Anne F. Garréta (ParÃs, 1962) se impone, en Ni un dÃa (EDA Libros, 2017), la traba oulipiana de escribir, durante cinco horas seguidas en varios dÃas o noches consecutivos, en torno al recuerdo de varias mujeres deseadas y/o deseantes —una por dÃa—, para después ordenar el conjunto a partir del orden alfabético de sus iniciales. Su particular ascesis consistirá, pues, en que no pase ni un dÃa —de ahà el tÃtulo— sin escribir sobre una mujer que de algún modo la marcó. Se entregará a un libertinaje mental a horas fijas y puramente discursivo, consagrándose durante ese lapso a la tarea imposible de fijar el escalofrÃo de la carne. Se trata de un proyecto melancólico, de una ironÃa cruel: hacer la autopsia del deseo pasado, muerto.
Esta escritora de gran erudición y potencia analÃtica se estrenó literariamente en 1986 con Sphinx —en español, Esfinge (Tusquets, 1988)—, una novela que destaca por su estilización superdotada y muestra un recorrido por las derivas nocturnas de un/a joven —el género jamás se deja traslucir, y esa es la traba concreta de esta novela: la contrainte de Turing— cuyo “destino de fuga fascinadaâ€, traducido en un lánguido deambular por los clubs, cabarets y antros de la noche parisina, conjura el tedio de vivir y se orienta a la búsqueda de la belleza más ambigua y turbadora. Su segunda novela, Ciels liquides (1990), arranca de una privación, la pérdida del lenguaje, que impide al personaje principal asignar nombres a los objetos —las palabras huyen pero la idea permanece, en forma de hueco o de crisálida vacÃa— y propicia su descenso a los infiernos; la noche es conducida por un “manège de spectres, pulsation noireâ€. La Décomposition (1999) constituye un espejo furiosamente posmoderno y oulipiano de Murder Considered as One of the Fine Arts (1827) de Thomas de Quincey, del que deviene distanciada actualización y parodia: el protagonista se propone asesinar a desconocidos, según un sistema de azarosas convenciones, y vincular cada uno de estos crÃmenes a la supresión correlativa de los personajes de À la recherche du temps perdu (1913-1927). Porque la vida es muy corta y Proust es muy largo. Una de las tareas que asigna a esta nueva poética criminal es acabar con el psicologismo para privilegiar el acto en sÃ, la performance: “Il faut donc raisonner nos raisons et assurer à nos meurtres l’impersonnalité rigoureuse d’une contrainte». Y he aquà una palabra clave: la contrainte. La traba o constricción. Después de esta novela, Garréta entró a formar parte del OuLiPo, y en 2009 escribió Éros mélancolique junto con Jacques Roubaud. Acaba de publicar Dans l’béton (2017).
Pero vayamos a Ni un dÃa (Pas un jour, 2002), novela que obtuvo el Premio Médicis y que ha publicado en español EDA Libros, en traducción de Sara MartÃn Menduiña. Como afirma Hermes Salceda en el prólogo, toda la obra se esfuerza en desvelar las convenciones que hay tras el género confesional. Garréta acusa a Rousseau de haber inaugurado o consumado nuestra corrupción. Alude a las listas donjuanescas de Stendhal y de su alter ego Henry Brulard. También hay guiños a Perec y sus contraintes. La autora absorbe y reformula citaciones, jugando con la tradición y ofreciendo, desde una cadencia clásica, realizaciones vanguardistas propias de una escritura posmoderna, de ruptura y desacralización. En sus primeras novelas habÃa ecos de Baudelaire, Rimbaud y Lautréamont, mientras que en La Décomposition el asesino en serie basaba su modus operandi en la novela de Proust y en el tirer au hasard de Breton. En Ni un dÃa recurre a la ironÃa, la parodia y la autocrÃtica incesante, asà como a juegos intertextuales, para deconstruir un pasado desvitalizado y, paralelamente, también la novela tradicional —en el breve texto R.I.P. Roman (2006), Garréta declaró la muerte de la novela—.
En el Ante Scriptum presenta las normas con las que construirá su relato. Afirma que emplea el género de la confesión para, paradójicamente, desprenderse de sà misma. El tuteo que la desdobla equivale, en cierto sentido, a negar el yo y denunciar su carácter ficticio como unidad. Partiendo de la convicción de que ningún sujeto se manifiesta nunca en ninguna narración, se somete deliberadamente al género de la literatura antaño llamada Ãntima a fin de ponerlo en evidencia. Se propone escribir como quien va a la oficina —cinco horas por mujer, o por inicial— y devenir asà funcionaria de la memoria de sus deseos: “un vaciado de la memoria en el marco estricto de un momento determinadoâ€. Y todo ello sin filtros ni reconstrucciones: tal como en el momento de evocarla se le aparece cada aventura.
“Sólo captas el instante a través del recuerdo lejano, una vez que el olvido confiere a las cosas, a los seres, a los acontecimientos, la densidad que de dÃa, evanescentes, nunca tienen. Tus dÃas son de vapor, de bruma imperceptible […]. Sensibilidad de placa fotográfica, que no se revela sino lentamente. Y que, según crees, no conoce fijador: traÃda a la luz de la pantalla, de la página y largamente expuesta a la mirada, la memoria se disuelve irremisiblemente.â€
Las doce rememoraciones aparecen en el orden alfabético de las iniciales que encriptan a las mujeres. Y, asà como en Esfinge todas las noches se funden en una sola, entrecortada y repetitiva, aquà podrÃa parecer que los cuerpos evocados son intercambiables. La primera mujer evocada es B*, una intelectual de figura frágil y agudeza mental exacerbada, con una “inclinación casi sensual al análisisâ€, que se lanza a tumba abierta a los juegos de lenguaje. Para traerla mejor a la memoria la narradora se detiene en la atmósfera de tonos cobrizos que recubre ese recuerdo y empaña la visión, idealizándola: un campus universitario en Italia, un palacio romano con paseos de grava y setos de boj, el coñac, los candelabros oxidados. No es la única historia que sucede en cÃrculos académicos. AsÃ, sabremos que la mujer encriptada bajo la inicial Y* la frecuentaba para ascender en la jerarquÃa universitaria, y que a E* la conoció en una sala de conferencias.
El capÃtulo dedicado a X* —la incógnita a despejar— focaliza en una clase de self-defense en el campus universitario donde la narradora daba clases de literatura; de tanto tratar de adivinar qué alumna, de las que compartÃan las lecciones de deporte con ella, era su admiradora secreta, le “sobrevino una conciencia aguda, inédita, del peso de los cuerpos, de la proximidad de los rostros, de la presión de las manos, de los miembrosâ€, y sucedió que todos esos gestos, movimientos y contactos se erotizaron.
“El misterio de su identidad, la búsqueda de signos, la pasión hermenéutica que te inspiró, hicieron de ese semestre de self-defense la más turbadora experiencia erótica de tu vida. Y de un erotismo tanto más extraño cuanto que no llegaba a fijarse, a atribuirse a ningún cuerpo, sino que te ligaba a todos […]. Ejercicio, ascesis delicada y secreta para adivinar el deseo enigmático del otro, y que encantaba literalmente el cuerpo.â€
La rememoración de N* la retrotrae más lejos en el tiempo, a los años en que estudiaba en el Instituto Henri IV, donde se preparaba para el examen de acceso a la selecta Escuela Normal Superior de Letras y Humanidades y podÃa, por fin, probar su fuerza en las discusiones intelectuales, “en exaltantes justas de seducciónâ€. La conquista de la mujer en cuestión surgió como un reto digno del más consumado libertino y se consiguió al más puro estilo de Choderlos de Laclos, esto es, con asedios epistolares.
C* habla de una inclinación sexual inesperada e indesligable de una profunda repulsión. Un deseo inmediato y devastador por una mujer que ni siquiera le gustaba y que —intenta convencerse— fue el objeto accidental y no la fuente de ese deseo.
“AsistÃas, impotente, inmóvil, a tu propia colonización por un deseo inexplicable y obsceno que tu voluntad no consigue reducir, circunscribir, purgar […]. De ahà tu melancolÃa: ese deseo no venÃa de ti. Ese deseo pasa de ti. Empecinado, ciego, sordo, brutal, no tiene remedio […]. La mirada y la carne no pertenecen, parece, al mismo cuerpo: la imagen de la desconocida y la pulsación del deseo, cada una madre de galaxias, de universos paralelos.â€
La inicial D* se refiere a una mujer heterosexual con la que la narradora tuvo que emplear sibilinos códigos de seducción para lanzarse a una aventura que, vista ahora, habrÃa preferido ahorrarse. Por su parte, Z* capitaliza la memoria del deseo reciente a partir de una mordedura fugazmente tatuada en la espalda, “cifra secreta y póstuma del placerâ€.
El capÃtulo dedicado a H* se remonta a las noches de discotecas, cuando la autora recogÃa —“propensión flaubertianaâ€â€” la documentación necesaria para una novela —sin duda se refiere a la primera, Esfinge—. Nos presenta a una criatura seductora y estilizada que performaba su género y su modo de estar, haciendo ostentación de una feminidad visiblemente calibrada y calculada. Con ella interpretó “la escena de la fascinación y el desencantoâ€, en una historia donde, más que deseo, habÃa juego de roles.
“Si leÃas bien la escena, te estaba haciendo el Ãngel Azul, y otros dramas de mujer fatal o fatalmente tocada por un flechazo […]. Se presentaba a la vista, sobre este escenario expuesto a todas las miradas, como un objeto oscuro, seductor y fatal, sirena atada a la roca de su elecciónâ€.
La historia de K* es diferente. A la autora/narradora le resulta muy difÃcil, en este caso, adoptar la habitual perspectiva irónica y distanciada, “que acota y localiza, que inmoviliza el recuerdoâ€. La ternura la asola y es el fondo de su impotencia. Al reconocer, de golpe, el amor, se le rompe la sintaxis, hasta el punto de que la omnipresente segunda persona da un paso en falso —del tú al yo—: “siento de golpe con cinco años de retraso el dolor de haber perdido a una mujer que amaba (¿que amabas…?) sin haberlo sabido nuncaâ€.
La inicial I* no corresponde a una mujer, sino que precede a una fascinante digresión sobre sus escapadas nocturnas en Estados Unidos —sus noches americanas, road movies sin cámara—. Y nos traslada a una madrugada en la carretera, con la música sonando en bucle y un número indeterminado de millas por delante. Un viejo coche alquilado —de preferencia, un Pontiac Grand Am— surfea por la cinta negra de la carretera, surcando un paÃs desmesurado y desierto, un paisaje que, por hallarse en las antÃpodas estructurales de los paisajes que han formado la mirada de la autora, “siempre se escapará a tu toma: excede el marco de tus representaciones, las desbordaâ€.
“La del Grand Am de Pontiac, esta gran dama o alma americana […], soberana de tus noches […], transporte incomparable, y que nunca posees, no más que el mundo que te permite rozar, atravesar, extraño y tan familiar. ¿HabrÃas podido concertar alegorÃa más bella, figura más sublime al deseo?â€
En estas narraciones, que presentan numerosas digresiones y derivas ensayÃsticas, Garréta parodia los usos heteropatriarcales que pautan la intimidad y sus interpretaciones, reflexiona sobre deseos no normativos y nos conduce por el sistema de signos subterráneo que vehicula el deseo lésbico. Pero no solo eso: también denuncia la resistencia, tan en boga, a darle importancia a lo Ãntimo, o la obstinada renuncia a entregar a Eros su secreto. La racionalización del deseo, indesligable del consumo, hace que su incógnita y revelación aparezcan sin encanto ni vértigo, viéndose reducidas a “ecuaciones simples y protocolos codificadosâ€.
“D* era una mujer tÃpicamente deseable, lo veÃas en y por los ojos de los demás, te lanzaste sin pensarlo a la aventura. Digamos que a la más banal de las relaciones burguesas. Marivaux con desenlace de vodevil, la intrépida inquietud de las Luces resolviéndose en positivismo llano […]. La diferencia es que no la habÃa. D* se habÃa echado un amante y habÃa tenido el ingenio de elegir para el papel a una mujer […]. La relación seguÃa siendo pues estrictamente heterosexual.â€
En el Post Scriptum, la autora revela que fue incapaz de respetar las reglas autoimpuestas, y que, por otra parte, se atuvo a cláusulas que ha mantenido escrupulosamente en secreto. Solo revela que uno de estos ejercicios de memoria es simulado, pura ficción, y con ello siembra la duda sobre la veracidad de todo lo escrito, lo que equivale a cuestionar la posibilidad de la autobiografÃa: “eres incapaz de devanar la bobina inexistente de una pelÃcula que jamás ha sido rodada […]. No hay más que borraduras. En tu memoria todo se ha descompuesto y depositado en la forma de un espectroâ€. Admite que ni siquiera serÃa capaz de hacer un retrato cubista de quien una vez fue objeto de deseo y ahora es “una figura acribillada de elipsesâ€. Arroja una duda sistemática, cartesiana, sobre la veracidad de cualquier relato; asigna la categorÃa de impostura a la llamada escritura Ãntima, de la que se han apropiado idólatras, fetichistas, pornógrafos y mixtificadores. Lo que no le impide aplicarse a la disección del deseo.
Montada en un bólido literario de gran potencia y de diseño exquisitamente audaz, Anne F. Garréta atraviesa los vértigos del lenguaje para aunar intelecto y carne. Con una pose seductoramente escéptica, se dedica a inventariar los paisajes de la memoria. Y, buscando acotar la luz de un espectro, su halo inasible y alucinado, acaba recogiendo la “ceniza gris de las señales fosforescentes consumidasâ€.
“No hay tiempo en tu memoria, nada más que lugares y entre ellos pasajes que no se descubren sino para volverse a cerrar detrás de una. Y una memoria meteorológica, de la luz que hacÃa. Luz inseparable de los lugares y del movimiento de tu cuerpo en el espacio, de la visión de los otros cuerpos en este espacio y esta luzâ€.