Albert Camus en Menorca

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Albert Camus | Foto: Dominio Público | WikiMedia Commons

Entre el 29 de abril y el 1 de mayo, se celebró en Sant Lluís, pequeña población de Menorca, los Encuentros literarios mediterráneos Albert Camus. Tres días, más de treinta ponentes, cinco mesas redondas y 10 conferencias para conmemorar el 60 aniversario de la concesión del Nobel de literatura al autor y analizar desde diversos enfoques su poliédrica (vida y) obra. Estas actividades se desarrollaron en la sala polivalente bautizada con el nombre de Albert Camus. Una redundancia que incide en la ascendencia menorquina del escritor.

En el muro de esta elegante sala de actos se puede observar lo que se denomina una cartografía sonora, es decir, una enorme representación física del sonido cincelada en la fachada. Produce una alegría propia de las paradojas contemplar lo efímero capturado y expuesto ante el lento paso de los días. Voces produciendo juegos de sombras con su volumen. Ecos en la piedra; ecos de la vida fugaz de Albert Camus apoderándose de Sant Lluís. Y junto a esa sólida reverberación, una gran lona que anunciaba los encuentros con una instantánea del autor, quizá jugando a fútbol, expresando a la perfección su carisma: un equilibrio novelesco entre intelectual, hombre de acción y seductor; una mezcla de Peter Pan y Humphrey Bogart, capaz de discutirse con Sartre y de marcar un gol por la escuadra. Había imágenes suyas también por las calles de la localidad, extraídas de la célebre fotografía tomada por Cartier-Bresson, colgadas de las farolas, como un niño travieso en plena fiesta mayor, con un aire rebelde y un punto inocente que en sí ya era un gran homenaje. Camus, Camus por todas partes. Era incluso sorprendente (se diría que algo totalmente fuera de lugar) que muchos vecinos no llevaran gabardina, ni discutieran sobre mitos griegos, ni fumaran Gitanes o Galoises.

(Por cierto, hace un año saltaba la noticia que en Francia querían prohibir la venta de estas marcas de tabaco, las favoritas de celebridades como Gainsbourg y los existencialistas franceses, por ser -literalmente- demasiado cool).

Sin embargo, Camus nunca estuvo en Menorca. Se tiene constancia de una visita que realizó en 1935 a Mallorca e Ibiza, cuando contaba 21 años, acompañando a su primera mujer, pero nunca paseó por Sant Lluís. Fue la abuela materna del escritor quien nació en el pueblo, aunque de pequeña emigrara ya a Argelia, donde nacería su hija Catalina y su célebre nieto. Camus escribirá en sus Carnets que las islas baleares se abren como flores en el Mediterráneo pero poco pudo disfrutar de su aroma. El autor prometió no volver a España hasta que Franco fuera derrocado y, lamentablemente, el dictador le sobrevivió 15 años. Camus murió cumpliendo su promesa en 1960, a los 46, en una carretera de la Borgoña. Según se dice, el escritor afirmó un día antes de su muerte que «no había nada más idiota que morir en un accidente de tráfico»; cita que ha producido horas de un oscuro placer intelectual masoquista a los seguidores de uno de los mayores teóricos del absurdo.

Sant Lluís es una isla en una isla. Es la única localidad fundada precisamente por franceses durante las tres décadas que controlaron Menorca. Es el único lugar del mundo en el que se puede jugar a la Bolla, una mezcla de petanca y de compleja ciencia exacta. Como todos los juegos de verdad, la Bolla es algo muy serio. No es de extrañar que el bar que acoge la última pista para practicarlo se encuentre en la avenida principal del pueblo, junto a la Sala Albert Camus. Sant Lluís es una isla, una isla blanca con casas encaladas de no más de dos pisos. Una ordenanza municipal prohíbe construir más alto, lo que ha permitido esquivar delirios inmobiliarios, respetar la historia del pueblo y conservar ese encanto rural que tanto saben apreciar los urbanitas, los turistas y los participantes en jornadas literarias. Sólo el centro geriátrico rompe la norma, alzándose sobre el resto de casas, acogiendo la mayor densidad de población de la localidad, rivalizando con la iglesia para tocar el cielo. Y enfrente, la escuela. La vida comprimida en dos esquinas.

Entre los asistentes había muchos francófonos, también bastantes jubilados locales, profesores de instituto y del ámbito universitario peninsular, descendientes de los pied noir y, sobre todo, los propios participantes en las charlas. Pied noir era el término con el que se denominaban a los ciudadanos de origen europeo en Argelia antes de su independencia en 1962, cuando aún era colonia francesa. Una minoría extraña, en su mayoría pobre -como la familia de Camus- pero vinculada al poder colonial por estar desgajada de los árabes y bereberes (-amazig).

Así, la media de edad de los presentes era elevada, tan sólo discutida por unos pocos, la mayoría periodistas. El acto estaba apadrinado por Miguel Ángel Moratinos quien, aparte de su trayectoria como político, acumula un itinerario intelectual y diplomático imponente. No obstante, ver en primera fila a un exministro junto a otras autoridades públicas, aguaba las soflamas dirigidas a despertar al hombre rebelde que todos llevamos dentro… El resto del cartel era un lujo. Académicos prestigiosos (Carlota Vicens, Agnès Spiquel, Guy Basset) y autores consagrados (Javier Reverte, Manuel Vicent, Amin Maalouf), por nombrar sólo a algunos. Junto a la intelectualidad europea, dialogaron perfiles (anti-)(post-)coloniales: activistas, novelistas y poetas de Argelia (Yasmina Khadra), Palestina (Ghayath Almadhoum) o Siria (Samar Yazbek). El intercambio entre las ribas norte y sur del Mediterráneo produjo muchos de los mejores momentos.

Ya se ha dicho que estas jornadas se anunciaban como mediterráneas, un espacio físico y espiritual que ocupó los esfuerzos teóricos y vitales de Camus. Y, en efecto, había en este encuentro una voluntad de ser mediterráneos. Aunque no se sabía muy bien qué se quería decir con eso. Los expertos hablaron de ello durante horas: el concepto se mostró resbaladizo. Camus conceptualizó esta idea de mediterraneidad con una profundidad y una ambigüedad délfica en el denominado «pensamiento del mediodía (o meridional)». El escritor hizo gala de una fuerza expresiva propia de los mejores mitos griegos: fue hipnótico, críptico y consiguió inventarse un mundo.

Ítaca, nóstos y patria. El retorno al hogar y el hogar como ideal. La patria no como origen, sino como destino. A estos conceptos dedicaron gran parte de las primeras charlas. Françoise Kleltz-Drapeau, en una excelente exposición sobre el pensamiento del mediodía, vinculó lo meridional con el mesotés aristotélico. La mediterraneidad sería así una serenidad crispada, la medida justa entre lo apolíneo y lo dionisíaco, la asunción de la vida en sus contradicciones. Manuel Vicent, por su parte, compañero de generación de muchos de los presentes, gran orador, definió durante su intervención el «homo mediterraneus como una inocencia sin Dios y una moral sin culpa». Había en el ambiente cierta excitación por saber qué somos, por «conocer la medida de uno mismo», por dotar de una esencia reveladora a la cacareada y conocida existencia del Mediterráneo. Y entonces sucedió: las mesas redondas y las conferencias se desarrollaban en catalán, castellano, francés, árabe (e inglés) y, gracias al excelente trabajo de los traductores, todo el mundo se entendía, y todo el mundo amaba -a su manera- a Camus y, por unos instantes, se experimentó la fraternidad y el entusiasmo de un reencuentro, un vivo sentimiento de comunidad, y hasta el último de los presentes se sintió parte de una nación mediterránea.

Pero quizá no fuera más que el destello del mediodía sobre el agua. En el mejor de los casos, el Mediterráneo es el patriarca de una familia mal avenida. Y tratándose de Camus, polemista icónico, actor y testigo de su tiempo, como rezaba una de las charlas, estas jornadas no podían ser plácidas.

Uno de los grandes atractivos de la obra camusiana es esta reflexión acerca de lo mediterráneo. Y no sólo por su fuerza teórica, sino porque dignifica una región que en las últimas décadas ha sido vapuleada por sus vecinos del norte. El club mediterráneo de los vagos latinos, de los PIGS… Camus advertía ya en los años cincuenta que los intelectuales franceses se habían dejado obnubilar por los filósofos alemanes. «No sois dignos de la herencia griega», decía (aunque dicha herencia fuera retomada y reformulada por autores teutones en el XIX). Medio siglo después, la vieja Grecia está en ruinas y maniatada por sus propios errores, sí, pero también por las (des)medidas de la troika en una Unión Europea germanizada. Contra ello, el pensamiento mediterráneo confiere una épica, una identidad en la que reflejarse que no viene mediatizada por la moral de deuda y culpa de ningún Banco Central. Camus, como el mejor de los guionistas de Hollywood, proporciona -actualiza- nuevos -viejos- mitos.

Pero el Mediterráneo tiene dos orillas, la norte y la sur. Y resulta que el mare nostrum también es suyo, de los otros. Y éstos también hace tiempo que se sienten vapuleados por sus vecinos del norte (es decir, por el sur de Europa). Camus, como pied noir y a la vez representante del café de los existencialistas parisinos, tenía un pie en cada costa y siempre reivindicó el mediterráneo europeo y africano, ese continente líquido rodeado de tierra. Javier Reverte, que como se ha señalado era uno de los ponentes, ha escrito un libro sobre Camus titulado El hombre de las dos patrias. El autor madrileño, al escuchar los vínculos del premio Nobel con Menorca, hizo broma al admitir que probablemente debería haber titulado la obra como el hombre de las tres patrias. A priori, esta identidad híbrida del homenajeado tenía que facilitar el entendimiento entre pueblos mediterráneos. Pero también podía hacer estallar sus contradicciones. Y en algunos momentos, así ocurrió. Camus era un amante del matiz, incluso hasta extremos provocativos, como aquella vez que afirmó, cuando le preguntaron sobre los atentados proindependentistas en Argelia, que «si debía escoger entre la justicia y su madre, se quedaba con su madre». Nadie le rio la ocurrencia. El imperialismo, el capitalismo y la guerra son excesos de (ir)racionalidad en los que el pensamiento del mediodía queda totalmente ofuscado.

Las exposiciones de los participantes postcoloniales (del sur del sur) suscitaron incomodidad en algunos ponentes y, en alguna ocasión (pocas), reacciones airadas de los asistentes. El poeta de origen palestino Almadhoun recitó, en prosa y en verso, que no perdonaba a Camus que no se posicionara abiertamente a favor de la Revolución Argelina (fue el primero en nombrar de este modo a lo que hasta ese momento se había llamado Guerra de Argelia). La activista y novelista siria Samar Yazbek, delante del señor Moratinos, sentenció que la Alianza de Civilizaciones era una tomadura de pelo que sólo se podían permitir las antiguas metrópolis. El hombre rebelde se mostraba ahí en todo su esplendor, deconstruyendo las estructuras de poder y sus discursos, pero fue demasiado para aquellos que entienden la medida justa como tibieza, conservadurismo o mediocridad. Una ponente (francesa) admitió que Francia era la vecina orgullosa del sur y, lamentablemente, algunos compatriotas le dieron la razón al manifestar su indignación y no entender la lógica emancipadora que, con todas sus aristas, allí se desplegaba.

Esta fractura norte-sur, en clave mediterránea, es contemporánea de Camus. El propio Javier Reverte explicó que, en su visita a Argelia, la gente le decía que no apreciaba a Camus, que no era uno de los nuestros, que «para él sólo éramos los árabes». Sin embargo, en el turno de réplicas, un asistente argelino quiso suavizar esta percepción y aseguró que, como él, muchos en Argelia recordaban y admiraban al Nobel pied noir. Los aplausos limaron asperezas y relajaron el ambiente. En el fondo, estas jornadas debían ser una celebración y, es posible, que el enfado de unos cuantos asistentes no fuera más que decepción, o miedo, porque pocas peleas producen más tristeza que las que se dan en una fiesta. La audiencia quería estar de acuerdo, impregnarse de literatura, picotear entre conceptos que reconfortan como reconfortan los consejos pausados de un padre, realizar un crucero de ida y vuelta a Ítaca y disfrutar de un mar en calma que tenía más en común con la publicidad de Grimaldi que con la catarsis de una tragedia griega. Pero el Mediterráneo, tal y como advertían los ponentes siguiendo la obra camusiana, se balancea entre la armonía y el caos; no es un anuncio de cerveza ni una piscina con buffet libre, sino una belleza preñada de destrucción, como las sirenas de la Odisea. Hoy la isla de Ítaca está rodeada de muertos. Mare mortum.

Uno de los objetivos de estos encuentros era promover un diálogo entre Camus y los retos actuales que debe afrontar el arco mediterráneo. Evidentemente, la crisis de los refugiados fue uno de los temas más analizados. Samar Yazbek introdujo una distinción muy sugerente entre exiliado y refugiado. La elaboración de dicha diferencia fue confusa (quizá se perdió algo en la traducción desde el árabe) pero fue suficiente para entender que los millones de exiliados desparramados por mar y tierra no pueden ser considerados refugiados hasta que realmente se hagan con un refugio. Y un refugio no es una tienda de campaña en tierra de nadie, entre fronteras, sin estatus legal, mera biología bajo sospecha. Y por supuesto, la crisis de los exiliados no es su crisis, sino la crisis de Europa.

Si para avanzar hay que mirar hacia atrás, señaló el escritor catalán Jordi Coca, el futuro de Europa y del Mediterráneo pasa por el legado de Camus. Periodista, dramaturgo, novelista, ensayista… el autor franco-argelino(-balear?) produjo en tiempo récord una obra extensa y heterogénea de la que pueden extraerse multitud de aprendizajes y herramientas para lidiar con las incógnitas que deparan presente y futuro, pero también, con los retos que aún hoy plantea el pasado. Y en este punto todos los allí reunidos estuvieron de acuerdo: Albert Camus es un guía moral ineludible (sin caer en la tentación de canonizarlo o momificarlo, que es más o menos lo mismo).

Por desgracia, no se pudo asistir a las últimas charlas con títulos tan sugerentes como Sentido actual de los mitos antiguos en Camus; Sol creador; Pensar el Mediterráneo, ¿qué luces sobre el mundo? Camus no se acaba nunca y nadie afín querría despertar de ese mediodía mediterráneo… Pero el mar está regulado por compañías aéreas privadas que parecen inmunes a los castigos debidos por su conspicua hybris. Y había que tomar un avión. Pero por lo que se vio, puede decirse que las charlas cumplieron las expectativas teóricas y conceptuales que garantizaban los nombres propios de los ponentes. Dicho lo cual, debería señalarse un defecto de forma. Es decepcionante que muchos de los participantes se sentaran delante del auditorio a leer seis folios sin levantar la vista del papel, casi sin entonación, casi sin estar ahí.

Los ponentes deben venir leídos de casa. Su trayectoria intelectual les exige (les permite) mayor riesgo. Muchos son profesores y están acostumbrados a hablar en público. Además, sentarse a declamar un paper es una actitud muy poco mediterránea, casi un desaire a Cicerón y, de nuevo, una sumisión a tradiciones universitarias de otras latitudes. No puede ser que se anuncien tres personas en un formato de mesa redonda y, a la hora de la verdad, se articulen tres monólogos nítidamente compartimentados, casi alérgicos entre sí. Junto con algunas conferencias magistrales, y al lado de ponentes díscolos que se aventuraron en el territorio ignoto de la improvisación, las jornadas brillaron en esos instantes en que se rompió el corsé del texto corrido y se establecieron debates y conversaciones entre los asistentes, arriba y abajo del escenario.

Lo que hay que leer es la obra de Albert Camus. Y reuniones como esta fomentan la curiosidad por nuevas lecturas y enriquecen las ya realizadas. Es un placer raro ver a un auditorio lleno escuchando y aprendiendo de intelectuales de talla internacional. Parece un imposible felliniano admirar las calles empapeladas con el rostro de Camus. Sin duda, fue un encuentro emotivo y a contracorriente, casi un bello acto de resistencia. Los asistentes salían hinchados de las charlas, la mirada efervescente, se cruzaban con los parroquianos del bar la Bolla y, de algún modo, ambos grupos se reconocían. En el fondo, durante ese fin de semana en Sant Lluís coincidieron dos especies en peligro de extinción, dos tipologías extrañas de rebeldes, dos formas -serias- de jugar amenazadas por los envites del presente. Pero está claro que el juego debe continuar. Y por muchos años más.

Carles Navarrete Canals

Carles Navarrete Canals (Barcelona, 1982). Licenciado en Humanidades (UPF), máster en Pensamiento Contemporáneo (UB), máster en Edición (IDEC-UPF), posgrado en Análisis Filosófico, Político y Económico del Capitalismo (UB). Galardonado con el premio Arnau de Vilanova de filosofía en 2009. Finalista del premio Vent de Port. Ha participado en diversas publicaciones colectivas y colabora de manera anárquica con varios medios escritos. Procura llevar al día el blog Pensament Fungible. En la actualidad, trabaja en el Institut Ramon Llull.

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