De los colores del tiempo, la verdad y la soledad

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 Equilibris | Foto: David Lladó
Equilibris | Foto: David Lladó

“Y tardo más tiempo en escribir sobre algo que ha pasado
que lo que tardó en pasar”. Nell Leyshon, autora de El color de la leche

No, ninguna pronunciación efectiva o eficaz para la palabra soledad. No es necesaria, como no lo es la palabra sufrimiento para el dolor, la palabra tiempo para la muerte, la palabra verdad para la ambigüedad, la palabra escritura para lo escrito, o la palabra amor para tanto desorden apasionado.

La atmósfera –ese raro vocablo que describe el tiempo y el espacio del olor, del tacto y de la pérdida- ya es la soledad –ya es el dolor, ya es la muerte, ya es la escritura, ya es el amor-.

Como sucede con algunas voces que se hablan a sí mismas, a sí solas, sin destinatario: es posible escuchar el conteo o del goteo de las horas que pasan impecables, imperturbables; o como ocurre con el silencio incontable que permanece como gesto primordial a lo largo de los días, sin que nadie jamás haya intentado traducirlo: las horas y el silencio se vuelven absoluta biografía.

No deja de ser cierto que ciertas vidas, en su nacer, en su decorrer, en su devenir, ya son la extrema y saturada definición de la soledad. Si no todas: despertarse cada día al alba, trabajar bajo la atenta mirada del sol, comer al mediodía, seguir laborando por la tarde y dormirse en la noche junto al cobijo de la luna o el infinito sopor de las estrellas; el pasaje simétrico de las estaciones, los abuelos que siempre están a punto de morir, los niños que casi nacen, los padres que imponen su ley y las madres que callan aunque no otorgan; esas hojas que en cuestión de instantes se tornarán verdes, amarillas, rojas y, enseguida, desaparecerán en el torbellino del viento; el paso o el peso de trescientos sesenta días sin que sea posible negar o disimular o extraviar ninguno de sus milímetros.

La obviedad sonroja en su propio vacío y dado que la lectura podría ser la búsqueda de lo que no poseemos ni imaginamos, vale más la pena quedarse boquiabierto, percibir la ficción como la sangre que corre por nuestras venas, y desistir de subrayar la pura evidencia. Como si en vez de acentuar lo que ya carga con su propia gravedad, dirigiésemos nuestra mirada hacia un devenir imprevisto, casi sin nuestra autoría, casi sin nosotros.

Lo que hacemos y lo que no hacemos, lo que pensamos y lo que no pensamos ya es en sí mismo esa palabra-gesto con la que se nombra la infinita intimidad con el mundo, o la absoluta indiferencia. No es necesario duplicar la esterilidad, escribir como si calcáramos cada movimiento de los huesos de las manos, o multiplicar el mismo desconcierto.

Entonces: contar, siempre.

Contar con la memoria desteñida, renga, o con las imágenes coloridas, vívidas; contar como si no hubiera números, ni cantidades, ni magnitudes, ni cronologías; hacer que los sonidos que se aprenden como letras, que las letras que se aprenden como palabras y que las palabras que se aprenden como tacto a la luz de las velas o bajo el fuego de la ignorancia, intenten decir la verdad.

Pero: ¿cuál verdad? ¿Hay acaso una verdad en particular que descorra el velo de todos y cada uno de los misterios? ¿La verdad reveladora o la verdad pacientemente escondida? ¿La verdad que trasciende o aquella que enciende? ¿La que se piensa y permanece al acecho o la que se escribe y queda allí expuesta? ¿La verdad dispuesta o la indisposición de una rebelión necesaria?

Quizá estas cuestiones sean poco importantes y solo interese la inquietud que se remueve en el cuerpo y a está a punto de estallar o de callar: esa verdad como relato hacia atrás, que se retuerce entre recuerdos para no dejar ningún detalle rezagado; esa verdad que se envuelve como serpiente y hace que su cabeza y cola sean un mismo cuerpo indefinido; ésa que deletrea el instante en que todo parece ser idéntico a sí mismo aunque preanuncia, en el espacio tenso y sigiloso que queda entre las palabras, que en algún momento dejaremos de ser repetición vana y que la vida, la literal existencia, puede transformarse hasta tal punto de volverse desconocida para uno mismo.

A veces la verdad es, simplemente, sinónimo de la muerte. O bien lo opuesto: todo silencio que respira entre palabras nuevas, esas entrelíneas que parecen espacios quejumbrosos o deseantes de la respiración, nos hacen nacer o renacer de una buena vez. Y es que todo está tan cerca cuando un relato acaba y tan distante cuando ignoramos el sentido de una cierta historia. La opción está al alcance de las manos: abrir un libro es abreviar el abismo entre un conocimiento que ignoramos y otro que seguiremos ignorando, pero del cual hemos percibido su sabor, su textura, su color.

La diferencia está en el modo en que nos exponemos a la ignorancia: ¿jactancia por no haber siquiera posado los ojos en otros tiempos? ¿Soberbia al pensar que la vida es solamente esa vida nuestra que ya (mal) conocemos? ¿Exposición a la intemperie, sin promesas vanas, sin horizonte, sin los artificios de la utopía? ¿O se trata de la bella incertidumbre que deviene al intuir que podríamos ser tantos otros individuos, devenir en tantos otros lugares, atravesar tantas otras intimidades, tantas alteridades y soledades?

Por ejemplo: una historia que son tres historias, o aún más.

Sexto Piso
Sexto Piso

Una, la de una niña con una pierna maltrecha que pasa sus días tal como los días pasan, al menos hasta el instante en que una interrupción, una irrupción maloliente en su cuerpo vuelve imposible toda aparente serenidad.

Dos, la del aprender a leer y a escribir bajo la guía de la luz turbia de una biblia y un vicario viudo, que da inicio a un descubrimiento divino pero, también, a una sórdida condena.

Tres, una escritura que repasa los laberintos de un año de asombros, buscando el argumento de una verdad, de una verdad tan pequeña que ciega y abre los ojos, y que se anuncia recién en el último párrafo o, tal vez, ya había acabado en la primera línea.

Corre el año 1830; no, no corre, se desliza con la placidez de una repetición semejante a la de los ciclos de la naturaleza, parecida a la terquedad de los hábitos de los animales, semejante a la ubicuidad de las raíces de donde provienen los alimentos.

Mary es el nombre protagonista de las tres historias: Mary es quien vive en medio del campo, con una pierna maltrecha, que no es idiota, y vive con sus hermanas, sus padres y un abuelo, trabajando de sol a sol –o de luna a luna- recogiendo huevos, dando alimento a los animales, llenando y vaciando cubos de leche.

Mary es, además, la única de las hermanas que se aleja de ese destino sin curvas hasta que es ofrecida –ni en contra ni a favor de su voluntad- al vicario de la iglesia para que cuide a su mujer enferma y limpie y cocine y sirva al té de sol a sol –otro sol- o de luna a luna –de otra luna-.

Mary es también quien aprende a escribir y leer con el vicario una vez ya viudo, y su aprendizaje no podrá ser apenas ser entendido como una virtud personal o una superación del analfabetismo, sino como la exposición al deseo de lo indeseado, a ese cuchillo de doble filo que se abre delante de los ojos al advertir que cada sonido es una letra, que cada letra compone una palabra, que las palabras hilan frases, y que las frases son modos de exponerse tanto a la belleza de lo que se inaugura como al peligro de un mundo que será siempre inabordable.

Mary es la que escribe, en la primera página:

“Éste es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano (…) he llegado a la edad de quince años y estoy sentada al lado de mi ventana y veo muchas cosas, veo pájaros y los pájaros llenan el cielo con sus gritos (…) no soy muy alta y mi pelo es del color de la leche (…) quiero contarte lo que ha pasado pero tengo que tener cuidado de no apresurarme (…) porque entonces iré por delante de mí misma y puedo tropezarme y caerme y de todas maneras tú querrás que empiece por donde se debe empezar. Y eso es el por el principio”.

El principio: nunca es lo aquello comienza, nunca es aquello que se inicia.

El principio es un precipicio, siempre.

Si no, jamás sería el origen de lo que quisiéramos contar, el único modo de quitarnos de una caída cierta.

El principio es esa precipitación por quitarnos del precipicio.

Entonces Mary comienza a escribir su historia desde el momento mismo en que es posible hacerlo, es decir, desde el final, a través de la inversión de un falso principio, en el instante en que su mirada abandona la placidez del campo tibiamente recordado, cuando sus brazos ya no están expuestos al subyugo del trabajo, en el instante en que no puede reconocerse como niña, cuando deja de ser una aprendiz de la lectura y la escritura, y cuando su lengua –hasta aquí dispuesta al sembradío, a la intimidad absoluta con su abuelo postrado y postergado, al relato que no existe pues lo que existe es la vida y una de las dos está de más-, es capaz de liberarse de la fisonomía del calco existencial, presentar las imágenes más allá del segundo en que ocurren, y desdoblarse al fin entre el aquí y el allí, entre el mundo que sería y el que ya no es; una Mary que piensa y siente acodada en la detención de su palabra y otra ya distante, ya perdida, en una identidad a la que le es vedada la belleza de las palabras.

¿Qué ha cambiado para que el final sea, en verdad, el inicio? ¿Acaso una transformación la dejará fuera de todo abismo? ¿O es que la conciencia que escribe encuentra oscuridad, sí, pero dirige su atención hacia los colores del tiempo, de la verdad y de la soledad?

Lo que ha sucedido es la ignominia del poder absurdo del enseñar, su hipocresía desigual, la humillación de la malversación de los cuerpos, la violación más primitiva del deseo: un maestro que promete la libertad del lenguaje mientras desliza su estúpida mano sobre el muslo de Mary, que luego la fuerza a un abrazo opresivo, que más tarde la ahoga con el cuerpo sobre el suyo, y que incluso la penetra más allá del límite de las formas de las letras y los silbidos del sonido.

Por ello Mary irá hasta el final, el final propio, el del vicario, y el de un tercer ser que sobreviene a causa de ese aprendizaje oscuro y mortal.

Y por ello Mary contará su relato con una mentira inicialmente necesaria, tan imprescindible como la primera respiración: ella no está sentada al lado de la ventana escribiendo esta historia, ni ve nada a través de ella –ni pájaros, ni el cielo-, pues escribe desde una cárcel donde enseguida la ahorcarán y su bebé no habrá de nacer nunca.

Lo que sí es cierto, lo que Mary afirmará y reafirmará una y otra vez es que su pelo es del color de la leche y, quizá, esto sea lo único importante, lo único que perdurará, la única verdad.

Y que ya no hay más nada para contar cuando el principio no es tal sino su malograda o malversada ficción, y porque el final –cada final, todo final- siempre es verdadero:

“Y ahora ya he terminado y no tengo nada más que contarte. Así que voy a terminar esta última frase y voy a secar mis palabras donde la tinta forma unos charcos al final de cada letra. Y entonces ya seré libre”.

Carlos Skliar

Carlos Skliar (Buenos Aires, 1960) es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de la Argentina, y del Área de Educación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Entre 2005 y 2010 condujo en Buenos Aires el programa de radio 'Preferiría no hacerlo' junto a Diego Skliar.
Es autor de los libros de poemas 'Primera Conjunción' (1981), 'Hilos después' (2009) y 'Voz apenas' (2011), del libro de aforismos y ensayos 'La intimidad y la alteridad' (2006). Recientemente ha publicado los títulos 'No tienen prisa las palabras' (Candaya, 2012) y 'Hablar con desconocidos' (Candaya, 2014). Es también autor de varios libros de pedagogía y filosofía.

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