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Julio Silva: La última entrevista

El escultor argentino, fallecido en abril de 2020, conversa, poco antes de su muerte, acerca de su trayectoria y de su relación personal con Julio Cortázar | Foto: Alexis Dylan Silva, WikiMedia

Meses atrás, a primera hora de una mañana bastante fría de abril, llegó a mi buzón un breve correo electrónico. Muy breve. Brevísimo. Era de Catherine, esposa de Julio Silva. El mensaje, simplemente, acompañado de una fotografía del propio Silva en su estudio -un Julio Silva fotografiado de pie que mira hacia la cámara, descalzo pero con calcetines, pisando dibujos suyos derramados en el suelo-, decía “Il nous a quittés cet après midi”.

A Julio (el otro Julio, como a él le gustaba decir, refiriéndose a Julio Cortázar) lo traté bastante en los últimos veinte años. Siempre en París (una vez en España, ambos invitados en un encuentro precisamente sobre Cortázar), donde él vivía desde 1955. Hace cinco o seis años, intermedié con el Centre del Carme, del Consorci de Museus (Generalitat Valenciana), y conseguí que programaran una gran exposición en torno a su obra y los vínculos con la de Julio Cortázar, pero de repente, ya aceptada (se alegaron motivos económicos), el tema se frustró, con un obvio malestar por parte de Silva y mío, ya que el proyecto, culminado en su fase previa a la ejecución, se nos llevó mucho tiempo de trabajo compartido en su estudio. Una lástima. Se perdió una oportunidad magnífica.

Cuando andaba por París, bien por estadía corta o larga de investigación, le mandaba aviso, e invariablemente recibía respuesta: “Vení a las catorce horas y tomaremos café”.

Siempre fue así, excepto en el mes de enero del año pasado, fecha en la que comisarié una exposición del fotógrafo argentino Pepe Fernández en la Maison de L’Argentine. Ya en París, le escribí un correo electrónico en el que le comentaba que podíamos vernos en el pabellón de la CIUP la tarde de la inauguración, ya que al día siguiente debía regresar a España. Fue Catherine quien lo disculpó, me dijo que acababan de llegar del médico y estaba muy cansado.

Esta es la última entrevista que le hice. Fue a principios de un verano. Un principio de verano seco en París. Habló de Buenos Aires, de su llegada a Francia, habló mucho de sus encuentros y amistad con Julio Cortázar, habló de los libros que ambos armaron, del arte del siglo XX, de la vida, en suma, con minúscula. Una entrevista que transcribo ahora con el repiqueteo triste de las palabras de Catherine que me golpearon en abril del 20: “Él nos dejó esta tarde”.

Hace meses que no llueve en París, se percibe en el parc Montsouris, en todos los árboles de la Cité Universitaire que aparecen recubiertos de polvo, en el césped que amarillea, en las hermosas marquesinas de algún pavillon que rebaso (el 3 de la avenue Reille) y que ahora se ven sucias, en las aceras del boulevard Jourdan, que más adelante se convierte en Brune, también en los resecos alcorques desde donde trepan buganvillas de colores malvas. Otros años es turno de lluvias y de temperaturas más en descenso, días continuados de lluvia lenta y constante. Este mes, además, trae consigo sus molestas emisiones de polen que se agravan por la contaminación, invisibles e inoportunas ondas, que me obligan a lagrimear cada vez que paso junto a un plátano o un castaño.

Me he citado con Julio Silva y he decidido ir caminando. El tranvía avanza en paralelo, sentido oeste. Si siguiera ese trayecto desembocaría en la Porte de Vanves. Ayer anduve por su mercado de pulgas: discos de vinilo (Dalida, Françoise Hardy, Gilbert Bécaud), cestos con pelotas de golf, un casco de la guerra del 14, osos de peluche, una ardilla disecada y apolillada en el extremo de su cola, una muñeca mofletuda, fotos, centenares de fotos a un euro de (la mayoría) personas ya muertas, cuadros al óleo, un barco de madera con los emblemas de la dorada época colonial francesa. Entre la gente que iba arriba y abajo, y yo creo que nadie se dio cuenta, estaba, lo estuvo a mi lado, con un cigarrillo entre sus labios, Catherine Deneuve.

Julio Silva tiene tras de sí una carrera de pintor y escultor (bronce y mármol) de más de cuarenta años. Además, es responsable de una importante obra gráfica de implicaciones directas en el diseño y la maquetación de libros, en concreto en su propio Silvalandia y en volúmenes del escritor argentino Julio Cortázar, en los que ambos colaboraron combinando sus respectivos talentos, fruto del que nacieron los brillantes La vuelta al día en ochenta mundos y Último round, recientemente reeditados con gran pulcritud por la mexicana firma RM. Ha realizado exposiciones individuales en prestigiosas galerías de París, Buenos Aires, Milán, Bruselas, México DF, Tokio, Ámsterdam, Varsovia o Nueva York. Hay esculturas suyas in situ desperdigadas en distintos países, siendo algunas de las que se siente más argulloso, quizá por ser un parisino de adopción, las tres que se encuentran en la capital francesa, siendo también las tres en mármol blanco de Carrara y de dimensiones considerables: en la Esplanade de la Défense, en el Forum des Halles y en el Bd. Brune, con alzadas entre 1,80 metros y 4,50 metros.

Tras teclear el código en el panel, código que previamente me había facilitado, Silva me recibe en el portal. Bajaba, acompañando a su mujer, Catherine Lecuiller, a recoger el correo. Al oír el nombre de ella, me he acordado de la Deneuve y lo he comentado y he insistido en que nadie, excepto yo, la había reconocido. Julio ha dicho que porque “iría sin maquillajes”. Nos hemos sonreído. La mujer de Silva me ha deseado que pase un bonne journée y nos hemos despedido, y él y yo hemos subido en el ascensor hasta su casa. Esta, de tres alturas, está abarrotada de arte africano en su mayoría, también algo de muestras oceánica y mesoamericana. Son máscaras, estatuas de diversos tamaños de terracota, de madera. Rostros alargados, ojos simples, hundidos, mejillas afiladas. A Amedeo Modigliani le habrían atraído.

“Hay ahora unas mil piezas, y eso después de haber donado más del doble a un museo italiano”, precisa. Se encuentran por todas partes, en anaqueles, estanterías, en repisas, en el suelo, en doble fila, en un rincón, bordeando los pasillos. Del mismo modo, hay cuadros suyos, pequeñas esculturas, objetos, botes con pinceles, papeles, una impresora. Es un lugar de trabajo pero también de estar. Quiero decir que no es un taller, es un estudio grato pero severo, orientado como debe ser hacia el norte por la uniformidad de la luz natural, donde hay un televisor de plasma y un ordenador Macintosh de pantalla grande, un sofá, unas sillas. Hay archivos, algunos libros (veo los tomos del Epistolario y las Obras completas de Cortázar). Me siento en el sofá y él lo hace en una silla-taburete con ruedas. Es agradable la visión desde donde nos hallamos, pues el techo es alto y se ve la escalera que conduce a los otros dos niveles, el superior y el inferior.

Julio Silva nació en la provincia argentina de Entre Ríos, integrada en la región centro-oeste, el 16 de enero de 1930. Tiene tres hijos, dos varones (uno vive en Suiza y otro en Japón) y una mujer, que vive en París. Siendo niño, como tantas familias del interior (en la Argentina, todo lo que no es Buenos Aires, es “el interior”), la suya, compuesta por los padres, Lea Ferrari y Florencio Silva, y cinco hermanos, también se trasladó a la capital federal, al barrio de Flores, a la búsqueda de mejores condiciones de vida. El centralismo administrativo empujaba a ello. Solo un par de décadas antes, el arribo de emigrantes al país austral era sintomático. A principios del siglo XX, tres de cada diez habitantes habían nacido en el extranjero. Entre 1900 y 1910, casi dos millones de emigrantes accedieron a la Argentina entrando por el porteño Hotel de Inmigrantes, equivalente a la Ellis Island de Nueva York. De ahí que Buenos Aires se convirtiera en punto receptor también para ese argentino del interior con aspiraciones.

Le pregunto cómo era ese Buenos Aires. “No puedo decirte muy bien porque estaba muy encima del suceso. Luego, sí, con el paso de los años, veinte o treinta después, puedo formarme una idea. Era una ciudad que empezaba a dejar de ser lo que había sido unos años atrás, perdía fuelle”. No habla lento, por el contrario silabea bastante rápido, conservando el voseo con el acento de allá, pese al medio siglo superado de vida francesa. El cabello y la barba, esta crecida con espontaneidad, sin medida de regla barbera, pero no larga, son blancos. Viste ropa cómoda, oscura. Más o menos por esos años, su gran amigo Julio Cortázar, quien le llevaba dieciséis, con quien compartiría una amistad hasta la muerte en 1984, ejercía la docencia en San Carlos de Bolívar y en Chivilcoy, un hondo pozo de provincianismo. La Argentina de aquel período se aproximaba hacia el primer peronismo, el más populista. Ninguno de los dos intuía su futura amistad en París, pero ambos sentían ya, cada cual por su lado, la asfixia del gobierno de Juan Domingo Perón.

¿Algún referente de aquellos años de niño?

«Mi maestro de escuela. Fue Leopoldo Marechal. Nosotros, claro, no teníamos conciencia de quién era, sí sabíamos que a veces aparecía en algunas revistas literarias, se le citaba, pero nada más. Simplemente era nuestro maestro”. Sí que fue un lujo, le digo. El Adán Buenosayres es una novela de cambio y un libro que modificó el estatuto de la ficción en castellano. Precisamente fue Cortázar el primero que escribió acerca de esta novela. “Marechal sembró con esa novela para que otros siguieran ese camino. Fue Marechal quien me empujó a que me iniciara en la pintura. Él veía mis dibujos. Me animó a que estudiara Bellas Artes».

Julio Silva | Foto: Miguel Herráez

Las corrientes de arte abstracto y arte concreto, a mediados de los años cuarenta en la Argentina, con el precedente de Emilio Pettoruti, tiene los nombres de Carmelo Arden Quin, Gyula Kosice o Lidy Prati. Sumemos el magisterio encauzador del crítico Aldo Pellegrini y su revista Qué, con pintores como Claudio Girola, Enio lommi y Hans Aebi. Ya en la década de los cincuenta, el llamado Grupo de Artistas Modernos de la Argentina se proyectaba a partir de José Fernández Muro, Sarah Grilo y Miguel Ocampo. Pero no es entre ellos donde Silva halla sus afinidades. Silva se movía en el terreno del surrealismo, como siempre lo ha hecho, con la prevalencia de los valores visuales frente a otros elementos del cuatro, por lo que necesitaba comprobar más allá de Buenos Aires qué tipo de discurso estaba cristalizando. En el joven Silva, tras un tiempo de formación en el taller de Juan Batlle Planas, español de nacimiento, fue madurando la idea de llegar a Europa, en concreto instalarse en París.

Para los intelectuales latinoamericanos, y en concreto para los argentinos, París desde siempre fue y es uno de sus espacios sagrados. Solo en el trayecto de un siglo, podríamos citar varias generaciones de ellos que dieron el salto, me refiero a los intelectuales que han dejado huella, al margen de los que carecieron de suerte o apoyos y solo desarrollaron una carrera oscura y sin efecto. Solo a mediados de los años veinte del siglo XX, excluyendo ahora los decenios cincuenta, sesenta y hasta la actualidad, en París hay nombres argentinos, entre otros, como son los de Leopoldo Marechal, Ángel Estrada, Enrique Larreta, Leopoldo Lugones, Dionisio Schoo, Ricardo Güiraldes, Oliveiro Girondo, Victoria Ocampo, y eso sin olvidar otros intelectuales, como Marcelo T. de Alvear, Otto S. Bemberg, Daniel Cranwell, Lucio V. Mansilla, Saturnino Unzué, Daniel García Mansilla, Juana González de Devoto o Adolfo Bullrich. Manuel Gálvez dijo que todos los argentinos, desde su adolescencia, soñaron -él incluido- con París en algún momento.

Fue en 1955 cuando Silva decidió, acompañado de su primera esposa, Hildegard Kupfer, y sin billete de regreso, venir a Europa, a cumplir con el rito parisino. Silva, que entonces no hablaba francés, aunque enseguida se adaptó, y que hoy tiene la naturalización francesa (algo lógico por cuestiones de pragmatismo burocrático) pero sin haber renunciado a la nacionalidad argentina, lo sintió muy claro desde su juventud, desde que tuvo sentido de que quería ser pintor y escultor, “había que llegar a París como fuese”. Ya en Europa barajó otras posibilidades (vivió un tiempo en Ibiza), pero las desechó. “Me había partido el culo en la Argentina por París y no iba a renunciar a ello”.

París era, por tanto, insustituible e irremplazable. Las circunstancias iniciales, tras la travesía de un mes en el buque transoceánico Lavoisier, que les dejó en El Havre, y el trayecto en tren hasta la estación de Saint-Lazare, en la rive droite, fueron duras. En París, un amigo, como suele ocurrir, ejerció de caritativo embajador para resolver las primeras urgencias de hospedaje y organización. Esa dureza que, no obstante, se superaba (eran jóvenes, se hallaban en París) con facilidad. Vivieron momentáneamente en un hotelito y después se instalaron en una vivienda del Barrio Latino, que, con todo, sigue siendo su zona preferida. Le pregunto, en ese sentido, cómo fue esa inserción. Porque una cosa es visitar París como un turista, un viajero ocasional, y otra distinta pretender quedarse. ¿Es verdad el trato del parisino, el estereotipo de la aspereza que muchas gentes sugieren? “Respecto a las complicaciones, nada es complicado ni duro a los veinticinco años, ¿no te parece? Además, aquí se encontraba el Louvre, la oferta de la pintura impresionista y postimpresionista, era la cuna de todo lo que sonase a cultura, a recuerdo pero también a novedad”.

¿También los famosos cafés? ¿La bohemia de posguerra? Les Deux Magots, La Rotonde, La Coupole, el Flore. “Claro, pero no solo los cafés como establecimientos, y en especial el Deux Magots, el Flore y el Old Navy, sino también las personas”. Le pido una precisión, ya que hace poco vi una fotografía de Daniel Mordzinski del Old Navy en un reportaje acerca de Ernesto Sabato y me hizo dudar de que fuese efectivamente ese café. El Old Navy, y solo existe uno, se encuentra en el boulevard Saint-Germain, y a él solía acudir, entre otros y casualmente, Julio Cortázar, pero se me antoja un local en extremo pequeño, con escasa cabida. Se lo comento. “Sí, es ese. Era uno de nuestros preferidos. Ocurre que nos turnábamos para entrar. Lo hacíamos cada cinco o diez personas, los demás esperaban fuera”.

Le pregunto con quiénes se topó por entonces en aquel París. ¿Los intelectuales europeos de posguerra? ¿Contactos con los pintores de la denominada Escuela Española de París? ¿Con Joaquín Peinado, Pedro Flores, Francisco Bores, Antonio Clavé, Agustín Úbeda o Javier Vilató? También le pregunto por Antonio Saura o por Antonio Guansé, incluso por Viola. Responde entornando los ojos. “Había pintores españoles como Óscar Domínguez, del grupo surrealista, pero casi todos los españoles solían tener problemas con los papeles de residencia. Pocos contactos con ellos. Yo buscaba otras formas de expresión. De otro lado, sí veía a Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Samuel Beckett. Con Roman Polanski coincidí en algunos actos, él acababa de llegar de Polonia y no era nadie aún. En la esquina donde vivíamos, Tristan Tzara vendía el periódico comunista. Yo lo veía todos los días. Hay que decir, también, y contesto a eso de la aspereza que dices, que era gente poco altiva, era educada, cortés, te preguntaban qué hacías, cuáles eran tus intereses. Se interesaban por ti. Picasso, Miró o Matisse se hallaban en otra dimensión histórica, inalcanzables. La gente que emigra no sabe de dónde viene y yo me hice de aquí porque yo quería vivir y trabajar aquí”.

Punto y aparte merece el encuentro con Julio Cortázar, tan decisivo. ¿Cuándo fue ese encuentro? ¿Cómo y dónde fue, os conocíais de la Argentina? “No, no lo conocía. Bueno, sí sabía quién era, dado que cuando se vino a París en 1951, tras su primer viaje un año antes, ya había publicado Presencia y Los Reyes, aunque con el pseudónimo de Julio Denis. En Buenos Aires, por cierto, unos amigos llegamos a hacer una pequeña representación del poema dramático, así de una manera muy heterodoxa, algo de lo que él no se enteró. Además, en ese año 1951 él dejó editado en Sudamericana su libro de cuentos Bestiario. El encuentro fue a nuestra llegada, en 1955, en la UNESCO. Con esa desfachatez de los veinticinco años, nos plantamos y pedimos hablar con él. Nos recibió con mucha amabilidad. Julio era un tipo muy normal, afable. Le consiguió trabajo a Hildegard en la UNESCO. Rápidamente se creó una simbiosis, sin que él ni yo lo tuviéramos en cuenta, como algo natural. Siempre fue así entre nosotros. Él llegaba y se sentaba en ese sofá en el que estás vos y simplemente charlábamos como dos amigos. También en Saignon”.

Le digo que allí, en Saignon, fue donde se escenificó el famoso “combate del siglo”. Sonríe y afirma. La connivencia de ambos alcanzó cotas muy elevadas desde el principio de ese contacto. También con el poeta Saúl Yurkievich, fallecido en accidente de tráfico justamente en Saignon hace unos años. Añadamos el nombre del escultor y pintor Luis Tomasello. Tanto la tumba de Cortázar como la de Yurkievich, ambas en el cementerio de Montparnasse, fueron diseñadas por Silva (en la de Cortázar fueron Silva y Tomasello los responsables). Era la época de Aurora Bernárdez, la primera esposa de Cortázar y albacea universal de su obra, traductora, entre otros, de Italo Calvino, William Faulkner y Jean-Paul Sartre. Igualmente, el tiempo de Saignon, en la Provenza, donde se reunían todos. Algunos compraron casas. Tomasello adquirió una hermosa puerta renacentista. Por allá andaban también los Franceschini, Aldo y Rosario. Rosario Moreno, pintora iconoclasta, había conocido a Cortázar en los tiempos de Mendoza, cuando él era profesor en la Universidad Nacional de Cuyo y ella se iniciaba en la pintura. Las fotos del “combate del siglo” se tiraron allí, en Saignon. Se trata de un pugilato entre Cortázar y Silva, en 1972. En aquel “ranchito”, como lo llamaba Cortázar, se hicieron célebres barbacoas a las que asistieron los más ilustres del memorable “boom” de la literatura latinoamericana, con Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y José Donoso a la cabeza, pero eso ya fue en los años sesenta y setenta.

¿Museos, cines? ¿Ibais juntos? Piensa, se pasa la mano por la barba. Mueve un poco las cejas. “No, la verdad es que nunca fuimos ni a museos ni a cines juntos, que yo recuerde. Comíamos, caminábamos, eso sí, mucho, por París. Una vez estábamos en un restaurante chino y se formó una bronca agria dentro, no sé por qué, pero un buen escándalo. Nosotros nos hallábamos comiendo allí. Al salir, Julio me señaló el rótulo del local que colgaba de la entrada. Se llamaba El país de la sonrisa”.

Cortázar siempre tuvo fama de ser un hombre solitario, alguien que soportaba bien la soledad y que sabía vivir bien en soledad desde adolescente, desde sus remotos años ejerciendo la docencia alejado de Buenos Aires. Vida de pensión y lectura, de existencia provinciana en los años treinta. Alguien de pocos pero fieles amigos, al tiempo que él lo era con ellos. Nada partidario de construir círculos literarios, pese a esos grupos que descubrimos en Rayuela. Silva comenta: “Nunca se metió en un círculo. Este fue formándose y agrandándose alrededor de él porque se iban adhiriendo nombres, con Arnaldo Calveyra, Nelly Kaplan, Alejandra Pizarnik o Sara Facio, pero nunca porque Julio lo buscase. Julio Cortázar, Saúl Yurkievich y yo formábamos un pequeño planeta, pero Julio era el verdadero astro”.

Mientras habla y lo observo, pienso en los personajes de Rayuela. En ese mundo fraguado a través de esa expresión existencial que es Horacio Oliveira, el otro yo de Cortázar. Como sin duda lo son también el propio Silva y el resto de amigos convertidos en actores, ficcionalizados, trasladados a ese relato que carece de argumento. Son los amigos de Cortázar los que aparecen como amigos de Oliveira.

Le pregunto cuándo comenzaron a trabajar juntos. “Julio se quejaba del papel que se utilizaba en la Argentina para imprimir libros. Siempre lo hacía. La verdad es que entonces era un papel muy malo. A él le preocupaba mucho el libro como objeto bien hecho, no de culto. Comenzamos ya con Rayuela, comentando las posibilidades de la portada con el editor Paco Porrúa, lo de poner una rayuelita en el lomo y todo aquello. En esa época yo estaba ya metido en cosas gráficas. Desde ahí saltamos a La vuelta al día en ochenta mundos, Último round, Silvalandia”.

Julio Silva | Foto cedida por el autor

La vuelta al día en ochenta mundos y Último round fueron los libros misceláneos, el homenaje de Cortázar a una publicación de su infancia que se editaba en la Argentina con el nombre de Almanaque del Mensajero. Silvalandia integró relatos breves de Cortázar inspirados en los dibujos de Silva. Julio Pluma y Julio Pincel les empezaron a llamar sus amigos. Con posterioridad publicaron Les Discours du Pince-Gueule, textos en francés de Julio Pluma con litografías de Julio Pincel.

Cortázar quiso participar en la confección de la tapa e incluso en el lomo o tipo de letra de Rayuela. Para la portada el escritor le propuso a Porrúa, con un encargo previo de la maqueta a Silva, el dibujo con tiza de una rayuela en un patio, le indicó el escritor “todo más bien pobre, gris, conventillo, día nublado, mufa, el clima del libro, en suma”, una rayuela en horizontal, con la salida del Cielo en la parte trasera, cruzando el lomo y la entrada de la Tierra en la cubierta. El escritor así estaba por una rayuela acostada frente al criterio de Aurora Bernárdez, Julio Silva y Francisco Porrúa, más inclinados por una rayuela en vertical con los nueve pasos, desde la Tierra hasta el Cielo, en ascenso, que es como vio definitivamente la luz. Cortázar sugirió que apareciese la idea de Silva: una rayuelita en el lomo del volumen, lo que se le antojaba un guiño lúdico. Algo desacralizador el hecho de descubrirla como un animalillo entre cientos de otros lomos serios y académicos en cualquier biblioteca.

Regresamos a Julio Silva, el pintor, grabador, escultor, alguien con una obra copiosa. ¿Cómo es un día de trabajo en la vida de Julio Silva? “Hay una cosa que se llama insomnio y que yo la sufro. Eso quiere decir que sobre las cinco de la mañana ya voy rondando por esta sala. En ocasiones, incluso en bata, comienzo con el pincel que dejo caer libremente sobre el papel. Se trata de realizar una búsqueda de la desmecanización, conseguir salir de la mecánica a la que te empuja la rutina. Yo dejo por completo suelta la mano y cuando la tinta penetra en el gramaje de este papel japonés, ya no se puede redirigir. No hay corrección posible. Yo no tengo galería ni instituciones, eso me deja libre”.

Hablamos de sus experiencias con otros materiales o técnicas, como el grabado, aparte del mármol y del bronce. Silva se levanta y me pide que lo acompañe. Quiere mostrarme unas piezas suyas de cerámica. Pasamos a un pequeño cuarto de baño y ahí están, quince o veinte en una rinconera, sobre el inodoro. Conforman su propio estilo, son el resultado, como dijo Yurkievich, de esa “mano obra de vórtice” que ejecuta la manera tan personal de interpretar el mundo. Le pregunto, mientras retrocedemos esquivando estatuas pegadas a las paredes, si ha hecho algo por lograr la gloria, y me responde sonriendo: “Nunca la busqué”.

Iniciamos las despedidas en el vestíbulo atiborrado de más figuras, cajas enteras repletas también de resmas de papel que le envía su hijo desde Japón. Me regala la reedición de La vuelta al día en ochenta mundos y me la dedica, por la cuota gráfica que le corresponde. Hace un dibujo a bolígrafo de una sirena tumbada, de rasgos eróticos muy acentuados, y escribe el año. Alza la vista por un segundo y suspira. “Me da terror cuando fecho. Andá, te acompaño un poco”, me dice, y bajamos en el ascensor.

Al pasar el portalón, Silva se prende de mi brazo y caminamos. Cruza un tranvía en sentido este, tropieza conmigo una mujer con un bolsón lleno de fruta, un clochard duerme apoyado contra la pared de una sucursal del BNP. Se le ha volcado una lata de cerveza en los pies y hay un pequeño charco. Me comenta que la semana próxima viajará a su casa de Italia por unos días porque tiene allí el asunto pendiente de una exposición, también ha de resolver una entrega para el mes de noviembre, en esta ocasión en España. Luego, en agosto, irá a otra casa que posee Catherine en Grecia (“una pequeña casa comprada a un tipo que la vendió barata porque quiso renunciar al mundo materialista y decidió hacerse pope”). Nos detenemos. Ambos miramos hacia el cielo. Vemos una nube y otra y otra más, esta última opaca. La luz suspendida en el boulevard Brune ha virado y parece que, por fin, anuncie lluvia.

Miguel Herráez

Miguel Herráez (Valencia, 1957), es catedrático de Literatura Española en la UCH de Valencia. Ha publicado novelas, ensayos, dietarios y cuentos. Experto en Julio Cortázar, suyos son ‘Julio Cortázar, una biografía revisada’, ‘Dos ciudades en Julio Cortázar’ y ‘París en Julio Cortázar’. Sus últimos libros son ‘Diario de París con 26 notas a pie’ y la novela ‘La vida celular’. Títulos suyos han sido traducidos al ruso, francés, portugués, italiano y turco.

2 Comentarios

  1. Excelente entrevista, que descubre el mundo de Julio Silva y que, inevitablemente, revela aspectos de la persona y de la obra del otro Julio: Cortázar poco conocidos. Impecable ambientación, la que lleva a cabo Miguel Herráez, que nos traslada hasta esos rincones parisinos, con una vivacidad y colorido, que parece que estamos frente a una fotografía. Felicitaciones.

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