Una lenta y cruel agonÃa: «Los viejos demonios», de Kingsley Amis | Revista de Letras
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Con Los viejos demonios cerró un cÃrculo y recibió un inesperado premio Booker. CorrÃa 1986 y el descaro de Martin habÃa eclipsado la exuberancia de Kingsley. La novela que nos concierne huele en todo momento a crepúsculo aceptado de inevitable inercia. El escenario elegido es una metáfora del cementerio de elefantes. Gales en los años ochenta del siglo pasado empezaba a parecerse a cualquier lugar del mundo, si bien sus viejos habitantes defendÃan a capa y espada las tradiciones del lugar mediante la creencia de vivir en una remota Arcadia sostenible regada con abundantes dosis de whisky y nostalgia por un tiempo irrecuperable.
La estructura de Los viejos demonios, no es tan fiero el león como lo pintan, se basa en una serie de interiores, casas de muñecas seniles que poco a poco desgranan la personalidad de los protagonistas. Para incrementar lo diáfano de la propuesta los capÃtulos trazan una clara división que introduce a todos y cada uno de los personajes de manera individual hasta que unen sus destinos con la aparición de Alun y Rhiannon. Y entonces se desata la locura controlada. Todos quieren reverdecer viejos laureles y enterrar la monotonÃa en el desván del recuerdo, lo que es francamente problemático si se tiene en cuenta que su presente es un frágil núcleo que topa con el muro que imposibilita cualquier tipo de avance. Las hazañas son una quimera, y ni siquiera queda un resquicio de luz. Los mecanismos que adquirimos son una losa que la vejez exacerba. El único consuelo radica en intentar desafiar lo establecido entre huesos gastados, cerebros embotados por el alcohol y aparatos reproductores que sin erecciones se contentan con abrazos y manos entrelazadas que activan sinapsis con lo que pudo ser y no fue.