Nápoles | Foto: Meritxell Gutiérrez

El vientre de Nápoles

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Nápoles | Foto: Meritxell Gutiérrez

¿Cuál es hoy, en realidad, el volcán más indómito de Europa? ¿Qué tipo de lava ha ido inundando las calles de uniformidad y réplica?  ¿En qué momento se detendrá la erupción de esta plaga de franquicias y simulacros? Nápoles resiste doblemente. Al neoliberalismo, que todo lo quiere homogéneo, y al costumbrismo barato, que pretende encerrar la vida en postales y reliquias. El claxon, aquí, es una melodía. Un himno. Cada colada es un juego de banderas. Una patria cotidiana.

Caminamos por la ciudad de la mano de Matilde Serao, escritora que, a partir de la epidemia de cólera de 1884, escribe El vientre de Nápoles, un clásico del periodismo literario. Se lamenta la autora de que las autoridades no hayan hecho nada para garantizar la higiene de sus ciudadanos, pero en esta colección de artículos, que abarcan más de 20 años, también disecciona el carácter irreductible de una urbe cargada de cadencia y músculo.

Gallo Nero

Como apunta Serao, un siglo antes, pocas arterias pueden competir con la Vía Toledo. Y allí comenzamos a caminar la ciudad. “No tiene rival, ni siquiera en las calles más mágicamente bellas de Nápoles… Es la vida misma… Cubierta de flores, fluctuante y agitada por una ruidosa multitud”, escribe la autora. Lo cierto es que, pese a que ahora podría asemejarse a cualquier avenida comercial de la nueva Europa, llena de cadenas de moda, ya encontramos algunas huellas que nos permiten adentrarnos, poco a poco, en el enigma napolitano. Las videntes echando las cartas, los camareros que pasean sus bandejas de un lado a otro del bulevar, la estación del viejo funicular, o las pastelerías que ofrecen café y babà.

Desde allí nacen las callejuelas que nos sumergen en el barrio español y, desde la vía Montecalvario, recorremos un organismo vivo y ancestral. En cada esquina hay una virgen coronada con las fotos de los vecinos que ya han fallecido. Huele a cirio y a mozzarella. A humo y a paloma. Uno aprende a esquivar las motos que aparecen de todos lados y a observar, con respeto y discreción, la viviendas que reúnen, en un único espacio, dormitorio, cocina y comedor. “En el bajo duermen tres, cuatro y hasta siete personas, y en las noches de verano, cuanto más calor hace, arrastran una hamaca al exterior, una silla o puede que se tumben directamente sobre el pavimento, durmiendo al aire libre”, escribe hace tantos años Matilde Serao, como si lo estuviera dibujando hoy mismo.

En estas calles, oscuras y familiares, suelen encontrarse las trattorias más concurridas. No hay espacio aquí para la falsa sofisticación ni para la adulación del turista. Se come pizza (preferiblemente, por su simplicidad, la Margarita), ñoquis o berenjenas. Siempre con salsa de tomate y albahaca. Y una botella de vino tinto. Barato. Efectivo. Los pizzeros, con sus palas de madera, realizan frente al horno su particular coreografía. Como si estuvieran interpretando La fragua de Vulcano.

Vittorio De Sica

Uno camina por aquí con los dedos cruzados, rezando silenciosamente, para que de algún lugar recóndito aparezca Sophia Loren y nos ofrezca una pizza frita (aún se pueden encontrar sin problema), como lo hace en ese monumento del cine que es El oro de Nápoles, el filme que en 1954 le dedicó a la ciudad Vittorio De Sica, y en el que también aparecen Totò, Eduardo De Filippo y Silvana Mangano.

“La pizza se incluye en la amplia categorías de los comestibles que cuestan un céntimo y que forma parte del desayuno o el almuerzo de la mayor parte del pueblo napolitano”, nos dirá Matilde Serao, quien no deja de acompañarnos desde finales del siglo XIX. También es ella quien nos explica cómo, aquí, lo sagrado se mezcla con lo profano. Lo entendemos cuando, cada iglesia, cada capilla, está anunciada con un neón fosforescente. Pero no solo la religión es una puerta a la esperanza. En el centro histórico, entre las verduras y los colmados, se multiplican las casas de apuestas.

“El pueblo napolitano, que es sobrio, no se corrompe por el aguardiente, no muere por el delirium tremens. Se corrompe y muere por la lotería. La lotería es el aguardiente de Nápoles”, llega a decir Serao.

Hay muchos lugares por los que el caminante puede sentirse atrapado por la belleza napolitana. El más impresionante, por la herida abierta que supone a la ciudad, y por su indescriptible sonoridad, es la plaza Plebiscito. Justo al lado, la suntuosa Galería Umberto, con un McDonald’s y un Zara en su acceso principal, nos recuerda las contradicciones de toda metrópolis contemporánea. Desde el castillo de Sant’Elmo se puede apreciar, con precisión, el hacinamiento, tan caótico como estructurado, que es esta ciudad. Y es especialmente reconfortante deambular por la vía Port’Alba, en uno de los laterales de la plaza Dante, donde decenas de librerías de viejo se acumulan a lo largo de la calzada (allí, el viajero debería visitar la librería Berisio, lugar en el que se se concentra toda la antigüedad y modernidad de Nápoles), hasta llegar a la plaza Bellini, sitio en el que la noche es asamblea y celebración. Cerca encontraremos el Duomo, o San Doménico y San Lorenzo Maggiore.

Nápoles | Foto: Albert Lladó

Es, sin embargo, cerca del barrio español donde uno respira las múltiples singularidades de Nápoles. “Todo el barrio de la Pignasecca, pasando por Montesanto, está atascado por un mercado continuo. Hay tiendas, pero todo se vende en la calle, las aceras han desaparecido. ¿Quién se acuerda de ellas?”, se pregunta Matilde Serao. No ha cambiado tanto. El pescado se ofrece en cubos y barreños, y los comerciantes muestran su género orgullosos de su oficio y de su talento.

Nápoles es, también, la ciudad de Garcilaso de la Vega. Aquí el poeta y soldado pasa parte de su exilio, en el Castel Nuovo, la corte del virrey don Pedro de Toledo. Viviendo en primera persona el Renacimiento italiano, volverá a enamorarse. De las mujeres napolitanas, pero también del ambiente de libertad que se respira en la corte. Después del dolor del destierro, confiesa, en el soneto VII, la pregunta por la pasión ha vuelto con toda la fuerza: “Yo había jurado nunca más meterme / a poder mío y a mi consentimiento / en otro tal peligro, como vano / mas del que viene no podré valerme / y en esto no voy contra el juramento / que ni es como los otros ni en mi mano”.


Casa Malaparte | Foto: Meritxell Gutiérrez

En una hora en ferry desde Nápoles se llega a la blanca y cetrina isla de Capri. Sortearemos en cuanto antes a los turistas más adinerados, para los que han colocado taxis descapotables y tiendas de lujo. Y nos adentramos en los acantilados. En menos de treinta minutos llegamos a un camino privado. Solo hay gatos bostezando y lagartijas que corretean entre los arbustos. Es la misma senda, rodeada de mar, por la que caminan Michel Piccoli y Fritz Lang en Le Mépris, posiblemente la película más bella de Jean-Luc Godard. Hasta que la encontramos. La Casa Malaparte, construida en 1937, escenario de la última parte del filme, es un milagro de la arquitectura. Sus escaleras infinitas, por las que habita la duda y el desconcierto Brigitte Bardot, rompen en un Mediterráneo que, desde aquí, no parece tan manchado de sangre como lo está.

¿Quién es, hoy, Ulises y quién es, hoy, Penélope? ¿No sigue siendo la guerra una excusa para evitar la seducción del que tenemos enfrente?  En Le Mépris, el protagonista afirma: “Cada mañana, para ganarme el pan, voy al mercado donde venden mentiras y, lleno de esperanza, hago cola junto a los vendedores”. Está citando a Bertolt Brecht. ¿La vida necesita acercarse a un abismo como este, tan azul y tan trémulo, para que veamos lo que es, o no, el atrezzo? ¿Cómo aprehendemos, de una vez por todas, a leer, sin miedo ni expectativas, el erotismo de una imagen salvaje?

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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