Grossman y la infusión del miedo

Vida y destinoVida y destino (Galaxia Gutenberg) es una novela magna no solo por su extensión o por el gran número de personajes que configuran sus múltiples tramas, sino por el rasgo cualitativo que eleva una obra al rango de clásico: esos personajes –numerosos, sí; asendereados a lo largo de mil doscientas páginas, sí– encarnan de forma compleja, agónica, todos los matices posibles, extremos incluidos, entre la grandeza que puede encumbrar a la condición humana hasta lo sublime, y la miseria que puede arrastrarla hasta lo abyecto.

El desarrollo de la acción tiene como núcleo la batalla de Stalingrado, a la que se volverá una y otra vez en muchas de las secuencias que componen las tres partes de la novela. A partir de ahí, el encuadre de la narración se abre y se cierra de forma alterna, libérrima, con alejamientos y retornos sucesivos, para abarcar lo que sucede en el amplio frente oriental y en la retaguardia, y más allá, en las ciudades bajo ocupación alemana y en aquellas que cobijan a los evacuados, y aún más lejos, en los campos –de trabajo, de concentración, de exterminio– donde la muerte civil del individuo suele quedar sellada con la muerte física, real.

En definitiva, Grossman plantea una reflexión no ya sobre los horrores de la guerra, que también. A partir de ellos se remonta al análisis novelado, sin que falten excursos autoriales, de los dos totalitarismos que pugnan por la prevalencia a orillas del Volga. Se enfrentan con las armas, pero en el fondo tienen raíces comunes –qué perversa lucidez la del Obersturmbannführer Liss ante el viejo bolchevique Mostovskói–, y emplean métodos de punición no muy diferentes. Dado que el Gulag y el Lager constituyen la ultima ratio respectiva de Stalin y de Hitler, nuestro autor no se deja seducir por la diferencia entre las formas y los colores de los recipientes, pues sabe que ambos sirven una misma infusión (al cabo, acción y efecto de infundir): el miedo.

LubiankaLa ira del Estado

Si en Stalingrado se ubica el epicentro de la acción, quienes ejercen de protagonistas en sentido lato –la novela tiene, por fuerza, un protagonista colectivo– son los miembros de la dispersa familia Sháposhnikov. Entre ellos sobresale la figura de Víktor Pávlovich Shtrum, físico notable, miembro de la Academia de Ciencias, hombre entregado con todo empeño a su quehacer, pese a lo cual no podrá zafarse de la ominosa realidad política que lo circunda. Basculando siempre entre la gallarda independencia de criterio y el desmayo acomodaticio, Shtrum personifica como ningún otro personaje el tremendo dilema moral al que conduce la libertad coaccionada.

Presa del continuo temor a la delación por unas imprudentes charlas íntimas mantenidas durante los meses de evacuación en Kazán –un oasis ficticio de palabras sin mordaza mientras las tropas nazis están a treinta kilómetros de la capital soviética–, de vuelta a Moscú, Shtrum debe enfrentarse además a la notoriedad adquirida tras la publicación de un importante descubrimiento científico que ha realizado. Los pasajes donde se describen las variaciones de su ánimo, la tortura interior que va viviendo en función del juicio que su labor merece a los jerarcas del Partido, figuran sin duda entre lo más desasosegante de la novela.

Situado por completo en primera línea de la atención pública, malquisto por tantos compañeros suyos al considerar que su descubrimiento impugna la ortodoxia del régimen, Shtrum es consciente de que en cualquier momento puede recaer sobre él la misma “ira del Estado” que se manifestó con toda su fuerza en los momentos –continuamente evocados– de la colectivización forzosa y las purgas de 1937. La amenaza cobra verosimilitud porque varios parientes –fervorosos marxistas, además, pero de la primera hora– ya la han sufrido: un cuñado suyo y el primer marido de su esposa, confinados en Siberia; otro cuñado, preso en la Lubianka.

Esa difusa y amenazante ira del Estado provoca un miedo que sirve al narrador para efectuar incluso una taxonomía de la angustia, según la cual se manifiesta de distintos modos según el momento del día. El destino de Shtrum dará un giro definitivo con el surgimiento de un deus ex machina –que no se desvelará aquí–, cuya aparición lo sitúa en la encrucijada moral más apabullante. Una vez más, entre la pusilanimidad y la rebeldía, es el miedo el factor que determina la toma de postura de nuestro personaje: “No podía escapar de ese sentimiento de impotencia, un sentimiento que, de alguna manera, le había hipnotizado: la docilidad del ganado bien alimentado, mimado; el miedo a arruinar su vida una vez más, el miedo a volver a tener miedo”.

LoboEl lobo y la cabritilla

Respecto al totalitarismo nazi, el miedo queda retratado en la novela a través del Holocausto. Los Sháposhnikov están vinculados con el exterminio judío a través de dos personas: la madre de Shtrum, que sufre los rigores de la vida en el gueto hasta su muerte, y Sofia Ósipovna Levinton, amiga de la familia, que es conducida a la cámara de gas. El narrador cuenta con pormenor su trágico periplo, acompañada hasta el momento final por un niño de doce años al que conoce en tren donde se hacinan cientos de personas: David, sin apellidos, como si se deseara simbolizar todo un pueblo y su destino con la desnudez del nombre.

De David sabemos, entre otras cosas, que su madre le había comprado para su cumpleaños un libro de cuentos, y que uno de esos cuentos narraba cómo en el claro de un bosque había una cabritilla gris y cómo en la oscuridad de la fronda se veían las rojas fauces abiertas de un lobo. A partir de esa primera lectura, la ilustración de la fiera al acecho se convierte en leitmotiv con que el niño se figura la sensación del miedo. Acude a él durante unas vacaciones –de las que no regresará– a un pueblo al que lo envía su madre, donde tiene la primera experiencia real, premonitoria, al presenciar el sacrificio de unas reses: “La muerte, que antes vivía en la ilustración de un bosque donde un lobo dibujado se acercaba furtivamente a una cabritilla dibujada, dejó de estar confinada en las páginas del libro de cuentos.”

Lo escalofriante es que muchas páginas después de haber asistido al final de Sofia y de David, y en la única aparición directa de Hitler como personaje en la novela, éste se pasea a solas por el bosque de Görlitz cuando acaba de perder la batalla de Stalingrado, y el narrador se adentra en sus pensamientos: “De las oscuras tinieblas de las décadas transcurridas emergieron sus miedos infantiles, el recuerdo de la ilustración de un libro de cuentos: una cabritilla en un claro iluminado por el sol, y entre la espesura húmeda y oscura del bosque, los ojos rojos y los dientes blancos del lobo. De repente Hitler sintió deseos de gritar como cuando era niño; deseaba llamar a su madre, cerrar los ojos, correr”. Solo y sin guardaespaldas, y en un momento crucial porque quizá ya intuye que la reciente derrota va a cambiar definitivamente el curso de la guerra, Hitler es consciente de su debilidad. Para él, el miedo también se cifra en la ilustración de un lobo y una cabritilla. Dos niños y un solo cuento. Terrible simetría: ¿por qué uno de ellos ha de ser la víctima y el otro su verdugo?

Francisco Javier Elena

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