Muchos adjetivos pueden utilizarse para calificar la literatura de Thomas Pynchon. Muchos, menos quizá uno: wiki (rápido, en hawaiano). Porque nada es rápido en Pynchon, excepto acaso la lectura que le otorguemos bajo la falsa sensación de estar comprendiendo todo lo que el autor expresa en sus lÃneas. El ADN de su narrativa es escurridizo, y probablemente se encuentre disperso en los lugares más inesperados. Escarbando en sus recovecos, deteniéndonos en sus más baladÃes párrafos, hallaremos respuesta a los porqués menos consultados de nuestra contemporaneidad.
Una de sus novelas, Mason & Dixon, narra los periplos de Charles Mason y Jeremiah Dixon, astrónomo y topógrafo respectivamente, en el trazado de la lÃnea homónima que desde la arbitrariedad de su delimitación rectilÃnea separa los estados de Pennsylvania y Maryland. Una lÃnea recta que sorprende a quienes observen el mapa polÃtico de Estados Unidos, pues no puede imaginarse accidente natural que proporcione una frontera tan fiel a los más básicos postulados euclidianos (hasta las olas mejor trazadas llevan esa espuma ambidextra que las hace vibrar). Como tampoco sospecharse, dentro de la bolsa de conocimientos populares, la posibilidad de desaparición de un puñado de dÃas del calendario de septiembre por los caprichosos cálculos de un astrónomo de la Royal Society. Ni imaginarse que el ketchup no fuera inventado por mÃster Heinz, sino que en realidad se trata de la mistificación americana de una adaptación malaya del ketsiap chino. Suma y sigue.
Pynchon rescata —y le entrega un sentido, lo vertebra dentro de ese devenir absurdo que nos empeñamos en denominar Historia— aquello que los biógrafos oficiales del Tiempo relegan al papel de mera curiosidad o anécdota. El término apócrifo se despoja en su literatura del carácter peyorativo que le otorga su asociación ilÃcita con las más burdas teologÃas católicas. No sabemos porque la oficialidad, con sus olvidos deliberados y su afán de resúmenes para vagos, no nos permite saber. Parece decirnos Pynchon que nuestro desconocimiento parte de una falta de curiosidad innata —una capacidad para no querer saber que residirÃa en lo más recóndito de nuestra amÃgdala cerebral— que él se propuso remediar. Cabe imaginar, como locura distópica para nuestro rÃgido acostumbramiento, una institución educativa cuyo programa fuera elaborado por él o a partir de sus textos. Sus alumnos más aventajados no tendrÃan más opción, al egresar, que dedicarse a vivir la vida, en el sentido literal de la expresión (me muerdo una falange para no escribir sintagma). Pues con la materia por él revelada serÃa más que complicado orientarse en este mundo de dogmas de la mayorÃa minoritaria y las minorÃas mayoritarias. Este mundo donde, paradójica y perversa inversión, la minorÃa es beneficiaria de algo más que las secreciones de la mayorÃa: obtienen gran parte de lo que a ésta se le niega por ostentar semejante poderÃo: qué mejor reparto entonces que una lÃnea Mason-Dixon que sea totalmente recta y divida los bienes y derechos de acuerdo a una ética del azar y no a la retórica de la razón.
El Pynchon historicista —dejemos la palabra historiador para los versados en la glosa de los cánones estándar— se abruma a sà mismo de hechos paralelos, y en ocasiones divergentes, a los que en los manuales se postulan como principales. Pero sus perspectivas son sólido reflejo mural de momentos evaporados que en su dÃa no lograron cuajar en forma de hechos y acontecimientos memorables, y que en la actualidad vagan (injustamente) por entre las narraciones de un ayer inventado por los libros de ficción. Un Pynchon arqueólogo en los centros históricos de las ciudades españolas serÃa el terror de los promotores inmobiliarios y los comisionistas públicos. ReconstruirÃa aquello que el afán del hombre y sus guerras contra el pasado han dado en derruir. OtorgarÃa voz a quienes ni siquiera osaron tenerla, o fue tan efÃmera como una nota al pie de un periódico enterrado en los anaqueles de bibliotecas clausuradas. Lo tacharÃan de revisionista, porque su hilar causalidades nos conducirÃa a un estado anterior en el que los motivos que nos hacen ser lo que somos dejarÃan de tener vigencia, a favor de otros, tan disÃmiles con aquéllos, que nos empujarÃan a arrojarnos a las fosas del absurdo.
Pone asà en cuestión la columna vertebral de la realidad. Frente a un ortodoxo análisis de los porqués del aquà y ahora, prefiere deambular entre los difusos lÃmites de una pragmática del por qué no y una poética del redescubrimiento. La conclusión más justa es que no tenemos mejor antropólogo vivo. Tildar su literatura de paródica, o concluir que su objetivo es la edificación de universos paralelos, es no haberse enterado ni de la misa ni de las prisas que por salir de ella nos dábamos de pequeños. Con Pynchon se terminó la Historia. SÃ: no fue Francis Fukuyama quien anunció la buena nueva de la inmersión de nuestros dÃas en la sopa de anécdotas ecohistóricas, en un pensamiento único descafeinado patrocinado por el patrón oro. Ni tampoco Baudrillard, con sus ingeniosos chistes y su aptitud para componer espirales hacia un pasado finito. En realidad es a Thomas Pynchon a quien debemos la actitud de descreimiento con que posamos ante el televisor, los periódicos, Internet, la calle, los libros, las personas —o, mejor dicho, los personajes—.
Aunque tampoco resultarÃa tan grave si sólo nos quedáramos con sus facetas enciclopédica y narrativa, y despreciáramos (o aparcáramos) la ética o incluso filosófica. Porque tampoco, hasta ahora, hemos sido capaces de advertir que, antes que la Wiki-, ya existÃa la Pynchonpedia.
José Luis Amores
http://bolmangani.blogspot.com