha y era más fea.
Me acuerdo, siendo muy pequeño, de Herta Frankel y de la perrita MarilÃn en las sesiones televisivas del domingo por la tarde. ¿Cómo podÃa gustarnos eso?
Me acuerdo de que en una ocasión un locutor, dirigiéndose a la cámara, regañando, dijo niño, baja los pies de la silla, y me quedé mudo, atónito, porque era exactamente lo que mi madre andaba pidiéndome que hiciese.
Me acuerdo de comer bocadillos de tortilla de patatas en el cine. Mi madre sacaba del bolso uno para cada uno de los tres hermanos mientras visionábamos, por ejemplo, ¡Hatari!
Me acuerdo de que me habrÃa gustado tener una bicicleta a los doce años.
Me acuerdo de que un vecino del piso de arriba, que nunca venÃa al colegio porque sufrÃa de asma, tenÃa un ratón blanco con el que jugábamos en la terraza de su casa. A mà me daba un poco de asco, pero al mismo tiempo me atraÃa. Se introducÃa el ratón por el hueco de la camisa y lo dejaba corretear hasta que reaparecÃa por una manga, por el doblez de la cintura.
Me acuerdo de la librerÃa ParÃs de la calle Colón, larga y algo estrecha como un vagón de autobús, que tenÃa restos de ediciones y saldos, a la que durante un año fui todas las tardes y cada tarde también compré un libro.
Me acuerdo de que a veces sangraba inesperadamente por la nariz. Mi madre me la taponaba con torundas de algodón untadas en agua oxigenada, y yo sentÃa el sabor mineral de la sangre en el paladar y en la lengua, y asÃ, en duermevela, pasaba la noche entera, la larga noche.
Me acuerdo de una bolsa Dadidas que me regalaron para la clase de gimnasia, blanca y con la palabra Dadidas en negro, y la frustración que sentà cuando supe que la mÃa era un sucedáneo de la bolsa Adidas.
Me acuerdo de un compañero de clase que se incorporó a mitad de curso. Era el único de todo el colegio que llevaba el pelo largo, cubriéndole las orejas y el cuello de la camisa. Era muy rubio. Nadie sabÃa por qué el director a él no lo obligaba, como al resto, a llevarlo corto.
Me acuerdo de que a los diez años veÃa a mi madre mayor, y ella entonces tenÃa treinta y nueve.
Me acuerdo de las interminables tardes de domingo, oliendo el gas dulzón de la estufa Fortis, mientras en la televisión dan un partido de fútbol y los resultados de las quinielas van apareciendo en la franja inferior de la pantalla.
Me acuerdo del dÃa en que la serie El Santo concluyó. Esa noche dormÃ, no sé por qué, en la misma cama de un hermano mÃo, y me acuerdo de que, con la luz ya apagada, le pregunté si ya nunca más verÃamos capÃtulos de la serie, y me dijo que no, duérmete ya, y me sentà tremendamente triste y desorientado.
Me acuerdo de la angustia que me entró en el autobús el momento en que salÃa por primera vez de campamento con la O.J.E., aquella variación horrible inspirada en las Hitlerjugend, por veinte dÃas, a cinco horas de mi casa.
Me acuerdo de las sábanas frÃas al introducirte en la cama en invierno y cómo a veces mi madre nos metÃa botellas de vidrio de La Casera con agua caliente.
Me acuerdo de la primera vez que vi a un hombre fregar que no fuese el personaje de una serie de televisión americana. Fue, entre el 64 y el 65, el padre de un compañero del liceo. Mi amigo y yo llegamos a su casa para hacer los deberes y, en la cocina, ahà estaba su padre fregando y secando platos y cubiertos. Ese padre, puro extraterrestre en aquellos años en los que las labores domésticas eran patrimonio exclusivo de las mujeres, me lanzó un mensaje muy positivo.
Me acuerdo de la sorpresa que recibà al descubrir un armario, un armario que habÃa en la salita de mi casa, repleto de juguetes envueltos con el celofán y con los lazos de regalo en una tarde de principios de un mes de diciembre.
Me acuerdo de que en una zapaterÃa de la avenida de José Antonio, cuando comprabas un par de zapatos, te regalaban una pelota pequeña de goma con la cara de un gorila en relieve.
Me acuerdo de la sensación de libertad cuando salÃamos los primeros de la clase corriendo al patio, sabiendo que, por delante, tenÃamos veinte minutos ininterrumpidos de carreras y juegos con canicas.
Me acuerdo de la extrema melancolÃa de las tardes en clase, bajo los tubos de neón, en completo silencio, mientras fuera llovÃa, intentando memorizar las partes de la anatomÃa de un pez, memorizando los tiempos verbales, con los retratos de Franco y de José Antonio sobre la pizarra, junto a la tarima y la bandera española.
Me acuerdo del ascensor de mi casa que era de paredes de cristal y de cómo mi hermano competÃa con él al subir corriendo por la escalera, subiendo los peldaños de dos en dos, ganándole siempre.
Me acuerdo de unas inyecciones que me ponÃa el practicante y por las que, casi de inmediato, apenas me golpeaba con el dorso de la mano en el glúteo e hincaba la aguja hipodérmica, sentÃa un profundo sabor de hÃgado (decÃan que era hÃgado de bacalao) en el cielo del paladar.
Me acuerdo del miedo que experimentaba si de repente me despertaba por la noche y alzaba la cabeza de la almohada en mi habitación. Sólo se oÃa el silencio y las campanadas del carrillón de la salita.
Me acuerdo de que cambié de colegio y debÃa coger a diario cuatro veces el autobús de lÃnea (la número 6), de cómo aprendà dónde bajaban y subÃan muchos de los viajeros a esas determinadas horas. HabÃa una niña con uniforme y libros en la mano que siempre me miraba y yo también la miraba, aunque nunca nos dijimos nada.
Me acuerdo de cuándo se inició el año 1964. Aguanté hasta la una y media de la madrugada sin dormirme, y me acuerdo de las serpentinas en la mesa y del confeti en las copas medio vacÃas de champán.
Me acuerdo de que mi madre nos alertaba a los tres hermanos cuando Ãbamos al cine: ninguno podÃa visitar solo los urinarios, siempre debÃamos acudir los tres a la vez.
Me acuerdo de un amigo que vivÃa en el edificio de al lado y que tenÃa una tÃa que sufrÃa un tipo de problema mental. Era delgada y muy ágil, con el gesto un poco como de conejo, nos perseguÃa por la casa, sonriendo y gritando. Me daba pánico porque te cogÃa y abrazaba. Yo creo que olÃa a orines. Para mà era una loca que no podÃamos controlar. Lo que más me inquietaba era su risa al mirarnos.
Me acuerdo de un local de futbolines, máquinas flipper, mesas de pin-pong y billares que habÃa en la calle del Duque de Calabria. Aprendà a jugar muy bien a billar y a fumar y a gastarme el dinero, hasta que de repente un dÃa decidà no volver allÃ, sentà que me deprimÃa, que ese ambiente me engullÃa, y nunca más regresé.
Me acuerdo de que, al principio de llegar la televisión, siempre intentaba ver la noche del sábado con mis padres y mis hermanos la serie Los intocables, y nunca lo conseguÃa, me dormÃa en el sillón.
Me acuerdo de que mis padres, por indicación médica, cada noche me enrollaban las piernas con una especie de escayola porque las tenÃa un poco torcidas, y cómo por las mañanas rasgaban las vendas endurecidas con unas tijeras antes de vestirme para ir al colegio. Estuvimos haciéndolo durante meses, hasta que otro médico (más joven que el que recomendó el tratamiento) dijo que eso no servÃa para nada, que simplemente mis articulaciones eran hiperlaxas.
Me acuerdo de alguna mañana de verano yendo con mi madre y mis dos hermanos a la playa en tranvÃa. Mi madre preparaba ensaladilla rusa con mayonesa SolÃs, tortillas a la francesa que comÃamos frÃas y deliciosas, flanes de huevo con caramelo lÃquido. Pasábamos el dÃa en la arena ardiente, bajo una sombrilla alquilada, con unos bañadores Meyba que se secaban (eran la novedad) apenas salÃas del mar. El regreso era demoledor, enrojecidos, quemados, hipersensibles al menor tacto en la piel. Luego, ya en casa, mientras cenábamos, mi madre nos ponÃa en los hombros emplastos de vinagre para intentar calmarnos el dolor inacabable.
Me acuerdo de las crecidas del rÃo Turia en el mes de octubre. El agua llegaba casi hasta los pretiles, y se veÃan ratas ahogadas, otras nadando o intentando salir a flote, subidas en troncos, en ramas. Gritaban.
Me acuerdo de que una tarde el practicante me inyectó penicilina y de cómo, conforme fueron pasando las horas, fui hinchándome. Yo estaba jugando con un tren y bruscamente me vi el dorso deformado de la mano, luego empezaron a dolerme las piernas, el cuello. A la mañana siguiente, por la alergia, me habÃa transformado en un pequeño monstruo.
Me acuerdo de que, en el 67 o 68, una tarde de sábado estrené unos pantalones vaqueros Rock y llevaba unas zapatillas blancas de marca Keds recién sacadas de la lavadora. Me sentÃa guapo. Bajé a la calle. HabÃa unas niñas, a las que conocÃa, jugando con una cuerda, y me invitaron a saltar con ellas. A los pocos minutos, intenté brincar pero se enredó la cuerda entre mis pies o en uno de mis brazos y caà al suelo. Antes de la caÃda, la cuerda me golpeó en la garganta muy fuerte, justo en la campanilla, y casi perdà el conocimiento. Me quedé desmadejado en el suelo, hasta que un adulto me ayudó a levantarme y me fui a casa.
Me acuerdo de la primera vez que escuché el disco Puente sobre aguas turbulentas. Fue en casa de un amigo que tenÃa una carabina de perdigones marca Gamo y un reloj de muñeca sumergible. Esa tarde nos fumamos un cigarrillo Winston, que le cogió a su madre de una cajetilla de su bolso, mientras sonaban las canciones.
Me acuerdo de que, un poco antes de Navidad, en la FerreterÃa Blasco exponÃan decenas y decenas de juguetes, y los niños Ãbamos a verlos al salir del colegio. Yo estaba fascinado por el Scalextric, un juguete inalcanzable que podÃa costar un cuarto del sueldo mensual de mi padre.
Me acuerdo de la inauguración de las escaleras eléctricas en GalerÃas Todo, en el centro, ya lejos de mi barrio. Era la excursión del sábado para los amigos. Ãbamos y subÃamos y bajábamos, volvÃamos a subir y a bajar. Luego regresábamos a casa cruzando las calles del Ensanche, creyéndonos que habÃamos realizado la gran aventura.
Me acuerdo del primer supermercado que abrieron en la calle Reina Doña Germana, o mejor en el que fui consciente de que yo cogÃa un producto, lo introducÃa en un cesto y lo llevaba a la caja, en la que pagaba. Esa vez, mi padre me compró un paquete de cereales para el desayuno, algo que me parecÃa exótico y de pelÃcula americana.
Me acuerdo de que los compañeros de clase no tenÃamos ninguna duda de que el director se entendÃa con la profesora de párvulos, y eso que carecÃamos de pruebas. Sólo veÃamos que a veces ambos entraban en el despacho del director y tardaban bastante en salir, e imaginábamos.
Me acuerdo de una trenca azul marino en cuyos bolsillos siempre llevaba algún libro, normalmente de cuentos, de Cortázar o de Benedetti, a los que descubrà ya en el instituto.
Me acuerdo de que una tÃa mÃa, que habÃa vivido un tiempo en Inglaterra, compraba gelatina de frutas. La preparaba en pequeños cuencos y la dejaba enfriar en el frigorÃfico. Asocio casi siempre la gelatina con Inglaterra y con esa tÃa mÃa que murió de cáncer.
Me acuerdo del bar Glorieta, entre Paz y los jardines del Parterre, donde pasé horas de lectura y refugio, saltándome las clases del instituto, creyéndome un personaje de novela, deseando ser un escritor y vivir en ParÃs, como Hemingway.
Me acuerdo de que, en frente de mi casa, habÃa un bar sucio, grasiento, regentado por un gallego, al lado una carnicerÃa y una óptica, una zapaterÃa. Hacia su izquierda, un carpintero que siempre, incluso en invierno, calzaba sandalias, y un tapicero que grapaba el cuero de los sillones fuera del taller, y una tienda de ultramarinos. Todos mantenÃan las puertas de sus comercios abiertas, a veces se sentaban en sillitas en el mismo umbral e intercambiaban conversaciones entre sà y con la gente. Ya entonces la palabra ultramarinos me parecÃa hermosa, sin saber muy bien por qué ni qué significaba.
Me acuerdo de que, cuando quitaron la whisquerÃa de mi calle, en su lugar abrieron una tienda de ropa para bebés.