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Lispector indaga sobre los lÃmites del lenguaje, siempre desbordando el tema y el argumento de la novela, y dotando a la palabra de un cuerpo adámico, que huye de un significado único y clausurado. La narradora de Agua viva salta de la pintura a la escritura, precisamente, para vivir en el instante, para habitar su incógnita, para no depender de la figura ni de lo connotado. Y para ir más allá de los mapas conceptuales y de los esquemas narrativos.
Escribe al amante, del que solo vemos su ausencia, “como agua del arroyo que tiembla siempre por sà mismaâ€. ¿Cómo urdir un amor que no sea colonizador? Ésa es una pregunta que parece recorrer todos los libros de Clarice Lispector. Por eso la escritura es ritual, no instrumento. Deviene encarnación de una forma de estar en el mundo. “Estoy intentando escribirte con todo el cuerpo, enviarte una flecha que se hinque en el punto tierno y neurálgico de la palabraâ€.
Siruela
El estilo de Lispector nos invita a ver y tocar las percepciones, no a conocer e interpretar los hechos.  Y por ello la sensualidad del agua, en todas sus formas, acontece aquà la mejor de las metáforas. “Estoy envuelta en millares de reflejos de sol en el agua que brota de la fuente… Mi estado es el jardÃn con agua que fluyeâ€, anota la escritora.
Esa escritura a vida o muerte es, a su vez, un intento de desvelar todas las capas de una identidad que funciona como máscara. Hay que liberar el animal interior. Asà lo reconoce en diversos fragmentos. “Algo salvaje, primario y enervado se yergue de mis pantanosâ€, apunta.  “No haber nacido animal es mi secreta nostalgiaâ€, añade.
A veces parece que estemos ante un dietario, ante un libro de anotaciones personales e intransferibles. Pero Lispector sabe avisarnos, sin hacerlo evidente, de que aquà hay una narradora y un destinatario. Aunque el hilo narrativo es precario, casi invisible, la escritora conoce bien el funcionamiento interno del artefacto literario. Va a las profundidades de la palabra, pero siempre con una voluntad de compartirla. “Como si arrancase de las profundidades de la tierra las nudosas raÃces de un árbol descomunal, asà es como te escriboâ€, le dice al amante al que ya no ama.
La instintiva voluptuosidad desde la que escribe la autora brasileña conduce a una literatura que es linfa y jugo, lÃquido de una naturaleza escondida tras los diccionarios. Su texto está tejido para ser mirado desde lo alto, como en un avión, nos dice. Asà identificamos un juego de islas, los canales y los mares. “Estoy cerca de las fuentes, lagunas y cascadas, todas de aguas abundantesâ€, subrayará.
El diálogo constante con el agua viva nos lleva a comprender que es alimento de su sed y, al mismo tiempo, espejo de su cuerpo. “Antes de la aparición del espejo las personas no conocÃan su propio rostro más que reflejado en las aguas de un lagoâ€, nos recuerda. Al sumergir la mano, y retirarla chorreando, vemos los reflejos de ese espejo que se derrama entre los dedos.
La sed de Lispector es, siempre, anhelo de deseo. El erotismo propio de lo que está disperso en el mar. La narradora observa la espesa espuma blanca de la playa, y cómo, durante la noche, las aguas han avanzado inquietas. Le confiesa al amante, presente en su ausencia, que aún le oye en las “remotas campanas sordamente sumergidas en el aguaâ€. Unas campanas que doblan, como un latido que susurra, para cada uno de sus lectores.
Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros tÃtulos, de 'MalpaÃs' y 'La travesÃa de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).