Encontramos sus primeras fotos, cámaras originales, trajes y claquetas de sus rodajes, pero lo que más engancha de la exposición que el CCCB le dedica a Stanley Kubrick es una sala en la que podemos ver, en una colección de fragmentos filmados, el estado de tensión creativa del director segundos antes de rodar cada escena. Se impacienta, pide a los actores que estén en su sitio, camina nervioso, lo mira todo como si algo se le pudiera escapar en el último momento. Siempre va mal de tiempo. Porque la obra, lo sabe bien tanto el artesano como el genio, siempre está huyendo. La búsqueda de ese instante, escurridizo y fugaz, es lo que lo convierte en un artista.
La exposición es un absoluto deleite para los fans de Kubrick. Organizada como un recorrido cronológico, la muestra, que ya se ha podido ver en otras ciudades, está comisariada por Hans-Peter Reichmann y Tim Heptner, del Deutsches Filmmuseum de Frankfurt, pero Jordi Costa ha conseguido añadirle el suficiente acento para situarla aquÃ, sobre todo explicando algunas particularidades del rodaje de Espartaco, que fue rodada  en España, con la ayuda del realizador José López Rodero, y para la que el director contó con 8.500 soldados del ejército.
Pero lo que consigue la exposición, más allá de alimentar el fetiche de cada objeto, es introducirnos en esa obsesión por llegar a un lugar del que se desconoce el destino. Kubrick, en sus doce largometrajes, está arriesgándose. Se la juega siempre. Por eso, después de Espartaco (1960), en la que Kirk Douglas le abre la puerta a las grandes producciones, su empeño siempre será ganar independencia como creador. Lo hará con Lolita (1962), con el guion del mismÃsimo Nabokov, provocando un auténtico escándalo en la sociedad puritana de la época, pero también con 2001: Una odisea del espacio (1968), reinventando el género de la ciencia ficción, o con La naranja mecánica (1971), lanzando la pregunta más incómoda de todas, si es peor la violencia gratuita de unos sociópatas o el control disciplinario que aplica todo Estado cuando se siente amenazado.
Ahora puede parecer normal y justo ensalzar a un creador de imágenes tan icónicas como la del hueso y el monolito en 2001, o como la de la tortura a la que someten a Alex gracias a la técnica de Ludovico, pero la verdad es que el cine de Stanley Kubrick es tan bello como desconcertante. En todas las pulsiones en las que se adentra, sea la violencia o el erotismo, la pulsión de muerte está presente. La guerra y el sexo son dos caras de una misma moneda. La invasión del otro es la única salida de unos personajes desesperados tras no reconocer su propia identidad.
Lo sugerente convive con lo metafórico. El significante es contenedor de nuevos significados. En el CCCB encontramos esa magnÃfica escena, suprimida, en la que Craso (interpretado por Laurence Olivier) intenta seducir a su esclavo Antonino (Tony Curtis) con un diálogo, el de las ostras y los caracoles, en el que el doble sentido supone un interrogante aún abierto sobre la relación entre el placer y la moral.
Existe, además, un compromiso con el presente. Kubrick está leyendo crÃticamente su contexto social y polÃtico. No lo hace, por supuesto, desde la literalidad. No es un cronista, sino un creador de sentido. Es lo que vemos entre lÃneas en Espartaco, una rebelión de esclavos que bien podrÃa ser una parábola de la caza de brujas en Estados Unidos (y que el propio guionista de la pelÃcula, Dalton Trumbo, sufre con todas sus consecuencias). Es lo que también parece querer decirnos en Dr. Strangelove (1964), donde la farsa humorÃstica, protagonizada magistralmente por Peter Sellers, que interpreta tres personajes, es un retrato de la estupidez que llevó a la Guerra FrÃa. Y, del mismo modo, en La chaqueta metálica (1987) somos testigos de la colonización del individuo a través de la lógica y la épica belicista.
Es, pues, en el esbozo, en la tentativa, donde mejor podemos apreciar esa convocatoria de lo incierto. Kubrick lo hace siempre desde la técnica más precisa, por supuesto, pero también desde la inquebrantable tenacidad del que aún no ha caÃdo en la autocomplacencia. Por eso es de agradecer que la exposición concluya con materiales dedicados a lo inédito, aquellos proyectos que el director tenÃa en mente (a veces, durante décadas) y que nunca supo o pudo llevar a cabo. Allà entendemos mejor su universo, en sus intentos de acercarse a los mundos de Tolkien, Napoleón, o incluso de Umberto Eco. En esos lugares, tan sólo apuntados, el miedo y el deseo vuelven a mezclarse, como en el tÃtulo de su primera pelÃcula, y como en su último filme, Eyes Wide Shut, en lo que parece una invitación a que permanezcamos con los ojos bien abiertos.