A nivel cultural y situándonos en el contexto del estado español, se vive una discrepancia entre fotografÃa creativa y fotografÃa de reportaje. La primera posición, nacida en el seno del colectivo vinculado a la revista Nueva Lente (1971-1983), tiene como máxime representante al artista y teórico Joan Fontcuberta. Con el lanzamiento de nuevas y atrevidas poéticas de la subjetividad, el grupo realizó una crÃtica de la representación y del naturalismo fotográfico propios de los años setenta. Esta tesis abrió un fuerte debate entorno a la concepción moderna de la fotografÃa y su vinculación al realismo. Se formó entonces una segunda postura integrada, sobre todo, por la anterior generación de fotógrafos. Esta posición, en la que encontramos personalidades como Publio López Mondéjar o Xavier Miserachs, se articuló como defensa de la fotografÃa heredera del realismo humanista de mitad del siglo XX, “definiéndose por oposición a cualquier legitimación de la fotografÃa en términos de autonomÃa artÃstica†(J. Ribalta, En: J. Fontcuberta, ‪Historias de la FotografÃa Española: ‪Escritos 1977-2004, 2008).
La extensión de la tecnologÃa digital no hizo más que agravar la disputa. Por un lado, al facilitarse la manipulación, el discurso que cuestionaba la veracidad del documento fotográfico y su relación con el objeto y realidad representados, adquirió más sentido. Se generó un escenario óptimo para las vanguardias artÃsticas que planteaban dudas acerca de la fotografÃa como referente. A su vez, creció la exigencia de una mayor contextualización de la imagen y del desarrollo de un análisis más crÃtico a la hora de relacionar fotografÃas y realidades. Esto provocó y sigue provocando todo un malestar y una reacción de un colectivo que se siente vÃctima de un ataque directo en tanto que, se supone que existe un debilitamiento de la función documental de la imagen.
En segundo lugar, la expansión y popularización de la fotografÃa digital provocaron dos consecuencias: un interés por la instantánea cotidiana y un exceso de producción. En los años 70 Susan Sontag ya afirmaba que “la necesidad de confirmar la realidad y enfatizar la experiencia mediante fotografÃas es un consumismo estético al que hoy todos son adictosâ€. La sociedad se conformaba por un conjunto de devotos a las imágenes en la que “no serÃa erróneo hablar de una compulsión a fotografiar†de “transformar la experiencia misma en una manera de ver†dónde “la participación en un acontecimiento público equivale cada vez más a mirarlo en forma de fotografÃa.†(Sontag, Sobre la fotografÃa, 1975).
La irrupción del pÃxel multiplicó la tendencia detectada por Sontag. En la actualidad, las personas toman fotografÃas en cualquier espacio, a cualquier hora y la realidad es registrada en sensores digitales por parte de, prácticamente, todos los grupos sociales. El hecho de que el teléfono móvil ya incorpore una cámara digital, permite llevar un permanente aparato de captación de imágenes que, además, pueden ser compartidas de forma instantánea a través del espacio virtual. En este sentido, Internet y la extensión de las redes sociales han generado nuevas maneras de consumir información, ya sea textual o visual, dando lugar a una forma distinta de relacionarnos con las imágenes. Joan Fontcuberta, en “Por un manifiesto posfotográficoâ€, considera que “las fotos ya no recogen recuerdos para guardar sino mensajes para enviar e intercambiarâ€.
Es más importante la circulación de la fotografÃa que su contenido. Tiene más valor el carácter lúdico de la toma que su registro documental puesto que “las fotos ya no se conciben como documentos, sino como divertimentos, como explosiones vitales de autoafirmaciónâ€, necesidades de “confirmar la realidad y dilatar la experiencia†fotografiando las vivencias, transmitiéndolas y olvidándolas, eliminándolas del recuerdo mental y/o fÃsico (J. Fontcuberta, La cámara de Pandora: ‪La fotografÃ@ después de la fotografÃa, 2010). La fotografÃa se convierte en un modo de relacionarnos con el mundo, de intervenir en la realidad y compartir, diluyendo, cada vez más, la frontera que separa lo público de lo privado. Sentimos la pulsión de viviren imágenes y de consumirlas de forma constante. A su vez, todo esto conlleva la configuración de un escenario marcado por la abundancia, un mundo visualmente intoxicado, saturado, con más fotografÃas de las que es capaz de consumir. Se generan trastornos mentales asociados al deseo obsesivo compulsivo de tomar fotos de uno mismo y publicarlas en las redes sociales. En el año 2011 Flickr anunciaba en su página de inicio que cargaba 6.000 imágenes al minuto. Instagram presume de 60 millones de fotos subidas por dÃa y 1’6 billones de Likes diarios. También es indicativo el creciente éxito de la red Pinterest, basada en la interacción visual, con más de 100 millones de usuarios mensuales activos.
Podemos considerar, por tanto, que la fotografÃa contemporánea se ubica ante una sociedad insaciable, adicta a la captación y al intercambio de imágenes fugaces, de usar y tirar, en la que la instantaneidad no sólo se da en la toma sino también en un consumo fast. Esto realmente no ayuda al profesional, entendiéndolo como aquella persona que trata de ganarse la vida con la fotografÃa. Hay un cuestionamiento de la especialización que lleva aparejada un consecuente descenso de las tarifas profesionales. Pepe Baeza, desde el ámbito fotoperiodÃstico, habla crudamente de trivialización del uso de la fotografÃa, “desapego hacia lo visual†y de un “exceso de imágenes banales†que “perjudica mucho más a la comunicación visual que su ausenciaâ€. (P. Baeza, Por una función crÃtica de la fotografÃa de prensa, 2001). Ribalta nos recuerda como este antagonismo alimenta la lucha por la hegemonÃa cultural que hace que “los viejos [fotógrafos] profesionales se ven relegados a una suerte de clase trabajadora frente a la emergencia de la joven clase dirigente de los artistas†(J. Ribalta, op. cit. 2008).
El oficio fotográfico, todavÃa lamiéndose las heridas del tsunami provocado por una imagen digital que arrasó con el revelado, las copias, los marcos, los álbumes, los carretes y todo un modelo de negocio, se encuentra además ante una crisis financiera muy grave y, la ya mencionada, saturación de imágenes que generan cierta simplificación en la representación. El rebosamiento ha hecho que, desde el espacio creativo, se observe una tendencia artÃstica que se adentra en los ámbitos del archivo y la reutilización de imágenes, para generar nuevos discursos crÃticos con la historia hegemónica o el imaginario colectivo y, en cualquier caso, frescos, regenerativos y estimulantes. Ya no interesa producir más y más fotografÃas, sino reciclarlas en una especie de movimiento ecológico. Otros proyectos, en relación a las posibilidades tecnológicas, apuestan por la total generación de fotografÃa desde computadoras (CGI) o el aprovechamiento de entornos digitales como Google Street View o videojuegos para jugar con la ambigüedad entre realidad, ficción y virtualidad.
A pesar de esta excesiva proliferación y abundancia de imágenes y del cuestionamiento de la fotografÃa como registro, no podemos hablar de un descenso del interés social en la imagen como testimonio documental. Es cierto que hay una menor aceptación acrÃtica de la sinceridad de las fotografÃas pero los medios de comunicación con cierta solvencia mantienen la veracidad de su contenido visual. Los espacios culturales siguen gozando de una gran presencia de la fotografÃa documental y los archivos fotográficos presentan muestras históricas que tienen gran aceptación. Podemos hablar, por tanto, de una convivencia tensa entre una fotografÃa posmoderna que gusta de explorar las capacidades de la imagen como herramienta discursiva y una fotografÃa testimonial que se mantiene fiel al referente. Un claro ejemplo, lo podemos apreciar en el programa de la última edición de PhotoEspaña 14, en el que cohabitan muestras como “Testigos de las revoluciones árabes†y “FotografÃa en España 1850-1870†con exposiciones como “FotografÃa 2.0â€, una apuesta por fotógrafos que interpretan crÃticamente la nueva situación de la producción fotográfica.