Oporto | Foto: Albert Lladó

Oporto, diario de viaje

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Oporto | Foto: Albert Lladó
Oporto | Foto: Albert Lladó

“La salida a la fría niebla de diciembre en Oporto”. Con esta frase apuntada de La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, la novela de Antonio Tabucchi, llegamos a la ciudad portuguesa a finales de año. Las calles nos dan la bienvenida con sus mejores galas, los adoquines húmedos, la cerámica azul, y las gitanas asando castañas en cada esquina. Esos hornos improvisados hacen que Oporto se nos presente con columnas de humo, una fumata blanca que nos anuncia: Habemus urbe literaria.

Miércoles, 30 de diciembre

{14.00 horas}

Una heroína con pinta de Lisbeth Salander toca el acordeón. El escaparate de las magníficas confiterías (la mejor, seguramente, es la confitería Bolhâo, fundada en 1896) nos advierten de que es hora de comer algo. Que estamos en Portugal se evidencia en esas tascas donde los hombres viejos impregnan de aceite y vino los manteles de papel. Entramos en un restaurante cualquiera, sin neones ni minimalismos. Arroz, filete, tres copas de tinto. Patatas en rodajas en una ovalada bandeja de acero. Cebolla y zanahoria. El camarero, con todo el carácter esculpido en su rostro de sesenta años, decide, casi, por nosotros. Qué bien, oh, se vive sin esnobismos.

{17.30 horas}

Se hace de noche. Llueve suavemente. Desde el piso de Rua Firmeza se ve el ayuntamiento, su cúpula verde, y las gaviotas que despiden el año, inquietas. Quién sabe lo que vendrá, es cierto. En la calle, mientras, se ven los paraguas, moviéndose, como caparazones de un animal desconocido para nosotros.

{20.00 horas}

Maquetaci—n 1En la novela de Tabucchi, el protagonista, Firmino, un periodista especializado en sucesos que han enviado desde Lisboa para investigar un misterioso asesinato, pasa las horas en el Café Ancora. Es seguramente un local inventado por el escritor italiano. Y, sin embargo, nuestra obstinación nos lleva hacia un bar con el mismo nombre, el Café Áncora (d’Ouro), que resulta ser uno de los más antiguos de la ciudad, inaugurado en 1909. Conserva esa atmósfera de estudiantes y camareros con chaleco. Pero es un lugar realmente pintoresco. Las paredes están decoradas con lápidas, sí lápidas, que los recién licenciados en Medicina, que pasaban media vida allí, dejaron como obsequio con sus nombres grabados. Al entrar, justo a la derecha, también hay un pequeño quiosco.  Huele a sopa y a cerveza.

En La cabeza perdida de Damasceno Monteiro hay un personaje maravilloso, un abogado obeso que, viniendo de una familia aristocrática, se dedica a defender a los más miserables de la ciudad. El tipo, una invención deliciosa de Tabucchi, diserta, mientras come y fuma desmesuradamente, sobre la Grundnorm, una especie de teoría de la justicia, desarrollada por Hans Kelsen, que viene a decirnos que la norma básica, situada en el vértice de una pirámide invertida, lo controla todo y a todos. La norma, así, es garantía de servidumbre. Y uno no puede dejar de pensar en cómo la Grundnorm, a la que hoy podemos llamar Europa, no ha dejado de castigar, sin posibilidad de tregua, a un país como Portugal.

Jueves, 31 de diciembre

{11.00 horas}

Leemos en la novela que en Oporto se encuentran “los olores más diversos de la naturaleza… retama, espliego, romero”. No hace falta salir de la ciudad para encontrar esa explosión de color y aroma. En el centro de Oporto está el Mercado de Bolhâo. Allí, en pequeñas y destartaladas paradas, conviven las flores y las frutas, las olivas, las almendras, los huevos frescos, los ajos y los altramuces. Hay, claro, toallas. Y los delantales con el gallo. Guantes para la cocina. Botellas de vino Oporto. También se piensa en el turista, por supuesto, pero de una forma menos masificada, menos violenta, menos cutre que en ciudades como Barcelona. Los barriles son utilizados como mesas para tomar el café (vaya café, vaya increíble café que beberemos en Oporto). La mujeres atienden a los clientes con sus batas a cuadros. Los bacalaos en salazón son las banderas quietas de un mercado en movimiento. Las pescaderas agitan de un lado para otro sus manos hercúleas. A lo lejos, vemos una vieja báscula que parece, a su vez, un triángulo invertido. Sonreímos. También la norma básica está organizando la fila de tenderetes.

{11.00 horas}

“La verdad es que Oporto tenía un aire inglés, con sus fachadas victorianas de piedra gris y la gente caminando ordenadamente por la calle”, escribe Tabucchi. Pronto veremos alguna de esas huellas, como las cabinas de teléfono, rojas, una especie de guiño a Londres mediante este dolmen de la comunicación.

Capela das Almas | Foto: Albert Lladó
Capela das Almas | Foto: Albert Lladó

Bajamos por Rua Santa Catarina. Es una calle comercial. Allí está el lujoso Café Majestic, sacando músculo y esplendor. Pero en esa calle encontramos, también, la Capela das Almas, cuyo exterior está forrado de azulejos, pintados por Eduardo do Leite,  donde se explica la vida y la muerte de San Francisco de Asís. Es un relato dentro de un relato, un cine estático, un libro abierto, en medio de la ciudad. Es uno de los lugares más bellos de Oporto donde se puede mirar una y otra vez, callados, para que una pared nos explique mil historias. Gratis. La intemperie, aún, no se cobra.

Al final de la calle llegaremos a la Praça da Batalha, coronada por el Teatro Nacional S. Joao. Un poco atrás, justo antes de subir las escaleras que nos adentran en la altiva iglesia de San Ildefonso, enfrente de la puerta de la librería Latina, hay una esquina lupa, uno de esos lugares que explican una ciudad. Es donde muere la Rua 31 de Janeiro. Por allí sube, como tosiendo por la edad, el tranvía. Y desde allí se ve, también, la Torre dos Clérigos, una de las estampas de Oporto.

{14.00 horas}

Librería Lello | Foto: Albert Lladó
Librería Lello | Foto: Albert Lladó

Toca hacer cola y pagar tres euros (nos los descontarán si compramos dentro) para entrar en la Librería Lello. Ahí sí, los turistas sacan sus máquinas para inmortalizarse (cada uno usa los verbos para crear las falsas expectativas que necesita) como Harry Potter, que utilizó el local como escenario desde donde maniobrar su barita mágica. Pese al ruido, y los codazos japoneses, el sitio es más que recomendable. La fachada neogótica ya vale la pena. Dos pinturas de José Bielman, que simbolizan el arte y la ciencia, sostienen los más de 110 años del edificio. Una vez dentro, en la planta principal, encontramos varios bustos de escritores portugueses, como Eça de Queiroz, Camilo Castelo Branco o Antero de Quental, entre otros. Pero es la escalera que da acceso a la primera planta lo más espectacular de Lello, con su madera retorciéndose como una colosal e indomesticable serpiente. Ya arriba, uno no puede dejar de mirar el techo, donde una impresionante vidriera de ocho metro de largo reza Decus in labore. Ay, la dignidad en el trabajo…

{16.00 horas}

Tabucchi pone en boca del abogado Don Fernando, quien asegura que pertenece a la escuela de la concepción intuicionista, parlamentos del filósofo Mario Rossi. Leemos en la novela, pues, una invitación a la herejía lúcida, a la disidencia desacomplejada, pero desde un hedonismo discreto, en el que los pequeños placeres son, también, grandes victorias. Lo es para el abogado que encuentra en la literatura “cartas desde el pasado” cuando lee a Hölderlin (“Mit Briefen, so ergeht es mir auch / Dass ich Vergangenes alles sage”), pero también cuando se rinde a la gastronomía local. Nosotros lo volvemos a hacer en cualquier bar, que resulta ser otra fiesta. Los invitados: una jarra de vino verde, un dorado bacalao à brás, y una francesinha, una especie de bomba atómica construida con, entre otros artefactos, jamón cocido, mortadela, filete de cerdo, un huevo, salsa picante con cerveza y tomate, y recubierta, como para disimular, con pan de molde. El resultado, en boca, es casi un milagro.

Como escribe en repetidas ocasiones Antonio Tabucchi durante esta novela, anunciando sin saberlo la elocuencia de Rajoy, intentamos hacer la digestión con un “Fin de la cita”.

{18.00 horas}

Nos alejamos un poco del centro para llegar a la calle Bombarda. Allí se concentran las jóvenes galerías de arte. En Cruzes Canhoto visitamos una exposición de Júlia Cota que, con inteligencia e intuición (sabemos, es cierto, que son la misma cosa) mezcla en sus figuras el arte primitivo, el art brut, y lo popular. Lo hizo antes, claro, Dubuffet y Picasso, pero es que hoy las preguntas siguen siendo las mismas: ¿Qué mitos nos interpelan? ¿Cómo construimos nuevos arquetipos que, a la vez, nos conecten con el pasado?

En la misma calle dos ancianos, en un bar minúsculo, nos ofrecen un café a sesenta y cinco céntimos. No sabemos si es por el póster de Jesucristo que cuelga de la ventana, pero el primer sorbo ya nos parece puro misticismo.

{20.00 horas}

Se acerca el fin de año, y no queremos despedirnos sin visitar el primer corazón de Oporto, Praça Riberia, y el paseo con sus casas de colores, y el solemne puente de Luís I, que conecta las dos orillas del río. “Oporto, la pintoresca ciudad acariciada por suaves colinas y surcada por el plácido Duero. Por él navegan desde los tiempos más remotos los característicos Rabelos, cargados con barriles de roble, que llevan a las bodegas de la ciudad precioso néctar”, escribirá Tabucchi, quien sitúa en ese barrio, en la Rua dos Canastreiros, el domicilio del joven asesinado que da nombre a la novela.

Antes, hacemos dos paradas. En el reformado Mercado Ferreira Borges, donde el hierro rojo cubre la modernidad de una ciudad orgullosamente antigua, y la espléndida Estación de São Bento. Su reloj, catedralicio, nos recuerda que los fuegos artificiales están a punto de llegar.

Viernes, 1 de enero

{01.00 horas}

En una carpa de plástico transparente los niños saltan sobre las botellas vacías. Bebemos. Nos choca que aquí, sin limitaciones de ningún tipo, la gente fume en un reciento cerrado. Ahora, sí, nos hacemos los sorprendidos. La norma, también a nosotros, nos ha domesticado hasta tal punto que confundimos, en cualquier anécdota como esta, naturaleza y ley. Levantamos la copa. Que el nuevo año nos traiga asombro y espontaneidad.

{13.00 horas}

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Oporto | Foto: Albert Lladó

Los turistas salen como zombis después de fin de año. Queda en el suelo algún fósil, vidrios rotos, de la noche anterior. Nos acercamos a Maus Hábitos, un interesante centro cultural, con taller y restaurante, justo delante del coliseo. Llueve, de nuevo, y el agua aprovecha para colarse por las brechas del empedrado.

Seguimos con el libro abierto, que es otro mapa, hasta encontrar la Praça da Alegria, donde, como promete Tabucchi, encontramos vendedores ambulantes. Las gaviotas se quejan del frío que ha llegado con el  nuevo año. Uno siente entonces, mientras camina, sin miedo ni nostalgia, el significado de ese violín silencioso al que nos referimos como melancolía.

{16.00 horas}

En las paredes de la catedral encontraremos el musgo que se burla del tímido calor que la tarde nos ofrece. Y otra vez la novela, que es nuestro bastón de mando, describe la situación: “Brillaba el río Duero bajo el sol oblicuo que nacía entre las colinas”.

Desde allí vemos, antes de cruzar el puente, las bodegas. Son los nombres de Sandeman, Offley, Noval, Graham’s o Cálem, el particular Hollywood Sign de letras blancas que completan el paisaje-abecedario. El teleférico, con sus hilos negros, acaba por dibujar la partitura.

Ya del otro lado, en Serra do Pilar, observamos las tejas rojas y los gatos negros.

{20.00 horas}

Volveremos, de noche,  por las Escadas do Codeçal. Los fregaderos de piedra en la calle oscura, y las casas a punto de caer al abismo, son las sombras calladas de un puente lleno de luz y de protagonismo.

Sábado, 2 de enero

{13.00 horas}

La Praia Matosinhos invita a un paseo largo y tranquilo. Comenzamos justo donde está la Escultura Tragédia do Mar, un homenaje a los pescadores que murieron en el naufragio del 47. El conjunto, firmado por José João Brito, está levantado a partir de una pintura de Augusto Comes. Son las mujeres que lloran por lo que el Atlántico, tan cerril, les ha arrebatado. Hoy ese mar acoge a los surfistas y sus neoprenos, sin dejar de abofetear las rocas negras que separan el Castelo do Queijo del Forte de São João da Foz.

Nos va a dar tiempo a visitar la Fundación Serralves y sus jardines versallescos. Proponen una exposición de Helena Almeida y su Pintura habitada. El azul que comienza como decoración del blanco y negro acaba, irremediablemente, en trazo y grito. La creadora, entonces, nos dirá que su cuerpo es su trabajo. Decus in labore. Invocamos la frase que hemos leído en Lello, sí, Decus in labore. Tal vez, quién sabe, es cierto. Cuando lleguemos a casa habrá cambios en ese sentido. De momento, no hemos perdido la cabeza, como Damasceno Monteiro. Por algo se empieza.

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Obra de Helena Almeida | Fundación Serralves

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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