Venimos de Argelès-sur-Mer. Allà la apacible arena de la playa, a tan sólo dos horas en coche desde Barcelona, esconde silencios y miserias demasiado cercanas. Esas aguas, ahora tan limpias, fueron tabique infranqueable, la cuarta pared de una cárcel sin culpables, de una vergüenza que aún duele como un puñal en la espalda. La república francesa, entre 1939 y 1941, acogÃa a cien mil republicanos españoles (y brigadistas internacionales) que, al pasar la frontera, esperaban ser recibidos como hermanos de lucha e ideales. En cambio, fueron tratados todos como despojos humanos (vean el fantástico documental de Félix Solé o lean el Crist de 200.000 braços de Agustà Bartra). Les tiraban el pan duro, como a cerdos, por encima de una alambrada de espinas. Las mujeres, asediadas por los senegaleses de las tropas coloniales, hacÃan sonar el silbato cuando las intentaban violar. Los civiles, al ver los aviones que les fotografiaban desde lejos, levantaban el puño como último gesto posible de dignidad.
Robert Capa, en su misteriosa maleta mexicana, guardaba una serie de imágenes en las que se distinguen las improvisadas campañas del campo de concentración. Los internos intentan cocinar lo poco de comida que consiguen dentro de los hoyos que hacen en la arena. Pronto llegará la enfermedad y la muerte, el desánimo, la derrota final y la frustración. Algunos de los supervivientes se marcharán con lo puesto a América. Otros, volverán a una España aún demasiado negra por muchos años más. Todos recuerdan lo que los gendarmes llamaban “El hipódromoâ€, un espacio donde castigaban a las mujeres rapándoles el pelo, y obligándolas a hacer todo tipo de trabajos forzados.
Hoy Argelès se disputa el turismo con su vecina Colliure. En el lugar exacto en el que estaba el campo hay unas sombrillas de paja, como hawaianas, un hotel, un club de windsurf, y un parque infantil de castillos hinchables. La memoria, lo sabemos, se infla y se desinfla con demasiada facilidad, y tan sólo un pedrusco en forma de monolito, y una placa escasa, atestiguan que aunque debajo de los adoquines estaba la playa, ésta no siempre fue territorio de libertad y de juego. El agua, ajena a la Historia, sigue bailando con los últimos bañistas del verano. Un perro mueve la cola. Los vecinos, que han elegido pasar su jubilación en primera lÃnea de mar, no entienden por qué llevamos tanto rato, quietos, de pie, mirando el horizonte. La espuma se cuela entre cada grano de tierra. Parece que va a comenzar a llover.
Texto publicado en La Fábrica (La Garúa, 2014).