Suena Liszt en el café Muvesz, en plena avenida Andrássy. Un espejo ovalado y el carro de pasteles. Los tranvÃas amarillos atraviesan los puentes, con la libertad de las cadenas. El frÃo convierte la isla Margarita en una suerte de cuchara de plata. Llega la noche y el Danubio, naranja, posa ante el caminante. A un lado, el Parlamento y sus innumerables escaleras. Los zapatos abandonados de quien no pudo escapar de la barbarie. Los hoteles. El mercado, el foie y los collares de paprika. En la otra orilla, la GalerÃa Nacional, el castillo de Buda, el majestuoso Gellért y la ermita de roca que parpadea detrás de la espesa niebla. La Historia ha ido dejando en los edificios la humedad negra y dorada del imperio y el dogma.
Una ballena de cristal reposa mientras el poeta, Sandor Petöfi, se disfraza de estatua. “De perdurar tratemos, no obstante esta desolación salvaje y traicioneraâ€.
Con un autobús en los huesos, saltamos a la periferia. En Ecseri hay, tendida en el suelo, la gorra comunista, la muñeca rota, la cámara que tanto disparó en la guerra de las primeras cotidianidades. Un sable que se divorció de su funda, una colección de relojes sin cuerda, un Rastro con vino caliente y barbas blancas. Encontramos, sÃ, el mueble desvalijado, la pintura chagalliana -todos volamos en azul- y un viejo gramófono que silba el vaho de la mañana.
Budapest es un palimpsesto. Detrás de la calle ancha, del monumento y del bastión de pescadores, hay una instantánea de Robert Capa. Un subsuelo. Un cartón abandonado. Una mirada de reojo del que duerme de reojo. Una manta despedazada por el invierno.
En Széchenyi, dos hombres juegan al ajedrez con el cuerpo sumergido en aguas termales. Las diferentes piscinas van entonando una melodÃa de temperaturas, de grados y magnesios. Un remolino artificial se enciende y se apaga para que los usuarios recuerden que el futuro es (en efecto) un efecto de Coriolis.
En la calle Nagymezo comparten protagonismo los teatros y las terrazas. Pero aquà la muerte, en tacones, es quien mira cara a cara a la vida. Un Hamlet inverso, de hierro forjado, en medio del andén. Un baile de calaveras. La representación también está en las tiendas monotemáticas de Váci utca. El peatón compra tazas, camisetas y llaveros con la cara de Puskas, iconizado a lo Che Guevara.
El timbre del tranvÃa combate el silencio de los leones sin lengua. En la sinagoga un árbol de metal llora mercurio. Alfombras pasean quietas por el Astoria. El pasaje Gozsdu Udvar es un camino de antorchas, y estufas eléctricas, con jóvenes que bailan las falsas ruinas de los pubs de moda. Hay barroquismo también en la noche húngara, en las paredes decoradas con bicicletas desmontadas, manillares y piñones, váteres y dentaduras de neón. En la esquina, una tienda minúscula de tÃteres. El teatro es fractal y se extiende por la urbe y sus rincones. Una ciudad es una novela de personajes desmontables, un troquel de papel, un pliego para acomodar el arquetipo.
El año termina en un barco con nombre de tocado y hundido, el A38. Un quejÃo, que parece bereber, se suma a la voz femenina del jazz y a las variaciones improvisadas del hip-hop.
A la mañana, con la resaca del que cruza el túnel del regreso, nos refugiamos en la Ópera. Nos muestran el pan de oro, el palco preferido de SisÃ, Dioniso y las autoreferencias. Pero Budapest está en su escondido pasillo de fumadores, donde el humo permitÃa que una cita fuera acontecimiento y enigma. Una tentativa de calÃgine. Qué daño, ay, nos han hecho las certezas.
Texto publicado en La Fábrica (La Garúa, 2014).