«Un mundo aparte», la escritura de la memoria

Un mundo aparte. Gustaw Herling-Grudziński
Prólogo de Jorge Semprún
Traducción de  Ágata Orzeszek y
Francisco Javier Villaverde Gozález
Libros del Asteroide (Barcelona, 2012)

“¿Acaso se puede vivir sin piedad?”, se preguntaba Gustaw Herling-Grudziński pocos años después de abandonar ese mundo aparte en donde estuvo recluido; la pregunta que, por entonces, se hacía el escritor polaco al rememorar su experiencia en los campos de trabajo en los años de Stalin, sigue sin hallar respuesta o -todavía peor- a pesar de la retórica que es intrínseca a dicha pregunta, a pesar de la respuesta que es posible leer entre los dos puntos de interrogación, la piedad se desvanece. Desde aquel 1951, cuando el libro de Grudziński fue publicado en inglés con prólogo de Bertand Russell, la historia parece no haber enseñado nada. ¿Historia magíster vida? Ésta es la auténtica pregunta, ésta es la cuestión que parece inevitablemente imponer una respuesta negativa.

El premio Nobel de la Paz a la Unión Europea no es más que una falacia, la de conmemorar unos inexistentes cuarenta años sin conflictos; la guerra de Yugoslavia desaparece de la narración histórica, juntamente a la poco célebre actuación de los cascos azules. “Yugoslavia no pertenecía a la Unión Europea” afirman algunos en el fútil intento de justificar un premio de por sí injustificable; los cuarenta años de paz son una entelequia: la participación en diferentes conflictos armados -motivada casi exclusivamente por intereses económicos-, la muerte a manos de ejércitos occidentales y, por tanto, europeos, de civiles que, más allá de las naciones y de las fronteras que nos separan, eran y son vidas humanas condenadas al libre albedrío de gobiernos e instituciones manchadas de sangre, conforman la narración de estas últimas décadas. La Guerra de Irak no fue la última, seguramente fue la más mediática, pero antes de ella Afganistán y, en estos días Mali, país que vuelve a ser testigo de una historia repetida una y otra vez a pesar de los años y de aquellos testimonios que, a lo largo del siglo XX, describieron con palabras  el infierno de la guerra y de la represión.

Un mundo aparte es el relato de la experiencia de su autor, Gustaw Herling-Grudziński, durante los dos años de condena en el Gulag de Yertsevo, en Siberia, después de haber sido detenido en 1940 y recluido inicialmente en la prisión de Vitsebek. A nivel literario, Un mundo aparte es una extraordinaria novela, obra de un escritor con mayúsculas, uno de los autores polacos más relevantes del siglo XX; históricamente, es un testimonio lúcido, reflexivo, extremadamente duro en cuanto carece de cualquier rasgo autocompasivo, sin eludir el cinismo y la carencia de empatía de las que, como si de una coraza se trataran, se inviste el condenado durante una encarnizada lucha por la supervivencia.

Un mundo aparte “es literatura”, así lo definía Jorge Semprún en el prólogo de la edición francesa; “no sólo es sincero y auténtico en lo que se refiere al contenido histórico”, escribía el autor de La escritura o la vida, “es auténtico también con respecto a las formas de la literatura, a los valores morales y culturales de una relación transparente, compleja y rica con la literatura”. Semprún y Grudziński, dos autores en cuyas obras la literatura se convierte en el texto que subyace a lo largo de sus testimonios: sin dejar de ser el testimonio personal e individual de dos hombres, la experiencia en los campos de concentración y la experiencia en el gulag de  Semprún y de Grudziński adquieren un valor universal. Sus obras son literatura, son un relato y, a la vez, una reflexión acerca de la naturaleza humana, en la que se mezclan sentimientos de empatía y reciprocidad con los instintos más despreciables a los cuales el individuo no es ajeno.

Gustaw Herling-Grudziński (foto: D. P.)

La humanidad se desvanecía en aquellos campos de trabajo de Siberia, “el hombre es humano en condiciones humanas”, unas condiciones inexistentes que, como escribe el propio Grudziński, obliga a considerar como “uno de los despropósitos más espantosos de nuestros tiempos” el intento de juzgar al individuo “a partir de actos que ha cometido en condiciones inhumanas”. Grudziński no condena a sus compañeros de campo, su mirada observa cómo los valores y los principios que hasta entonces habían estado presentes en la vida de cada uno de los condenados son inconscientemente abandonados por quienes puede solamente rememorar aquel mundo del que han sido sustraídos y en el que la palabra “humanidad” todavía tenía sentido. Es imposible preguntarse el límite de la dignidad humana cuando se está doblegado por el hambre, “no hay límite” afirma Grudziński, pero tampoco hay posibilidad de juzgar su ausencia, no se puede juzgar al doblegado, sino a quien doblega: “si Dios existe, que castigue sin miramientos a quienes doblegan a la gente mediante el hambre”, reclama el autor y, tras sus palabras, se esconde la conciencia, la trágica conciencia, de quien sabe que no habrá ni justicia punitiva ni reparadora para aquellos que un día doblegaron sin piedad.

Adorno se preguntaba si era posible escribir después de Auschwitz, pero nadie se preguntó si era posible escribir después de sobrevivir a aquel archipiélago gulag que, hasta los años setenta, permaneció escondido en un silencio roto solamente por Solzhnitsyn, cuando en 1973 publicó su obra. Sin embargo, años antes de que la obra de  Solzhnitsyn pusiera en el mapa aquel archipiélago, Grudziński no sólo había denunciado aquella realidad que la separación en bloques y el impacto creado por Auschwitz había ensombrecido, sino que demostró que la escritura era todavía posible. De la misma manera que Primo Levi, Jorge Semprún o Irme Kertesz contestaban con sus libros a la pregunta formulada por Th. W. Adorno, Grudziński encontraba en la literatura la manera de poder enfrentarse “a la propia vida”, abrir los ojos ante a una realidad hacia la que cuesta dirigir la mirada. Tras abandonar Yertsevo, unos versos del poeta Julian Tuwin resurgían de la “memoria agusanada” de Grudziński como reflejo de aquel tiempo, de aquel mundo y, a la vez, de aquel hombre que, a pesar de los dos años transcurridos, todavía sobrevivía. A los versos súbitamente rememorados, las ansias de escribir no tardaron en llegar: las anotaciones en una pequeña libreta fueron las primeras palabras que Grudziński trazó, consciente que escribir sobre ese mundo aparte que acababa de abandonar no era fácil; las palabras no conseguían reflejar aquel escenario tan inverosímil como cruelmente real: “no creo que la literatura pueda caer tan bajo y salir impune, sin sufrir merma alguna, siendo como es el arte de dotar de expresión artística cosas comúnmente sabidas y sentidas”.

Un mundo aparte no es una obra mermada, Grudziński encontró la manera de hacer de su testimonio una obra literaria, convertir su experiencia en la expresión de la desesperanza y de la angustia a la que el ser humano ha sido obligado a enfrentarse una y otra vez a lo largo de la historia: Auschwitz, Yertsevo, Serbia, los Jemeres Rojos o Guantánamo son sólo algunos de los nombres que recorren los años más recientes. En Apuntes de la casa muerta de Dostoievski, leído a escondidas en las pocas horas de descanso dentro en el campo, Grudziński había encontrado la lucidez que Yertsevo le había sustraído; en la obra de Dostoievski, el escritor polaco no sólo vio la posibilidad de narrar y describir “el sufrimiento inhumano como si formara parte natural del destino humano”, sino que fue consciente de que entre ese destinto narrado por Dostoievski y el suyo “no había existido nunca la más pequeña interrupción”.

La lectura de Un mundo aparte se hace indispensable para adquirir conciencia de una historia cuya memoria, como diría Tzvetan Todorov, es esencialmente un remedio contra el mal que todavía hoy, con otros rostros y en otros escenarios, sigue presente. Un mundo aparte es, como toda gran novela, atemporal, más allá de las circunstancias en las que fue escrita, es el testigo más amargo de que desde entonces no ha existido nunca la más pequeña interrupción, entre ellos y nosotros, la historia sigue el mismo recorrido. No sirven puntos finales, sirve la memoria y la literatura como expresión privilegiada capaz de convertir lo individual y lo circunstancial en universal.

Anna Maria Iglesia

Anna Maria Iglesia

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura

y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la

UB. Es colaboradora habitaual de Panfleto Calidoscopio, ha publicado breves ensayos

en la Revista Forma de la UPF y reseñas en 452f. También ha publicado artículos en El

núvol o Barcelona Review.

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