Cuando leà y escuché el discurso de Ana MarÃa Matute en la ceremonia de entrega del premio Cervantes, me sentà conmovida y emocionada, supongo que como muchos de los que leéis ahora estas páginas. Uno de los motivos puede ser, sin duda, la simpatÃa que me despierta esta octogenaria con aspecto de dulce abuela narradora de cuentos. La fragilidad de su figura y el rostro cargado de recuerdos y fantasÃas la convierten en un personaje entrañable y carismático a la vez.

Pero no es eso lo que verdaderamente me conmovió. Fueron sus palabras. Fue la declaración de que su vida habÃa sido, en gran parte, una “vida de papelâ€, de que los libros habÃan sido el faro salvador de muchas de sus tormentas.
Habrá quien pueda considerar esta afirmación como algo triste. ¿Qué tipo de existencia puede ser esa que elige o se ve obligada a abandonar la realidad para encerrarse en mundos imaginarios? ¿Cómo puede alguien vivir de verdad si está constantemente escondido tras las páginas de un libro? Pues, en el fondo, la literatura no es más que un entretenimiento en el mejor de los casos, y una huida en el peor…
Sin embargo, los que somos entusiastas lectores desde la infancia, los que amamos las palabras y los universos extraordinarios que crean en nuestra mente, los que conocemos de primera mano la magia deslumbrante de una ficción que nos arrastra y nos transforma no tenemos tanto miedo a identificarnos con Matute y afirmar con ella que nuestras vidas también son, en gran parte, “vidas de papelâ€.
Y esto es asÃ, precisamente, porque entendemos lo que significa tener una relación vital e Ãntima con la literatura, porque asentimos convencidos cuando le oÃmos decir: “el que no inventa, no viveâ€, porque sabemos, al igual que ella, aunque quizá no seamos capaces de explicarlo tan bien, que la fantasÃa no es, en realidad, un modo de escapar de la vida, sino la única manera de vivirla intensamente.
En otro discurso, titulado “En el bosque†y leÃdo en 1998 con ocasión de su entrada en la Real Academia Española, la autora catalana se preguntaba: “Porque, ¿acaso nuestros sueños, nuestra imaginación no forman parten también de nuestra realidad? Yo creo que no hay nada ni nadie que sea única y absolutamente materia, y que todos nosotros, con mayor o menor fortuna, somos portadores de sueños, y los sueños forman parte de nuestra realidadâ€.
En ocasiones, he escuchado a gente manifestar un profundo desinterés por la lectura de novelas, simplemente porque lo que cuentan no es real, no ha ocurrido. Si la narración se sitúa, al menos, dentro de un contexto histórico determinado en el que se pueda “aprender†algo (la visión utilitarista es patente), la lectura queda todavÃa parcialmente justificada. Pero, cuanto más nos alejamos de la ficción de corte realista para adentrarnos en el reino de la fantasÃa y el ensueño, más cruda y vociferante se hace la crÃtica hacia el supuesto escapismo que implica.
Me recuerdan a Thomas Gradgrind, el personaje que retrata Dickens en Tiempos difÃciles, un maestro obsesionado por los hechos y las cifras, enemigo de dejar volar la imaginación, convencido de que los cuentos sobre las hadas, los duendes y los genios maravillosos no son más que tonterÃas destructivas, una pérdida de tiempo.
Pero la literatura, denostada o minusvalorada a menudo como ficción, como “mentiraâ€, no es algo inútil ni carente de sentido porque nos permite tomar conciencia del mundo y de nosotros mismos (incluso aunque nos hable de otros mundos imaginados, sÃ), porque nos hace reflexionar a través de experiencias que no hemos podido conocer en nuestra vida real, porque nos cambia, al menos, en la misma medida que lo hacen los acontecimientos cotidianos. Por eso, entendemos muy bien lo que nos quiere decir Ana MarÃa Matute cuando nos pide que si, en algún momento, tropezamos con una historia o con alguna de las criaturas que transmiten sus libros, nos las creamos. Debemos creerlas justamente porque se las ha inventado.
Natalia González de la Llana Fernández
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