Rodrigo Fresán | Foto: Isabel Carroll

Fresán: «El chiste malo es una forma sublime de humor»

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Rodrigo Fresán | Foto: Isabel Carroll
Rodrigo Fresán | Foto: Isabel Carroll

Rodrigo Fresán no necesita presentación: desde que con 28 años escribiera Historia argentina, su primera novela, se ha situado en el centro de la literatura, no sólo argentina, sino en lengua castellana con una de las obras más interesantes y formalmente más osadas del actual panorama literario. Relacionado en más de una ocasión de Enrique Vila-Matas, Fresán se inscribe en la orilla de toda tradición literaria, estableciendo un particular y estrecho diálogo entre la tradición literaria argentina y la norteamericana, combinando el legado de Vonnegut con el de Fogwill o Bioy Casares. Su última obra, La parte inventada, una inmersión en la mente y en el proceso creativo del escritor, rivaliza sin duda con La grande, la última e inacabada novela de Juan José Saer, el puesto a la gran novela argentina de la contemporaneidad.

Me gustaría empezar preguntándote sobre tu inscripción en la tradición literaria argentina y partir, en concreto, de unas palabras que dijiste a lo largo de una conversación con Alan Pauls: “La literatura argentina se caracteriza por la extraterritorialidad”.
En términos generales, recordemos que Borges en su texto El escritor argentino y la tradición decía que puesto que ya debemos sobreponernos a la fatalidad de ser argentinos, consolémonos pensando en que nuestro mundo es el universo. Personalmente creo que es muy cómoda esta actitud, aunque seguramente para muchos escritores pueda resultar incómodo no tener una tradición a la que aferrarse. En términos puntuales, yo soy una especie “extraña” en la literatura argentina, no saben muy bien donde ponerme, en primer lugar porque yo me fui y el gesto de irse de Argentina por parte de un escritor es considerado por los que se quedan un gesto definitivo y radical. Muchas veces este gesto de irse es entendido de forma absurda e infantil, pero parece que es inevitable, pues lo han sufrido todos aquellos que se han ido.

Es curioso puesto que Argentina tiene entre sus autores a Gombrowicz, un autor polaco referente de la literatura argentina, así como a muchos autores, pienso en Cortázar, que compusieron gran parte de su obra en el extranjero.
Sí, es cierto. A mí siempre me causa risa cuando me envían cuestionarios por parte de la prensa argentina sobre si cambia la voz de un escritor argentino en el extranjero; yo siempre pregunto por qué no hacen un artículo, que considero mucho más interesante, sobre si cambia la percepción de un escritor argentino que se fue por los escritores o críticos que han permanecido en la Argentina.

¿No interesa?
Puede que interese demasiado y de la peor manera posible. Volviendo a lo de antes, yo me siento muy cómodo en la profesión de escritor, si es que podemos hablar de profesión, donde hay una raíz de extraterritorialidad en la mera práctica: cuando escribes te vas a otro lado, no estás necesariamente en el sitio dónde verdaderamente estás. Asimismo, si pensamos en la tradición argentina, creo que todos los escritores argentinos somos freaks, a partir de la idea del bibliotecario ciego como Borges, siguiendo con Arlt, luego está Cortázar… todos los escritores argentinos tienen un detalle que hace difícil enmarcarlos.

Y, sin embargo, en este universo de planetas sueltos que describes, decía Beatriz Sarlo que todo autor argentino debe irremediablemente enfrentarse a Borges.
Es una afirmación atendible y seguramente cierta cuando se hace un recorrido académico, pero no en mi caso que no tuve una formación académica; yo leí a Borges por primera vez a los diez años y lo leí de la misma manera en que Borges leyó a Stevenson o a Chesterton: como un autor de literatura juvenil y fantástica. Borges es una de las grandes experiencias como lector de mi vida, pero como lector muy joven y muy silvestre; lo he vuelto a leer con los años y me fascina menos, incluso me fastidian los truquitos borgianos. Prefiero actualmente a Bioy Casares, pues me parece un escritor menos prisionero de sus trampas. Borges se vuelve absolutamente borgiano, incluso autoparódico.

Volviendo al tema de la extraterritorialidad, Sarlo definía a Borges como un escritor en la orilla, pero puede a fin de cuentas la orilla sea el lugar de todo escritor o al menos de todo escritor argentino.
Yo creo que mientras otras literaturas hispanoamericanas o incluso la española tiene las raíces hundidas muy firmemente en el suelo donde transcurren, la literatura argentina tiene las raíces hundidas en la pared y, más concretamente, en la pared de la biblioteca. La tradición del escritor argentino está construida más en base a la figura del lector que del escritor

¿Es una tradición también más intelectual?
Si leer mucho es intelectual, sí. Pero me parece que hay más una idea juguetona de la literatura que intelectual: Borges es un gran juguetón, Cortázar es un super juguetón, Piglia es muy juguetón y yo, salvando las distancias, también me divierto mucho con la literatura. Me parece que se trata de una idea de la literatura como descubrimiento continuo a partir de la lectura. Por ejemplo, a ningún componente de mi generación le escuché decir que iba a escribir la gran novela argentina, cosa que ocurre en otros países.

En este aspecto juguetón y metareflexivo, se pueden establecer grandes paralelislos entre la literatura argentina y la francesa, con el nouveau roman o el OULIPO.
Francia es un lugar muy importante en Argentina como gran fetiche y como tierra prometida desde incluso antes del nouveau roman. Argentina es un país que no es una isla y, sin embargo, es muy insular, es un país findemundista y Buenos Aires es una ciudad muy psicótica, como compuesta por diferentes partes de ciudades europeas y una ciudad que siempre se ha sentido muy fuera del espíritu latinoamericano. Además, hasta hace bastante poco tiempo la literatura argentina era una literatura muy por la literatura misma, cuestiones como el compromiso político, si bien hay textos señeros y fundadores como El matadero de Echevarria o el Facundo de Sarmiento, no era una preocupación grande. El compromiso a través de la literatura recién se da hacia los años sesenta y setenta.

En la conversación con Alan Pauls comentabas que en la literatura argentina actual veías un progresivo alejamiento de la tradición “juguetona” de la literatura y un acercamiento al realismo.
Sí, hay un mayor compromiso con la realidad, que a mí no me interesa, pues siempre digo que yo soy un escritor profundamente comprometido con mi irrealidad. Me parece un contrasentido que un escritor diga que está muy comprometido con la realidad, porque me parece que para comprometerte con la realidad hay territorios mucho más eficaces y más auxiliadores que la literatura. Creo que el gran servicio que presta la literatura es el de permitirte escapar de la realidad, es decir, no obligar a la gente que se comprometa con la realidad a través de la ficción.

¿No crees que esta escapatoria de la realidad puede contener en ella un compromiso político? A Cortázar, se le ha leído en más de una ocasión en clave política.
Sí, seguro, pero también es cierto que a mí el Cortázar político es el que menos me interesa, me parece que es el peor. Yo tiendo a pensar que, salvo extrañísimas excepciones, cuando un escritor se politiza empeora: no me parece positiva la politización, para empezar, porque creo que la práctica de la literatura, incluso la actitud de la escritura, su gestualidad, es completamente burguesa, solipsista y requiere de un cierto confort para que pueda ser practicada. A mí la idea de hacer la revolución a través de la ficción me parece un buen tema para una novela fantástica.

Volviendo a la figura de la lectura y al carácter juguetón de la literatura argentina, es imposible no pensar en Enrique Vila-Matas, cuyo reconocimiento en Argentina o en Francia fue inmediato, previo incluso al reconocimiento en España.
Yo he dicho varias veces que Enrique Vila-Matas es el escritor español más argentino que existe. Para mi Enrique es un ejemplo, es una de las pocas personas de las cuales me alegro cada vez que gana un premio. Nunca hizo carrera para ganar premios y nunca modificó su programa para ver si mejoraba su suerte. La vida de Vila-Matas me parece una vida ejemplar de escritor.

A los dos os han comparado en más de una ocasión por la presencia de la figura del escritor en vuestra obra. ¿Crees que el interés por el escritor deriva en parte de esa tradición literaria que hunde sus raíces en el acto de la lectura?
Yo creo que la presencia del escritor en mi obra se debe a mi mirada romántica e infantil de la figura del escritor, de quien tengo, repito, un concepto puramente infantil. De hecho, mi vocación de escritor es incluso previa a que yo supiera escribir y leer: desde que tengo memoria, recuerdo el deseo y el afán por ponerme a escribir. A parte de esto, me gustan los escritores, me parecen personajes posibilidosos, soy un poco fetichista en este sentido con respecto a esta figura, aunque también es cierto que el escritor es la única figura que conozco verdaderamente. Siempre supe que quería ser escritor y que cualquier otra cosa que hubiera podido hacer hubiera sido un atajo o una fórmula para poder conseguir ese objetivo.

Literatura Random House
Literatura Random House

El periodismo, si no un atajo, fue tu camino de inicio en la escritura.
El periodismo me pareció la profesión más cercana al quehacer literario y, puede que por todo esto, tenga una visión bastante milagrosa de la figura del escritor: soy consciente de pertenecer a una minoría selecta de personas que consiguieron cumplir su vocación infantil delirante. Yo no quise ser ni Batman ni jugar en la selección de futbol, yo quería ser escritor y es un privilegio: en la noche oscura del alma, cuando todos los problemas puntuales agobian, me aferro al salvavidas de ser lo que siempre quise ser. Cuando entro en el banco y veo a un empleador detrás del mostrador, con todo el respeto que siento por él, no puedo evitar mirarlo y pensar que ese hombre de niño no quería ser empleador de banco.

Sin embargo, esta visión romántica del escritor, sobre todo en La parte inventada, está teñida de melancolía y de frustración.
El escritor de La parte inventada tiene un componente romántico a partir de su conciencia y de su percepción del fracaso; es romántico desde el momento en que ni tan siquiera se limita a su propio fracaso, sino que también le atormenta el fracaso de la literatura. Sin embargo, subrayo que el escritor de La parte inventada no soy yo, si bien compartimos muchas cosas: cuando me planteé construir el personaje, la gran diferencia que introduje entre ambos, si bien en el libro no se percibe de una manera tan directa aunque creo que conseguí que estuviera presente casi como un perfume a lo largo de todo el libro, es que el escritor de la novela no ha tenido un hijo. Él ha renunciado a la idea de que algo lo continúe y se ha quedado reconcentrado en sí mismo.

En este sentido, tiene un carácter fáustico.
Sí, exacto. Él es alguien devorado por la literatura, pero es un riesgo que todo escritor corre: todo escritor está en peligro de ser devorado por la literatura y que un hijo le lleve a arrojar a la basura de una cantidad de archivos que arrastrabas desde tu infancia.

El protagonista renuncia a la vida por la literatura, mientras otro personaje renuncia a la literatura por la vida. La parte inventada se estructura dialécticamente entre dos opciones
Es cierto que en todo hay siempre hay una inmensa zona de grises, pero en un momento dado hay que elegir entre el blanco y el negro. A partir de la elección, caes posteriormente en un este inmenso limbo gris, tendiendo más de un lado que del otro, pero creo que las grandes decisiones se toman pensando en blanco y en negra.

¿Imposible, entonces, reconciliar vida y literatura?
No creo que haya que optar por la vida o por la literatura ni tampoco que no se pueda vivir escribiendo, pero sí creo que ambas cosas, el vivir y la literatura, deben hacerse hasta el fondo. No creo en absoluto que la vida sea literatura, es ridículo querer llevar tu vida o los tics de tu vida a la literatura. Lo que sí es cierto es que el mundo literario, la vida literaria o todo lo que rodea la literatura cada vez me interesa menos

Sin embargo, como dijo en su día Juan Marsé, una cosa es la literatura y otra cosa la vida literaria.
Sí, pero paradójicamente desde los ámbitos productores o gestores de la literatura, cada vez te exigen más, a ti como escritor, una participación en la vida literaria. Es como si en los últimos tiempos hubiera una preocupación mayor por la figura del escritor que por lo que el escritor escribe.

En los últimos capítulos de El libro Tachado, Patricio Pron plantea precisamente un renacimiento del escritor como imagen y marca.
Sí, no es el renacimiento de la figura del escritor titánica propia de la mitad del siglo XX, la figura de un escritor comprometido con los grandes temas y que opinaba públicamente, una figura que, en verdad, a mí tampoco me interesa, aunque puedo entender la idea de que determinados escritores, como Thomas Mann, fueran considerados vigías o faros de occidente. Lo que sucede hoy es que el escritor se ha convertido en una especie de cromo o de muñeco Ken. En ocasiones uno tiene que jugar a ser esta especie de cromo, hay veces incluso en la que estás obligado, pues de otra manera sabotearías el trabajo de mucha gente que trabaja contigo y/o para ti.

Y sin embargo luego hay autores como Pynchon cuya identidad se desconoce o Saunders, que vive aislado en una reserva, completamente ajeno al mundo literario.
Pero son autores norteamericanos, Estados Unidos lo permite. Piensa que Estados Unidos es un país donde la maquinaria literaria es poderosísima y permite este anonimato, un anonimato que, asimismo, encuentra en esa misma maquinaria su extremo; piensa en Franzen, que opina absolutamente de todo. Personalmente, creo que Estados Unidos ha permitido y promovido la que seguramente sea la vida de escritor más feliz, la de Nabokov: un emigré profesional que recorre todo el mundo, un escritor absolutamente excéntrico que llega a Estados Unidos, se apropia del idioma inglés, lo reinventa y se vuelve un escritor central con un libro absolutamente excéntrico como Lolita, que es la gran novela americana. Nabokov consigue, tras esa novela, con Pálido fuego y otras obras convertirse en un autor todavía más excéntrico y se va a vivir a un hotel, seguramente una de las fantasías de todo escritor, al ser el hotel un lugar controlado donde te resuelven todos los problemas cotidianos. Hoy, sin embargo, creo que la estructura editorial y la maquinaria literaria ya no permite la existencia de un escritor como Nabokov.

¿En qué sentido crees que hoy una carrera como la de Nabokov sería inviable?
Maxwell Perkins, que era el editor de Fitzgerald, de Faulkner y de Hemingway, trabaja en Scribner, cuya política interna era darle cinco libros de oportunidad a un escritor para que se desarrollase antes de rechazarle el sexto libro. Hoy en día no hay muchas editoriales que te permitan esto y Scribner lo hacía, siendo una editorial del stablishment, no una editorial artesanal, ni tampoco pequeña. Nabokov es fruto de ese contexto: es alguien que hace su carrera en Estados Unidos, dando clase en Cornell y escribiendo novelas para escritores, lo que quiere decir, en palabras de Richard Ford: novelas que solo leen los escritores que no compran los libros porque se los regalan las editoriales.

Plantearse escribir novelas para escritores, ¿no es reducir a priori el público lector?
Yo no creo que nadie se plantee un tipo de literatura, creo que al final uno hace lo que le sale. A mí me encantaría escribir una novela pseudo-decimonónica a la John Irving, que es un autor que admiro muchísimo, pero difícilmente me salga. Yo siempre digo que el estilo, que muchas veces es definido como un hallazgo del escritor, es la consecuencia de una sucesión de fracasos que terminan armando algo que puede ser un éxito, pero un éxito que se sustenta precisamente en fracasos. En los Diarios de Emilio Renzi, que recién se han publicado, Piglia dice que el estilo del escritor no es más que la absoluta certeza de poder decir: “tengo un estilo”.

Podríamos decir, por tanto, que el escritor no elige su estilo, sino que lo encuentra.
Hay ciertas zonas del acto de escritura sobre las que no me interesa pensar demasiado ni me interesa aclararme tampoco. Cuando uno va a un espectáculo de magia, se encuentra con dos tipos de espectadores: aquellos que intentan averiguar cómo se realiza el truco y aquellos que se rinden a la ilusión. En este sentido como escritor y como lector, no me interesa saber absolutamente todo; creo que los escritores, que los hay y todo mi respeto hacia ellos, que trabajan con fórmulas, esquemas y sistemas y que se ponen a escribir desde la conciencia previa de la certeza se divierten menos porque renuncian a una parte muy interesante de la escritura: la lectura de la misma escritura. Yo los momentos en los que más disfruto escribiendo son aquellos en los que me descubro como lector de mí mismo, sorprendido por lo que se me ocurrió.

En una entrevista comentabas que en actualmente veías una flaqueza en el estilo. Comentabas que antes al coger un libro, se reconocía al autor por su estilo. ¿Crees que actualmente el estilo se ha uniformado?
En muchas otras literaturas sigue habiendo estilo, lo que sucede es que cada vez quedan menos cosas por hacer. ¿Qué más se puede hacer a nivel estilístico? Para mí, lo siento, la twitter novela nada tiene que ver con el estilo, escribir en 140 caracteres y con emoticones me parece un rasgo tecnológico de un determinado momento y no me interesa en absoluto.

Blanchot decía que un escritor nunca debe releer su obra y tú sin embargo eres uno de los autores que más relee y modifica sus obras, ampliándolas.
Cada vez releo menos, aunque sí es cierto que La parte inventada, en su traducción al inglés y al francés que ahora se está realizando, tiene como cuarenta páginas más que van a ir mechadas a lo largo del texto. Probablemente tiene razón Blanchot, pero yo necesitaría que me lo prohibieran y tener una imposibilidad física de hacerlo. Yo releo mis textos y los amplios por una razón muy vinculada a la idea de lector.

Podría interpretarse tu relectura como una work in progress, no sé si relacionado a esa no búsqueda de la gran y definitiva novela argentina que antes comentabas.
Existen grandes novelas argentinas, como Rayuela, como Sobre héroes y tumbas, si te gusta Sábato que no es mi caso, como Respiración Artificial, pero todas ellas son novelas de formato muy extraño, son novelas que, en cierta manera, responden al formato cuento. Argentina es un país de cuentistas y una de las razones de esto es que Argentina está marcada por un karma o por un estigma: el de empezar y terminar en siglos muy cortos. Hay varios Maradonas, hay varios Perón, varias Evitas –la Evita cadáver, la Evita viva,…-, de ahí puede que los argentinos pensemos más en formato corto y, por tanto, en formato cuento.

Es cierto, sin embargo si pienso en Historia argentina, veo un libro conformado formalmente por relatos, pero que se presenta y se lee como una novela.
Sí, es algo que me gusta mucho y es algo muy frecuente en Argentina.

Esto, sin embargo, no sucede con Borges, sus libros no adoptan el carácter de novela.
Pero en Borges hay preocupaciones constantes y leitmotiv que se repiten, aunque en parte es cierto lo que comentas. Un caso de unidad es Historia de cronopios y famas de Cortázar, son una serie de relatos que terminan armando una especie de novela. Además, yo estoy muy influenciado por la literatura norteamericana, por los relatos de Fitzgerald, que tienen todos un mismo territorio y sobre todo por las novelas de Vonnegut, con su forma dispersa y a la vez atómica. Yo recuerdo con enorme placer la lectura de los Nueve cuentos de Salinger y descubrir que en ellos se repetían elementos. Como escritor, a la hora de la verdad, creo uno tiene la tendencia y el deseo de reproducir en sus textos ciertos efectos muy poderosos y radioactivos que uno mismo recibió como lector.

En tus relatos se puede hablar de una confluencia del relato argentino con el relato norteamericano.
A mí como formato me gusta mucho cierto tipo de relato que es como una novela deshidratada o plegada sobre sí misma, como El marido rural de Cheever, Los milagros no se recuperan de Bioy Casares o Diario para un cuento de Cortázar. Se trata de un concepto de relato como de novela comprimida. Una cosa que me interesa mucho de la tradición argentina y que me ha formado es el hecho de que es la única literatura en la cual todos sus escritores canónicos han practicado el género fantástico.

Hablas de lo fantástico argentino separadamente de la ciencia ficción norteamericana que también te ha influenciado.
Y sin embargo, parte de la tradición fantástica argentina se sustenta en la existencia de Francisco Porrúa que edita la colección Minotauro y traduce por primera vez a Bradbury, a Sturgeon y a otros escritores fantásticos norteamericanos que yo leía en Argentina, durante una infancia argentina y en un contexto argentino donde también se emitía Twilight Zone. Con todo esto, lo que quiero decir, es que yo descubrí y experimenté lo fantástico norteamericano desde Argentina, en un momento muy argentino de mi vida.

Alazraki propuso el término de neofantástico, a través del cual describía lo fantástico narrativo como un elemento inserto en la cotidianidad y que, por tanto, no se presentaba explícitamente como fantástico. En este sentido, lo neofantástico se diferencia radicalmente del género de ciencia-ficción.
Twilight Zone y los escritores que escribían guiones para Twilight Zone también trabajaban mucho la idea de lo doméstico, como también lo hace Stephen King. Pero la idea de lo fantástico apoyado en lo doméstico parte de una cosa muy interesante y muy saludable como el hecho de no considerar fantástico a lo propiamente fantástico, sino de considerar fantástico a algo extraño que ocurre. Hay una antología argentina muy famosa hecha por Rodolfo Walsh que lleva por título precisamente Antología del cuento extraño, una etiqueta –la de cuento extraño- que en toda su ambigüedad e imprecisión me parece muy precisa.

En tu caso, reinterpretas la ciencia-ficción desde lo neofantástico, desde lo extraño.
En rasgo muy muy generales y sin que se me echen los fans encima, en la ciencia ficción no importa tanto el estilo, lo que importa es la buena idea, mientras que lo fantástico tiene una preocupación mayor por el estilo. Otra vuelta de tuerca de Henry James es puro estilo y, en cambio, dentro del género de la ciencia ficción no sólo el estilo importa menos, sino que hay pocos estilistas, aunque, eso sí, los grandes estilistas de la ciencia ficción son excepcionales.

Y hablando de estilo, ¿no crees que El fondo del cielo más que una novela con elementos de ciencia ficción, podría plantearse como una novela que ensaya a través de su trama una pregunta acerca del género?
La idea original de El fondo del cielo era escribir una historia de amor: que los personajes sean escritores de ciencia ficción, que aparezcan extraterrestres y se alcancen varios fines del mundo es, para mí, puramente circunstancial. De hecho, en la libreta en la que tomé nota para la escritura de la novela, lo primero que se lee es: dos hombres arrasados por el recuerdo de una mujer. La ciencia ficción es como el atrezzo, por eso siempre digo que El fondo del cielo es un libro con ciencia ficción, pero no de ciencia ficción, cosa que ofendió a muchos, que pensaron que yo no quería ser reconocido como un autor de ciencia ficción. Ya me gustaría a mí dedicarme plenamente a la ciencia ficción, pero no puedo.

Vuelvo a la pregunta de antes, ya no sólo El fondo del cielo, tu narrativa se define por una reflexión constante acerca del género y acerca de la construcción de la obra.
Es mi tema y creo que es el tema. A la hora de la verdad no tengo más preocupaciones en relación a la literatura que estas. Cuando se publicó, me preguntaban de qué iba La parte inventada y yo solía decir que es una novela sobre una de los temas más transgresores, escandalizantes e incómodo que pueda existir hoy: leer y escribir. Son actividades cada vez menos frecuentes y más extrañas; no hay narcotraficantes ni millonarios sadomasoquistas, ni tampoco drogas duras o afán de épater que sea tan inquietante como leer y escribir. Evidentemente, para mí no es nada inquietante, yo no puedo hacer otra cosa que leer y escribir, y tampoco quiero hacer otra cosa que no sea leer y escribir.

¿Cómo compatibilizas tu actividad, en cuanto escritor, de lectura y la escritura con la crítica literaria que ejerces en la prensa?
Yo no soy crítico literario. Para empezar, para ser crítico literario, en el sentido total y absoluto del término, uno no tiene que escribir ficción: un crítico literario tiene que ser alguien como Ignacio Echevarría, alguien puro, alguien que ve completamente desde afuera los textos. Si escribes y haces crítica, hay un grado de contaminación poco higiénico, pero inevitable. Yo lo que hago es escribir sobre los libros que me gustan, salvo rarísimas ocasiones, cuando algo me pone de muy mal humor; además, a veces tengo que escribir de aquello que me disgusta para que todas mis recomendaciones tengan algo de verosimilitud, porque, de lo contrario, parecería un ser angélico. De todas maneras, me atrevo a decir que los artículos negativos son uno de cada cien positivos. Yo no me veo como un crítico, sino como alguien que lee recomienda lo que ha leído.

Y a esta vertiente de “recomendador”, habría que añadir los agradecimientos de tus libros, donde citas todas tus lecturas.
A mucha gente le irritan mis notas de agradecimiento, donde pongo absolutamente todo lo que leí para escribir el libro, y lo hago porque creo que corresponde. Es algo que en la tradición inglesa no está muy visto, pero en la tradición inglesa es normal y es casi de obligación, puesto que hay que declarar todas las fuentes utilizadas porque puede caerte una muy dura demanda si no reconoces la autoría de una frase o del encomillado.

Sin embargo, no todas las referencias son conscientes.
Hay casualidades y hay formas de ver una misma cosa, pero forma parte de la gracia de la literatura el descubrir que otro autor pensaba lo mismo que tú. También, una de las cosas más interesantes con el correr de los años es descubrir que tus autores favoritos no son necesariamente los que más te han influenciado. Uno tiende a pensar que lo que más te gusta, más te influencia, pero no es cierto.

A propósito de las influencias, la crítica estableció de inmediato un paralelismo entre Mantra y la narrativa de Juan Rulfo a través de un juego paródico, pero ¿este juego con la parodia no proviene sobre todo de autores norteamericanos como Foster Wallace o Pynchon?
En la literatura argentina la parodia está muy presente, Borges es pura parodia, pero en relación a la literatura norteamericana, mi gran influencia y referencia es Vonnegut. Pynchon y Foster Wallace son lecturas posteriores a Vonnegut, que es un autor que leí por primera vez a los once o doce años, tras haber visto la película Matadero 5, espléndida adaptación de su novela. Esa especie de humor entre desaforado y melancólico, que encuentras en Mantra por ejemplo, viene sobre todo de Vonnegut.

En relación al juego paródico de Mantra decías: “si el realismo mágico es una invasión de lo fantástico en lo cotidiano, el irrealismo lógico es el movimiento de un solo hombre, que va poniendo datos a la irrealidad”.
Yo casi siempre parto de una cosa completamente irreal a la que voy dando valor real: en lugar de injertar detalles fantásticos, injerto elementos reales a lo fantástico. Es algo muy argentino, si lo piensas Argentina es un país completamente inverosímil a nivel geográfico e histórico: cuando naces en Argentina y te formas como escritor argentino estás inevitablemente “fantastiqueado”, verbo que no sé si existe.

No te lo he oído citar con frecuencia, pero ¿Fogwill no está en la base de esta concepción paródica y de tergiversación de lo real que comentas?
Sucede que Fogwill se enojaba mucho cuando lo mencionaba como uno de mis padres. Sin embargo, Historia argentina no podría existir sin Mis muertos punk; Fogwill fue imprescindible, una brutalidad de escritor para mí. Dicho esto, también te digo que me resulta muy raro leer obras en las que no hay humor; para mí uno de los mejores libros humorísticos es Busto Domecq, escrito a cuatro manos entre Borges y Bioy Casares. Pero volviendo a Fowgill, para mí es un autor muy interesante en cuanto escribía cosas que se sucedían en el presente, sus cuentos, cuando se publicaban, eran como cuentos instantáneos, pues Fogwill escribía muy al mismo tiempo de que las cosas sucedían. E Historia argentina tenía ese mismo propósito.

Un subgénero del humorismo que la crítica ha encontrado en tu obra es el de la broma.
A mí me gusta mucho el chiste malo, bien puesto, el chiste malo me parece una se las formas más sublimes y sofisticadas del humor.

Me gustaría terminar la entrevista, volviendo al inicio, a la idea de tradición a partir del ensayo de Jorge Volpi, para quien tu novela menos argentina es Los jardines de Kensigton.
Para mi es error, es mi novela más argentina: la historia del autor de Peter Pan que transcurre después de sesenta años, sólo puede escribirla argentina. En términos ideas, si a alguien le interesara reordenar mi bibliografía, Los Jardines de Kensigton habría tenido que ser mi primera novela, en base sobre todo a los intereses que están detrás de ella, y no Historia argentina, que es casi un desafío hacia mí mismo por el escaso interés hacia Argentina que sentía como tema.

Y siempre en torno a la inscripción en una determinada tradición, Volpi señala que el último autor hispanoamericano es Bolaño, en tanto que es el autor que se ha enfrentado al boom.
Yo creo que Bolaño es parte del boom. Más allá de su indudable calidad, de su talento y de su genio, Bolaño tiene también el éxito que tiene en Estados Unidos porque es una continuación natural de lo que los norteamericanos conocen por literatura hispanoamericana, es decir, la gran novela del exiliado, del fracasado, del territorio hostil, del bohemio.

¿Hablamos de la obra o del escritor?
Hablamos de gran parte de la obra, aunque luego los norteamericanos, como siempre hacen, terminaron por armar un gran mito en torno a la figura del escritor.

Sin embargo, me cuesta relacionar la obra de Bolaño, que siempre he pensado en diálogo con Vila-Matas y con una tradición literaria basada en la lectura y centrada en la figura del escritor, con la narrativa de Vargas Llosa o de García Márquez.
Sí, pero en Bolaño hay una preocupación por Latinoamérica que es la misma que tienen Vargas Llosa y García Márquez. Pero no hay que olvidar que Bolaño era un gran lector, lo que sucede es que él es el boom filtrado por David Lynch, por James Ellroy y por otras lecturas; Bolaño es el boom más una cantidad de lecturas y de referencias completamente desconocidas para los autores propiamente del boom. Por esto, para mí Roberto es la coda del boom, es como una especie de melodía melancólica y majestuosa al final de una sinfonía, pero una melodía unida a una partitura anterior.

Anna Maria Iglesia

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura

y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la

UB. Es colaboradora habitaual de Panfleto Calidoscopio, ha publicado breves ensayos

en la Revista Forma de la UPF y reseñas en 452f. También ha publicado artículos en El

núvol o Barcelona Review.

2 Comentarios

  1. Muy buena entrevista, pero cuidado con la redacción, encontré varias erratas y eso desmerece un poco el texto.

  2. ¿Cómo puede haber tantas faltas de ortografía? ¿Qué habrá pensado el autor al ver así transcrito su texto? Hasta la url contiene un error: no es un chiste malo mal puesto, sino bien puesto.

    No me parece buena idea contratar a periodistas disléxicas.

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