Que nazcan editoriales nuevas siempre es motivo de alegrÃa. Y, en el caso de Tránsito, la nueva apuesta de Sol Salama, la alegrÃa es doble. No hay más que leer el primer tÃtulo de su colección para celebrar este nacimiento por todo lo alto.
En La azotea (Tránsito, 2018), la uruguaya Fernanda TrÃas nos propone un relato asfixiante e incómodo pero que, a la vez, conmueve y redime porque en el fondo, a pesar de la aparente paradoja, Clara, la voz narrativa que intenta reconstruir esta historia, va más allá de su propia historia.
Clara intenta recordar qué ocurrió para llegar a estar donde está y lo hace con una escena desgarradora que, no solo sirve de arranque y de cierre al servicio de una trama circular perfectamente construida, sino que sirve de pretexto para jugar con la memoria y dejar claro que lo que importa no está precisamente en lo que se dice, sino en lo que está latente.
En La azotea, cuyo gran acierto (insisto) está en la creación de esa voz narrativa, Clara intenta desandar sus pasos y consigue que ni juzguemos sus actos ni nos cuestionemos su relato-confesión, aunque ella misma nos aclara que “puede estar inventándolo todoâ€. Nos encontramos ante una historia que, desde las primeras páginas, nos avisa de que su propia estructura será la que dé sentido a la acción de la trama, ya que “nunca hubo un principio sino un largo final que nos fue devorando de a pocoâ€. Por eso, a medida que la narración vuelve a su presente, Clara nos atrapa gradualmente en una atmósfera desquiciante (pienso ahora algunos cuentos de Inés Arredondo o Amparo Dávila) y, sobre todo, magistralmente escrita, con la sencillez y honestidad que exige lo contado, muy en la lÃnea de la prosa de Flannery O’Connor. Y tiene sentido: a nadie le interesa ya el pasado de la protagonista, queremos saber por qué vive asà su presente, qué será de ella y, lo más inquietante: desvelar una alegorÃa que vamos comprendiendo… “de a pocoâ€.
¿Qué hacer ante un mundo violento, opresivo y eternamente incomunicado? La protagonista opta por el encierro voluntario para salvaguardar un viejo paradigma que, a pesar de sus intentos, también se desmorona. Porque aquà todo se desmorona. No solo la familia.
A pesar de las conexiones literarias que se puedan hacer (ahà están la pensión donde se encierra el escéptico Mersault de Camus o la habitación que paralizó y condenó al desdichado viajante Gregor Samsa), lo interesante de la novela de Fernanda TrÃas es que no reproduce el esquema clásico, encuentra su voz propia y retuerce la aparente sencillez narrada, con un estilo cortante y duro en la lÃnea, tal vez, de la laureada Herta Müller.
Incluso antes de adentrarnos en esta atÃpica historia familiar, la cita elegida por la autora en la contrasolapa parece ya toda una declaración de principios. No parece casual que leamos las últimas lÃneas de la obra Cerca del corazón salvaje con la que Clarice Lispector cerrara su inclasificable libro en donde otra protagonista, Joana, a pesar de los pesares, confÃa en levantarse “fuerte y bella como un caballo jovenâ€. Y más, cuando la obra que aquà nos ocupa exprime hasta el máximo la animalización de sus personajes: un recurso literario que conecta no solo con las nuevas preocupaciones naturalistas o con la cuentÃstica americana de maestras del género como Eudora Welty, sino con voces difÃciles de catalogar como las de Felisberto Hernández (pienso en la transformación equina de La mujer parecida a mÃ) o, por seguir con la conexión uruguaya, cualquiera de las delirantes novelas de Mario Levrero. Es más, si jugásemos a cambiar escenarios, el departamento donde se aÃsla Clara podrÃa ser perfectamente al que llega años después el extraño protagonista levreriano de La Ciudad.
“No hay rambla ni plaza ni iglesia ni nada. El mundo es esta casaâ€.
La animalización de los personajes ante la amenaza del mundo exterior, decÃamos, es total. Flor, la hija de Clara, se nos presenta como una recién nacida que “parecÃa un caracol y no se movÃa†e incluso, cuando asoma el puño para tocar a su madre, lo que vemos es “la cabeza de una tortuga al salir del caparazónâ€. A nadie sorprende que la mitad de la novela esté babeando o reproduciendo sonidos animales. El padre de Clara también se cosifica y cuando acerca su mano a la tripa de Clara se mezclan los sentidos, “como si la palma ahuecada fuera un caracol de marâ€. El tercer personaje, la vecina incómoda que durante un tiempo les sirve de vÃnculo como el exterior, no solo se rÃe “como un macacoâ€, sino que acaba siendo convirtiéndose en “la termita Carmenâ€. Incluso los pocos estÃmulos que llegan más allá de esta casa bachelardiana, también pasan por el mismo filtro salvaje y animal. Por eso, el policÃa que acude para resolver las trifulcas de las vecinas lucha “con la energÃa de un caballo viejo†y, si habla con Clara, no habla como un ser humano, sino que mueve sus labios “como una mariposa agonizanteâ€. Hasta la jueza, en una de sus únicas salidas al mundo exterior (la otra, es para comprar carretes de fotos y alpiste), no la mira como una persona; sus ojos son “como árboles silenciosos, con toda la maldad de los bosquesâ€.
Por no salvarse, no se salva ni el recuerdo de Julia, su némesis familiar, cuyos movimientos por la casa hacen que la recuerde “como una libélula giganteâ€. Tanto es asÃ, que cuando Clara se mira al espejo lo que nos deja ver no es su cara, sino su preocupante cicatriz que es como “una cucaracha aplastada sobre la ceja†o donde creemos ver dos pantuflas, la narradora nos hace ver “dos gatos disecadosâ€. A nadie le parecerá, pues, una coincidencia que su hija se llame, con cierta ironÃa, Flor, o que el otro miembro de la familia sea, precisamente, un canario… ruidoso y maloliente, para más señas. Por esa razón, decÃa, no nos sorprende que los únicos objetos que entren en la casa familiar sean una pecera o un caballito de madera o que, en sus múltiples pesadillas (porque lo onÃrico aquà también juega un papel importante), Clara imagine esa azotea libertadora, y también sexual, “llena de peces muertos, con un pájaro gigante, mezcla de canario y de buitre, picoteándole los ojosâ€.
Más allá de los sÃmbolos evidentes, la contranarrativa de Fernanda TrÃas desmonta las jerarquÃas clásicas de los personajes, al modo (quizá) de la argentina Silvina Ocampo, y desubica o elimina, lógicamente, los roles masculinos: el padre, como sÃmbolo de un patriarcado enfermo que ya no se sostienen en pie; la negativa constante cuando se habla del llamado “hombre de los remediosâ€; y los médicos y policÃas, que suponen una amenaza constante en el pasillo comunitario. Asimismo, es inquietante la construcción del miedo visceral hacia lo de fuera. Por eso, tal vez, los diálogos de Carmen, a quien Clara no soporta, nos recuerdan que es de “Lituania, o por ahÆo esos niños del pasado, que suponÃan una amenaza externa durante el invierno, le lanzaban bolas de arena con “sus gritos indÃgenasâ€.
“Tal vez la Tierra sea redonda sólo para evitar que la gente vaya hasta el borde del mundo y salte al vacÃoâ€.
En La azotea, publicada originalmente en Uruguay hace ya más de una década, el tiempo y el espacio se solapan y confunden en un alarde técnico a altura de “El burdel de las gitanasâ€, de Eliade, gracias a un punto de vista laberÃntico que convierte la claustrofilia en claustrofobia, sin que nos demos cuenta. La mirada de Clara nos acerca tanto a los personajes que ya, más que comprenderlos, nos peleamos por encontrar un desahogo espacial que ya sentimos imposible. AsÃ, cuando Clara nos enseña su colección de fotografÃas familiares en esa casa “sin luz y sin aireâ€, parece que estuviéramos olisqueando una serie de retratos de Archimboldo, mientras olvidamos por completo lo que ocurre más allá de esas paredes. La visión, eso sÃ, dura poco; las velas de la casa se van consumiendo y la temperatura nos empieza a congelar, y ya no hay mantas que nos cubran. En ese sentido, la sentencia paterna es toda una revelación: “estamos enterrados vivosâ€.
La única salvación parece estar en esa azotea, cada vez más lejana, donde Clara nos llega a decir que “por primera vez sentà que éramos una familia†y nos comparte su visión del mundo, atrapada en esa náusea existencial que nos contagia desde el momento en el que confiesa esa angustia vital que ya es nuestra. “La ciudad entera se derrumba sobre mÃâ€, llega a decirnos, mientras desde la azotea se escuchan las campanas de una iglesia que doblan para nadie. Las posibilidades de salvación, como pueden imaginarse, son mÃnimas. Y más, si el personaje vuelve a encerrarse en el piso y nos cubre con mantas las ventanas, claro.
“Le habrÃa querido decir a papá que el mundo se hundÃa, que nosotros éramos el único mundo posible y que, de todas formas, terminarÃa por odiarloâ€.
La amenaza de ese “pensamiento mudo†que acechaba a Delmira Agustini en su poesÃa, en la narrativa de Fernanda TrÃas se actualiza, se embrutece y nos deja con una sensación extraña, pero mucho más familiar de lo que sospechábamos; las últimas páginas les dejarán de todo menos indiferentes. Y quizá ahà tengamos una pista para comprender el castigo autoimpuesto de Clara. Más allá de la búsqueda de protección, el miedo a la soledad o los nuevos paradigmas ideológicos, tecnológicos, económicos y familiares de nuestro tiempo, nuestra indiferencia quizá sea la actitud menos acertada en un mundo grotesco y amenazante que sigue empeñado en llevarse a sà mismo por delante.