Vidas conjeturales. Fleur Jaeggy
Traducción de Mª Ãngeles Cabré
Alpha Decay (Barcelona, 2013)
Coincide en mi vida la lectura de estas tentaciones creativas con las reflexiones sobre la gracia de Simone Weil. Dice la pensadora francesa que todos los movimientos “naturales†del alma están regidos por leyes análogas a la gravedad. Excepto la gracia, que no puede caer a partir de un determinado punto. Dice también que “el hombre no escapa a las leyes de este mundo sino por la duración de un relámpago. Instantes de tregua, de contemplación, de intuición pura, de vacÃo mental, de aceptación del vacÃo moral. Sólo por esos instantes es capaz de lo sobrenaturalâ€. Por lo tanto, el riesgo de fracasar en esta vida es considerable. Y a ratos parece que la gracia fuera un asunto exclusivamente femenino.
Del vientre del riesgo, la gravedad y el prodigio han sido formados los tres fragmentos vitales recogidos en este librito. Parte de una perspectiva poco habitual: Fleur Jaeggy ha traducido al italiano a Marcel Schwob (Vite immaginarie) y a Thomas De Quincey para la editorial Adelphi, mientras ha llegado a John Keats (tercer personaje del volumen) como terca lectora de sus odas al morado esplendor de la melancolÃa. El motivo para trastocar la biografÃa de estos autores pertenece al misterio; estaban en la estanterÃa de su marido antes de mudarse a Milán; tal vez estos tres forman un retrato robot de Roberto Calasso: una frente amplia, la barbilla toscana y cuadrada, y las facciones restantes que se desploman como cascadas, según cae la luz; es un rostro feliz y satisfecho el de Calasso, un poderoso contraste con la concentración permanente de la escritora suiza, que esconde las sorpresas en un gesto similar al de unas sábanas crujientes que se estiran.
La mirada dirigida a estos tres hombres, erráticos como el fondo de una taza de sal, es la que resulta de la intimidad puesta a prueba. Jaeggy no se limita a colocarse en una determinada situación, ni a pensar como un hombre; ni siquiera se conforma con plantearles incómodos conflictos, pues entiende que bastante tienen ya ellos con su traje mortal. Estas conjeturas son los descartes de la rutina, la pasmosa sencillez de las crónicas sobre un atardecer o sobre la compra. A un lado de la mesa blanca, Jaeggy tiene el hueco de uno de los volúmenes biográficos de Thomas De Quincey, éste en concreto sobre las últimas jornadas en la vida de Kant; no necesita acudir a él, tan solo recordar un determinado pasaje que asalta con la intensidad del pitido que emite la tetera olvidada sobre el fuego. Roberto está de viaje. Las lechugas no se lavan solas. Unos diminutos puntos sobre las hojas externas hacen que ella aparte el rostro, sin saber si se tratan de los insectos habituales en esta verdura, o solo son granos de arena.
Cierra los ojos para volver a un pasado que el propio De Quincey querrÃa olvidar, aunque se empeñe constantemente en sacarlo a la luz; porque ese bulto, que está hecho de dolor, pesa cuando se carga con él pero es añorado cuando no hay posibilidad de palparlo. Es el dolor del hijo, y el del padre, el del que mastica opio y el dolor del que delira y se contempla durante horas la cruz en el centro del ombligo. Jaeggy cierra los ojos, un poco saltones. Aprieta los labios.
Keats se parece a De Quincey en que ambos llegaron a desear la muerte con todas sus fuerzas. Y se parecen en que tienen a un Wordsworth a mano, como testigo de sus declives fÃsicos. Keats se inclina hacia la compañÃa de un piano y de sus cartas. Las cartas son ya objetos de la misma importancia que las fotografÃas impresas, o los jarrones. Fleur Jaeggy mira al suelo de su cuarto, por él suele dar el matrimonio los largos y perezosos paseos de la culpabilidad por no hallarse frente al escritorio, en el estudio o en la cocina. Recuerda el abrecartas entre los papeles de Roberto, bajo la delgada capa de polvo que remite a su vez a la ausencia de él. El objeto que ya no se utiliza, pero del que es imposible desprenderse.
A la mañana siguiente, mientras permite que el silencio termine de despedazarse en cada una de las estancias de la casa, se sienta a leer lo de las noches anteriores. Su disciplina no le permitirá salir a pasear para despejarse. No hasta que llegue Roberto. Enciende un cigarrillo. Se contempla las manos, y desiste de usar crema hidratante. Dedica un vistazo al quicio craquelado de la ventana. La mano se suspende cuando va a retirarse el cigarrillo, y adopta una forma de tragedia, abriendo los dedos. Piensa en la pipa de Marcel Schwob, en Louise tirando una colilla detrás de otra. Imagina a Marcel guardando unas tijeras en un cajón. Se pregunta cómo serÃa vivir en Londres.
Se ha dicho de Jaeggy que su persecución se centra en la excelencia literaria. Pero su objetivo cae más lejos. No puede decirse de ella que sea una escritora moderna en el sentido de una pura exaltación de la belleza, al menos no con ese fin contemporáneo de romper con la tradición clásica, ni con esa esclavitud del creador rendido a una imposible perfección. Jaeggy quiere la belleza, pero también la libertad; porque hay momentos en los que es mejor plantear posibilidades que encontrar el conocimiento. No puede pedirse a un narrador que cese de producir alegorÃas. Y no olvidemos que la literatura es además una cuestión de gracia.
Roberto llega al final del dÃa. La voz ligeramente ronca: confiesa que durante el viaje tenÃa la sensación de que le esperaban muchas cosas más por hacer de las que realmente sumaban. El saludo acostumbrado cuando los viajes son breves y se da por sentado que estarán esperándose mutuamente, como sucede con las frases de ella, que no son de anticipación. Al fondo se forma una nube de humo contra la pared, pintada del mismo tono de color que los restos en el tapón de la crema hidratante han adquirido al secarse. Roberto se acerca a la persiana.
Sube la persiana un atardecer más. Un movimiento de persiana que recuerda a la infancia de quien redacta estas lÃneas; éste se deja llevar por aquellos listones de madera verde que se enrollaban para dar paso a la brisa de un edificio alto. El recuerdo le sugiere que es hora de abandonar las conjeturas sobre el proceder de Fleur Jaeggy con la infancia terrible de De Quincey, la juventud respondona de Keats y la vejez aventurera de Schwob, envueltas las tres en unas cápsulas más narrativas que discursivas, y más cercanas a la gracia de lo que ellos, y tal vez nuestros ojos, han estado jamás.
Daniel Jándula
www.danieljandula.blogspot.com.es
Tuve la desgracia de tener que soportar al «pérfido Calasso»-como le llama su editor español-durante años. A Jaeggi sólo la conozco por teléfono, aunque hablamos por aquel entonces horas y horas. Recurrà a ella para librarme de él, pero Jaeggy-a quien terminé apodando «la cobra Thelma»-lo secunda en todas sus travesuras, por llamar de alguna manera a sus actividades delictivas con las mujeres. Asà que cuando he leÃdo este artÃculo se me ha refrescado el repugnante matrimoniazo que forman esos dos. Ella llegó a hablar en una entrevista recogida en «Gli Adelphi della disoluzione» ( libro bastante extraño y por desgracia bastante vaticano y facha donde los ponen a parir, con motivo, a ellos y al resto de la banda) del «gozo de la perversidad». En cuanto al dottore Calasso: en 1993 hubo una intervención en el Parlamento Italiano para prohibir sus obras por sus incitaciones a la violación y al estupro. «El sacrificio ( del otro) es necesario», afirma en «La Ruina del Kash».
Como dirÃa Federico GarcÃa Lorca:
«Asesinos de palomas ¡ Fuera de la bacanal! «
No tenÃa ni idea, Blanca. Gracias por el comentario.