Tailandia | Foto: Meritxell Gutiérrez

Notas desde Tailandia

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Tailandia | Foto: Meritxell Gutiérrez
Tailandia | Foto: Meritxell Gutiérrez

Uno vuelve al cuaderno como se vuelve a la vida de usanzas y costumbres. Hay que reordenar las ideas, las construcciones, los artefactos, las fábricas y las prioridades. Hemos estado en una Tailandia de sonrisas y turismos. Pero también de budas degollados.

El circuito comienza en el cementerio de los aliados. La muerte, y sus guerras, se han ido consolidando como un monumento al que acudir en masa, para masificar de fotografías y gestos ridículos la trampa de la memoria. Decimos evocar el pasado sangriento para que la barbarie no vuelva a aparecer por casa, pero los infiernos, en perspectiva, se vuelven cine y espectáculo. El tren de la muerte, así, atraviesa el puente sobre el río Kwai con la melodía silbada de unos actores que levantan las arquitecturas del héroe y sus consecuencias.

Ya aquí, con el café que enciende el estómago de las rutinas, vemos levantarse el velo de brisa del verano, que primero simula despedirse cara a cara, parsimoniosamente, hasta que se escabulle como los críos que van tocando en los interfonos automáticos de la periferia. En la oficina de oficios, pues, trascribimos unos apuntes de urgencia de un viaje de desconexión y falta de cobertura. Será ante el televisor, y encontrándonos con algún reportaje de españoles por el mundo, cuando nos vengan las imágenes, borrosas, de una Ayuthaya y sus cultos, de las estupas y las victorias, del patrimonio que se expone al público como la reliquia del que resiste.

En Lopburi, en la “ciudad de los monos”, conviviremos con un espejo de juegos y gestos afines, y reiremos al ver cómo un primate le roba las gafas de sol al vecino porque, de alguna manera, aún nos sorprende el reflejo de lo propio en la desnudez de la bestia. Parecen personitas, dirán algunos. Qué monos, comenta la rubia con chándal y anillos de oro. El mono se girará, y mirará con una mezcla de resignación y profesionalidad inaudita.

El autocar, una balsa de españoles recién casados, escalará el país hasta llegar al triángulo del oro, cuna del opio y cuna del veneno que se ha llevado a millones de personas, en una guerra diferente, de jeringas y sobredosis. Pararemos antes para visitar a los Akha, una tribu que dice comer perros mientras sus niños, hermosos, nos piden los caramelos de la mala consciencia. Dentro de las cabañas de paja y barro, los padres esconderán las pantallas panorámicas, las ventanas por donde consultan la forma de vida de estos extraterrestres, nosotros, que aparecemos ansiosos de un exotismo de urgencia. Uno, que ha aprendido a descansar en estos viajes, por fin, sabe que la autenticidad es un mito de grosella, y que las ciudades y los bosques, aunque mantengan cierto aire paradisíaco, son un cóctel de exhibicionismo, empresa y representación. Relajado, pues, uno entra en el teatro del mundo y (si lo hace en la literatura, por qué no hacerlo aquí, en otros lares) ocupa, sea con mochila o estrellas, la butaca del espectador que camina.

Iremos, descalzos, visitando templos y promesas. El naranja de los monjes, su solemnidad y su austeridad, se trenzará con el kitch de las ofrendas, una gama que abarca refrescos y peluches. Incienso y batidos.

En Chiang Mai, atravesando el río Ping, pasearemos en elefante mientras el guía camboyano, aburrido, tararea, en un español aprendido en sus selvas, los balanceos de un animal al que no podemos dejar de acariciar entre ceja y ceja. Compraremos en ese momento nuestro tótem made in China, una reproducción en resina, teñida de negro, de Ganesha, la deidad, con cabeza de elefante, patrona de las artes y la sabiduría. Y cavilaremos entonces si colocarle, antes del regreso, un casco de juguete, como el de los soldaditos de plomo de la infancia, para protegerle de los desalmados que se divierten asesinado estos mamíferos (recordamos ahora a Lizano, ya que ¡todos somos mamíferos!), tan respetados en la Tailandia que vamos transitando con pantalón corto y la fragancia, seca pero efectiva, del repelente de mosquitos.

Ganesha, descendiente directo de Shivá, viene seguramente de India, pero los tailandeses son los romanos de la contemporaneidad asiática, sabiendo introducir en sus tradiciones dioses y símbolos de todas las culturas cercanas, cocinando a su manera las influencias y las afluencias. No es extraño, no, que múltiples etnias, perseguidas en Birmania, hayan cruzado la frontera para instalarse en un país que, pese a los tsunamis, naturales y políticos, mantiene, sin arrogancia, la cabeza alta de quien la etimología le presenta como el “país de gente libre”.

Poco libres, es cierto, serán las prostitutas de Bangkok, un fenómeno venido a menos, pero que aún se alimenta de los occidentales con cara de dinero y desprecio. Será en un hotel de la capital, refugiados de un monzón amansado, donde leeremos a un siempre exquisito Montalbán, y sus pájaros de prosa, para conocer mejor los subterráneos de una ciudad que el escritor visitó para documentarse y a cambio, veinte años después, ésta le engulló mientras hacía una parada técnica en su aeropuerto. Los pájaros tristes de Bangkok que parecen vengarse de quien le ha puesto nombre en una novela. O los peligros de la literatura y sus coincidencias.

Nos tropezaremos, en medio de un ritual silencioso, con la cruz esvástica que Hitler convirtió en el logo macabro del holocausto, robando el significado a un símbolo descontextualizado y sin posibilidad de réplica. E iremos abarrotando los días de actividades, explorando cómo nacen las frágiles orquídeas, la coreografía de los peces inocentes, los golpes certeros en los combates de thai boxing, o comiendo en los puestos callejeros. Tomaremos, finalmente, un vuelo interno para llegar hasta Ko Samui, y alimentarnos de una dieta rica en cocos, piñas y sandías, mientras esperamos el crepúsculo de la inmediatez en una isla de playas verdes y tranquilas.

Preguntaremos una y otra vez el motivo por el cual algunos automóviles llevan escrito en sus lunas –porque en las lunas también se escribe– frases lapidarias del tipo “Este coche es rojo”. Aunque sea azul. Y la guía contratada, esforzándose para saciar nuestra curiosidad, nos explicará que se trata de un intento de engañar a los espíritus que, en forma de augurio, habían reclamado al propietario del vehículo que lo comprara de otro color. Veremos en esa inocente estafa un Duchamp a la inversa, que no niega la presencia de la pipa, que no rechaza la armonía existente entre signo y referente, sino que afirma que la realidad es otra. Y eso es lo mismo que darse cuenta de que la diferencia, el cambio, es cosa nuestra.

Del viaje de verano, cuando el teclado y la pantalla nos absorban en el hábito de la repetición, tan sólo nos quedará un tenue halo que regresará, ya manipulado, cuando encendamos la cámara digital y advirtamos el rastro de una sonrisa lejana, tropical. Resultado, en todo caso, de una isla en el calendario.

Tailandia | Foto: Meritxell Gutiérrez
Tailandia | Foto: Meritxell Gutiérrez

Texto publicado en La Fábrica (La Garúa, 2014).

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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