«El hombre que amaba a los perros», de Leonardo Padura

El.hombre.que.amaba.a.los.perrosEl hombre que amaba a los perros.
Leonardo Padura
Tusquets (Barcelona, 2009)

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Se cumplen ahora, en septiembre, exactamente cuatro años de la aparición de El hombre que amaba a los perros, una novela que me empeño en no olvidar y que no sea olvidada, no solo por su carga de profundidad en la que su autor,  el cubano Leonardo Padura, dinamita todos los prejuicios tanto intelectuales como históricos sobre un tiempo atroz donde los haya, los años treinta y cuarenta del pasado siglo, sino por la excelencia de sus planteamientos estructurales, por la verdad y necesidad de sus premisas y argumentos, y por la grandeza de sus resultados. Si a ello añado que su extensa documentación obra el milagro de lograr un reflejo fiel de las condiciones históricas, sociales e ideológicas de esta época convulsa y desgarradora, sin que obste el desarrollo de una trama ficcionada en la que los personajes reales hábilmente injertados en ella alcanzan dimensiones humanas, puedo afirmar que nos encontramos con una de esas novelas de verdad imprescindibles y cuya lectura, a pesar de sus más de setecientas páginas, a más de amena, no deja a nadie indiferente: se devora con esa ansiedad expectante y exultante que solo sentimos cuando hallamos un libro completo.

Leonardo Padura nos lleva por medio de un análisis riguroso y exhaustivo a los escenarios donde Trotski, en su largo exilio itinerante, está obligado a habitar, perseguido por el odio incontinente de Stalin, y a los movimientos que el que será su asesino, el español Ramón Mercader, lleva a cabo para llegar limpio de culpa hasta él, en un proceso de banalización del mal impulsado por los soviéticos, semejante a aquel del nazismo que diera pie durante esos años a toda una teoría psicológica -de la lúcida Hannah Arendt– sobre los terribles y obscenos ejecutores del mal. A estos dos ejes se suma un tercero de no menos peso en la novela, el del propio narrador, Iván, joven cubano al que se hace depositario de la historia de este asesinato al tiempo que nos narra la suya propia, en aquella Cuba de represiones, miedo y manipulaciones ideológicas que aún persiste.

Al cabo, la novela resulta ser un extraordinario fresco que recorre las ideologías de izquierda en aquellos años, desde la Unión Soviética  a la Guerra Civil española y la II Guerra Mundial, en un sueño que se quedó en nada, lobotomizado por una gigantesca maquinaria de destrucción masiva y por sus propias e internas inquinas, combates y deseos de poder. Trotskistas, comunistas, marxistas, menchevistas, anarquistas… aparecen disputándose la tierra de la utopía, incapaces de llevar a buen puerto en ninguna parte del mundo el sueño más poderoso que hombre alguno hubiera jamás imaginado, un sueño que acabó siendo una aterradora pesadilla.

Liev Davídovich, Trotski, aparece treinta años después de iniciada su lucha revolucionaria, en un momento en que era evidente que se había quedado solo, “viendo cómo a su alrededor el mundo se quebraba bajo el peso de la reacción, los totalitarismos, la mentira y la amenaza de una guerra devastadora”. Era el momento en que la nueva campaña estaliniana propagaba el mito: “De un lado el horror, encarnado por el fascismo, y del otro la esperanza y el bien, representados por los comunistas encabezados por Stalin. La trampa estaba servida y Liev Davídovich comenzó a predecir la caída en el foso de casi toda la fuerza progresista de occidente”. Desterrado por Stalin a la isla turca de Prínkipo junto a su mujer, Natalia Sedova, y uno de sus hijos, Liova, después a Barbizon, el pueblo francés que Millet, Rousseau y otros paisajistas habían hecho célebre, para recabar en la Casa Azul de Diego Rivera y Frida Kahlo, en México, después de pasar por Noruega, su obligada itinerancia le permite continuar siendo testigo de excepción de todos los movimientos que se gestaban en el mundo occidental, entre los horrores del incipiente fascismo y la locura carnicera de Stalin, y de sufrir la desaparición y muerte de todos sus hijos, así como la tortura y ejecución de casi todos los hombres -y sus familias- con los que había luchado en una tierra arrasada por el sistema estalinista, sobre el que una compatriota escribiría: “Siento que hemos llegado al fin de la justicia en la tierra, al límite de la indignidad humana. Que han perecido demasiadas personas en nombre de lo que, nos dijeron, sería una sociedad mejor”. Veinte millones de personas, ni más ni menos.

Ramón Mercader (foto: blogs.sapiens.cat)
Ramón Mercader (foto: blogs.sapiens.cat)

El segundo eje lo constituye la peripecia vital de Ramón Mercader, cuyo perfil psicológico se reconstruye en un intento de entender los motivos que le llevarían a ser el asesino de Trotski. Una madre posesiva y vengativa, una ideología obsesivamente fiel a los dictados de Stalin, y que sometía a sus principales adeptos y ejecutores a un total lavado de cerebro que incluía la destrucción de su alma, y unos maestros que sobrevivían al miedo y a la culpa gracias a un depurado cinismo, constituyen el basamento sobre el que se alza esta obra maestra de la penetración psicológica. Lentamente pero sin pausa, Leonardo Padura reconstruye la atmósfera vital de Mercader y la de aquella convulsa España sometida a las inquinas y odios dentro de la propia izquierda, a los vaivenes que el apoyo de Stalin o su abandono definitivo provocarían en nuestra historia: “Lo más triste había sido ver cómo un país valiente, que tuvo la Revolución al alcance de sus dedos, había sido sacrificado por los dueños de la Revolución y el socialismo”. Porque la misión de Ramón Mercader sería “la de drenar el odio que otros habían acumulado y, alevosamente, habían inoculado en su espíritu”, hasta el punto de que “el día que mataste a Trotski sabías por qué lo hacías, sabías que eras parte de una mentira, que luchabas por un sistema que dependía del miedo y de la muerte”.

Por último, el narrador, Iván, receptor de las confidencias de “el hombre que amaba a los perros” que acaban constituyendo el relato de la novela, encarna el sentido común, la independencia de criterio y la generosidad, en un tiempo posterior, treinta años después, y en otra tierra, Cuba, también desquiciada por la aplicación de una doctrina, la socialista, que tenía institucionalizadas la pobreza y la represión generales: “Habíamos sido juguetes de prejuicios ancestrales, de pasiones ambientales del momento y, sobre todo, víctimas del miedo”.

La concatenación de los tres relatos se produce en la novela con una sagaz labor de manejo del tiempo narrativo y de las perspectivas. La elección de la narración desde tres ópticas que se alternan permite que el lector obtenga una visión panorámica y prismática al mismo tiempo, que da como resultado una obra de la que no se escapa nada, que atiende a todos los aspectos de la historia con rigurosa y aguda mirada, una manera de mirar atenta a la verdad frente a la hipocresía, que le lleva a exclamar: “Al carajo Trotski si con su fanatismo de obcecado y su complejo de ser histórico no creía que existieran las tragedias personales sino solo los cambios de etapas sociales y suprahumanas”.

Porque, “¿De qué otra cosa sino de la mar podemos hablar los náufragos?”. Por esos náufragos que somos, hemos sido o seremos, conviene recordar libros como este, que se obcecan en abrir ventanas para que nadie perezca de esa inanición terrible que produce la falta de verdad, de claridad y de luz. Leonardo Padura es un sabio con agallas que sabe mucho del mar. No, no conviene olvidarlo.

Yolanda Izard

Yolanda Izard

Yolanda Izard Anaya, (Béjar, 1959), escritora y crítica literaria. Ha publicado las novelas 'La mirada atenta' y 'Paisajes para evitar la noche', además de tres poemarios y una Selección de Poemas en la Transición. Colaboradora habitual del suplemento cultural de 'El Norte de Castilla', y de las revistas digitales 'Sigueleyendo', 'Granite&Rainbow' y 'Subverso'.

1 Comentario

  1. Buenos Aires, enero 16 de 2023

    Coincido con la «grandeza» de esta novele y con el interés obsesivo que despierta y no decae en ninguna de sus 700 paginas. Padura se ha consagrado como uno de los grandes de la lengua castellana.
    Pero si bien las críticas que hace a su Cuba son en su mayoría reales, hay allí un recorte que le quita objetividad.
    No se puede hablar del carácter autoritario de su sistema sin mencionar que está a 150 kilómetros del enemigo poderoso que quiere volver a apoderarse de ella, por los medios que los latinoamericanos conocemos perfectamente. No es leal criticar a Cuba y ocultar el terrorismo norteamericano a que está sometida. Muy difícilmente se podría construir en esas condiciones una democracia perfecta.
    Padura vive en La Habana, lo que habla bien del gobierno cubano que es evidente para quien leyó el libro que resguardó su derecho a criticar, a mi juicio injustamente. Vivir en su tierra habla bien también de
    Padura que podría haberse ido a Miami y hubiera sido homenajeado como un héroe de la libertad y utilizado como propaganda pronorteamericana , tal como se prestaron tantos escritores latinoamericanos.

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