Metrópolis. Thea von Harbou
Traducción de Amparo GarcÃa
Gallo Nero (Madrid, 2013)
Las ennegrecidas aguas del Támesis recorren una ciudad escondida tras el humo y la ceniza de las fábricas; a lo lejos nada se vislumbra, la ciudad de Londres desaparece, tan sólo se observa la torre del parlamento, la vieja torre que se eleva como testigo de todo aquello que se esconde tras el cenizo telón de carbón.
AsÃ, con un travelling narrativo avant la lettre, inicia Nuestro amigo común, una de las más extraordinarias novelas de Charles Dickens. El autor inglés describe el Londres que despierta a la industria y al capital, a la producción en masa y a la esclavitud de la fábrica. Londres aparece como una ciudad de contraste, la elegante y majestuosa city se yergue aislada, rodeada por los barrios ennegrecidos de las clases trabajadoras donde conviven los humildes trabajadores, los pobres, las prostitutas y los huérfanos que, como Oliver Twist, tratan de abrirse camino entre los obstáculos y los impedimentos de la sociedad moderna. Dickens describe la sociedad industrial, la sociedad de la burguesÃa, la sociedad de la ética protestante y del espÃritu del capitalismo; es la sociedad a la que Marx dedicará El Capital, la misma en la que el proletariado se convierte en una masa silenciosa, motor de un desarrollo económico del que, sin embargo, no puede gozar.
La fantasmal y decrépita Londres de Dickens fue sólo el inicio de un tiempo marcado por el crecimiento de las ciudades, éstas se convirtieron en el escenario sobre el cual se representaba la narración social de una época y de un tiempo en continuo «progreso». El progreso, un concepto tan aplaudido como denostado: convertido en excusa, en leitmotiv de instituciones polÃticas y económicas, el progreso ha conllevado no sólo grandes descubrimientos e innovaciones, sino un lento derrocamiento de la sociedad, cada vez más fraccionada, cada vez más dominada por una élite económica y por la aparente necesidad de las máquinas y/o tecnologÃa. En la Alemania de los años 20, Thea von Harbou observaba este lento pero progresivo devenir; en una Alemania despiadadamente golpeada por su derrota en la Guerra del ’19, BerlÃn, asà como otras ciudades del paÃs, era el escenario de la pobreza y la miseria: el nuevo despertar económico impulsado por los sectores más afortunados obligaba a la clase trabajadora a interminables jornadas de trabajo. Atrapados en las fábricas, alienados por la repetitividad y mecanicidad del trabajo y escasamente gratificados por mÃseros sueldos, los trabajadores de la Alemania de Von Harbou se constituyen como una subclase, como anónimos individuos obligados al silencio y a vivir escondidos tras la gran ciudad que, sobre sus espaldas, se ensalza ajena a ellos. Algunos podrán considerar dicha descripción como el relato de una época que todavÃa no hemos dejado atrás; otros la considerarán como una descripción propia de la crÃtica social de herencia marxista; sin duda, para algunos no será sino la mera hiperbólica descripción novelesca, mientras que otros tratarán de vislumbrar en esta descripción los latentes sÃntomas ideológicos de Thea von Harbou, quien en 1932 se unió al partido nazista alemán.
Resulta complicado afirmar con rotundidad cuál de dichas interpretaciones es más fiel a Metrópolis, publicada por Gallo Nero, y que la autora alemana no sólo escribió, sino que también adaptó para su versión cinematográfica, dirigida por Fritz Lang, con quien estuvo casada. Ambientada en un tiempo futuro difÃcilmente fechable a partir de nuestro imaginario: ninguna de nuestras ciudades se parece a Metrópolis y, paradójicamente, todas se asemejan a ella. Fácilmente definida como una novela futurista, Metrópolis participa del género fantástico: la creación de un robot antropomorfo por parte del cientÃfico Rotwang, la existencia de un submundo bajo los cimientos de Metrópolis en el que «viven» y trabajan un indefinido número de trabajadores, cuya mecanizada existencia está restringida a los lÃmites marcados por ese submundo; la Torre de Babel, un panóptico que todo lo ve y que reúne bajo su control a todos los individuos que, alienados, conviven en una ciudad escindida; el Señor de Metrópolis, Joh Frederse, creador de esta monstruosa urbanidad, cerebro y, a la vez, juez supremo, de cuanto allà acontece.
Éstos son sólo algunos de los elementos que hacen de Metrópolis una novela distópica: lo fantástico, señaló en su dÃa Julio Cortázar, «no tiene porqué diferenciarse en sus manifestaciones de esta realidad que nos envuelveâ€: entorno a la Torre de Babel, los individuos no se comprenden, como en el relato bÃblico, la Torre se convierte en un sÃmbolo de una voluntad de poder y de dominio cuya inevitable condena es la confusión. Es mucha la distancia entre la Metrópolis y el submundo de las máquinas y de sus trabajadores, una distancia abismal, ningún lenguaje les reúne, ningún lugar, ninguna costumbre, los hace partÃcipes de una misma realidad. Von Harbou describe una sociedad dividida en clases, la élite y los trabajadores, motor de un falso progreso; como ya habÃa señalado Marx, las clases sociales no se comprenden, se oponen en una perenne lucha de clases. Desde la Torre de Babel, como el gran hermano de Orwell, se observa, se controla para que el artificial equilibrio social no desemboque en revueltas, para que aquellos silenciosos trabajadores no alcen finalmente su voz y se hagan finalmente visibles.
Sin embargo, y a pesar del latido que palpita a lo largo de toda la novela, Thea von Harbou no propone la revolución como solución al conflicto; Metrópolis no debe leerse como un alegato a la revolución del proletariado y, a pesar de que el retrato social evoque indudablemente a las propuestas ideológicas marxistas, la novela, a través de los personajes de Freder y de MarÃa, termina proponiendo un posible rescate apelando a la fraternidad y la colaboración y reunificación pacÃfica entre los individuos. Thea von Harbou recurre a la simbologÃa cristiana para narrar una parábola acerca de la unidad y confraternidad de los individuos; MarÃa, «madre» y «virgen», se une a la causa de los trabajadores junto a Freder; no se busca la revolución, no se busca una salida violenta, sino una utópica reunión entre las clases, una reconversión de la estructura social y, sobre todo, una reconversión de los sentimientos sobre los cuales se cimienta Metrópolis. El rescate llegará con «el mediador entre el cerebro y las manos», es decir, la salvación, afirma MarÃa, solamente será posible gracias al «corazón», pues a pesar de los errores, a pesar de la monstruosa creación humana, los seres aman, los sentimientos nunca les son completamente ajenos y, por ello, «dondequiera que existan seres que aman está el jardÃn de Dios, y nadie tiene derecho a arrojarlos fuera».
La historia que, a pesar de todo, todavÃa no ha concluido ha demostrado que, más allá del halo fantástico de la novela, la Metrópolis de Von Harbou sigue presente, sigue alzándose en nuestro tiempo. La escisión social, la precariedad e, incluso, la miseria a la que muchos están condenados en nombre de la riqueza de unos pocos; el control absoluto, propuesto por Bentham y que crÃticamente analizó Michel Foucault, se ha incrementado: ya no se trata de una torre, ahora los medios son otros, pero todavÃa hoy desde la elite de poder se pretende sofocar todo intento de protesta, todo posible cambio que altere el precario e injusto equilibrio sobre el que se sustenta una sociedad que, paradójicamente, se define como democrática. Aunque se propone el sentimiento de fraternidad como el único posible rescate, tan discutible como inverosÃmil, Metrópolis es una obra que, a dÃa de hoy, adquiere un nuevo significado: las predicciones de entonces son, al fin y al cabo, la realidad de hoy; la inquietante atmosfera conseguida por Thea von Harbou es la naturalizada atmosfera en la que, y a pesar de las diferencias, estamos sumergidos.
Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia