Cavilando sobre los «best-sellers»: «Sin límites», de Alan Glynn

¿Qué son los best-sellers? ¿Verdaderamente son los libros más vendidos? ¿O se trata de una fórmula novelesca en la que deben reconocerse, a priori, ciertos factores propiciatorios del éxito comercial? Pero el éxito, como todo el mundo sabe, es de ubicación caprichosa. ¿Entonces?

Pongamos por caso que tengo en la cabeza una idea para escribir una novela. Quiero expresar algo por medio de la escritura, ya se trate de un asunto más o menos prosaico, más o menos filosófico, metafísico o trascendente, más o menos rancio o más o menos novedoso. Puedo elegir varias fórmulas para materializar esa inquietud, pero básicamente pueden reducirse a dos: la fórmula literaria, o la fórmula de los best-sellers. En el subconsciente de los literariamente iniciados la primera implica estilo, pensamiento, profundidad, intertextualidad, etc. La segunda arranca con los adjetivos simple, fácil, banal, tonta, otra vez etcétera. Lo que traducido a términos de mercado arroja un target enano para la fórmula literaria y uno gigantesco para la vendedora. Y sin embargo a ninguna de las dos se les puede presuponer un ratio de éxito de partida válido, pues ¿cuántas novelas potencialmente “más vendidas” se escriben al cabo de cualquier semana de cualquier mes de cualquier año que son rechazadas, o editadas por editoriales desconocidas, o por conocidas pero que no terminan de cuajar en las estanterías, etc.? La casi totalidad de esas novelas están mal escritas, y/o son muy aburridas, y/o no cuentan nada nuevo o nada plausible desde un punto de vista narrativo. Aunque lo mismo ocurre con la casi totalidad de novelas literarias: están mal escritas, son profundamente aburridas y no cuentan nada nuevo o plausible desde un punto de vista… ¿vital?, ¿social?, ¿cultural?, ¿literario?

Entonces, ¿por qué esa división entre literatura y best-sellers? Bien mirado, es francamente artificial. Casi todos los best-sellers son malos, como es pésima casi toda la, así llamada, literatura. Ambas disciplinas tienen esta característica en común: la falta de calidad. Igual que hay best-sellers que venden una enorme cantidad de ejemplares siendo absoluta bazofia, la literatura más vendida es deleznable. Otro punto en común: la basura atrae moscas. Consecuencia incuestionable de que, dado que lo bueno no abunda, el público necesita distraerse con sucedáneos mientras aguarda epifanías episódicas que, como el cometa Halley, suelen demorarse lustros en darse una vuelta por nuestros cielos.

Foto: definicionabc.com

Sin embargo el mercado continúa sin grandes sobresaltos porque, en realidad, no sabe hacer estas distinciones. El mercado pasta en prados amplios, sin importarle la calidad de la hierba. Pero como a mí sí me importa, y no quiero pastar ni que me pastoreen, salpico las intentonas literarias con intentonas de la otra clase. Y la última de ellas ha hecho que reconsidere totalmente qué entiendo por literatura.

Consumo muy pocos o casi ningún best-seller. Hace años, cuando alguno de ellos sonaba demasiado y era difícil sustraerse al ruido, iba a la biblioteca y lo obtenía en préstamo, algunas veces tras apuntarme en una lista de espera absurdamente poblada. Fueron los casos de La sombra del viento, El código Da Vinci y El último catón, todos ellos malos a reventar. Por motivos y mediante métodos similares, leí también El niño con el pijama de rayas (un bodrio) y La elegancia del erizo (¿qué pretendía la autora, provocar diferentes clases de llanto?). Pero también antes había leído Seda, concluyendo que aquello era un best-seller. Es decir, también eran best-sellers cosas que, según las sagaces y desinteresadas opiniones de editores y crítica, no lo eran. Otra cuestión es que esos best-sellers vendieran ejemplares con el ritmo y números que se le supone a un best-seller. Seda vendió porque era un best-seller fácil y simple, y corto, y tonto. Otros no venden nada —entre otros motivos de índole mercadotécnica insoslayables—, porque son best-sellers torcidos: voluminosos en exceso (demasiada paja, mental y verbal), no cuentan nada (que interese a una parte decente del (ir)respetable), cometen el error de incluir metáforas (o lo que sus fabricantes consideran metáforas), payasadas poéticas (nada más contraindicado que intentar mejorar la letra con algo de música), etc. Cometen fallos y se sitúan en tierra de nadie, incapaces de nadar entre dos aguas.

Aun así de vez en cuando leía o leo buenos best-sellers, como de vez en cuando leía o leo buena literatura. De hecho he leído mucha literatura creyendo que era literatura cuando en realidad eran best-sellers. Así, por ejemplo, Corona de flores, la novela de Javier Calvo: pura fórmula best-seller de arranque dyckensiano y, afortunadamente para él como autor y para sus lectores, no lo que se entiende por literatura: aburrimiento, melancolía, grandilocuencia, nihilismo de segunda mano, metafísica de mercadillo, metáforas de bajo coste, filosofías bastardas, pensamientos en forma de cagarrutas, ventosidades poéticas, sentimentalismos baratos, etc. Sin ir más lejos, Thomas Pynchon es el mejor escritor de best-sellers en la actualidad. Y a veces también lo son Don DeLillo, Philip Roth, Ian McEwan… Es curioso que todos sean anglosajones y traductores de anglosajones.

Sí, sus libros son best-sellers, sólo que están tan bien escritos que en las librerías suelen ubicarlos en la estantería equivocada. (Unas estanterías, por cierto, tan atiborradas que bien harían sus dueños en arrojar a la basura la mayor parte de su contenido. Tendríamos así librerías minimalistas, como la sala de museo que describe DeLillo en Punto Omega, en las que cada año cabría la posibilidad de encontrar un exiguo puñado de novedades. No habría necesidad de estanterías en sí y el espacio sobrante, ese gran espacio en realidad vacío, pues sólo contiene ruido, podría aprovecharse para tomar algo, pasear y mirar a los demás y no sólo a los libros).

Pero volviendo a los best-sellers, entre esos pocos considerados como tales por la canalla, que leí o leo sin perecer de aburrimiento, hubo y hay algunos dignos de mayor alabanza que centenares de medianerías literarias depositarias del favor crítico (esa crítica fordiana, fabricada en serie). Como ejemplo sirva Criptonomicón, de Neal Stephenson. Y otro ha sido, recientemente, Sin límites, de Alan Glynn. Paradójicamente, al primero llegué hace años por validación crítica, en concreto de Rodrigo Fresán en Página12. Igualmente al segundo, mediante recomendación de Juan Francisco Ferré inserta semialeatoriamente en el panel de noticias de facebook. Ambos los compré.

Sin límites

Por razones que es mejor no exponer, un escritor fracasado se topa con una droga que potencia la inteligencia hasta límites insospechados. Como es escritor, tras darse cuenta de qué es exactamente lo que ha ingerido, prueba su nueva capacidad sentándose al ordenador y poniéndose a escribir, como diría Bolaño. Y comprueba que ahora, narcoexcitado, lo hace cualitativamente mejor y cuantitativamente más rápido. Pero Glynn no es tonto, y sabe que un best-seller si quiere serlo debe tener enjundia, debe narrar algo. Así que hace que su personaje, que gracias al consumo indiscriminado de la droga mantiene una inteligencia exacerbada, abandone la escritura en favor del fin universal cuya moda no decae por más tiempo que pase: el dinero. Se dedica a operar en bolsa y se hace millonario en un abrir y cerrar de ojos. Después suceden más cosas (he aquí la mejor característica de los auténticos best-sellers: la necesidad de spoilers; la literatura de hoy, en general, no los necesita, pues en sus páginas nunca sucede nada digno de ocultamiento). Como las posibilidades tanto de la droga como de la novela son casi ilimitadas, Glynn y el personaje van evolucionando de una manera brillante, delirante, tanto desde un punto de vista ficcional como narrativo e incluso, y aquí está el quid de la cuestión, literario…

Es decir, ¿literario? ¿No he dicho más arriba que Sin límites es un best-seller? Pues, la verdad, no lo sé. Antes dije que los best-sellers se caracterizan en el imaginario lector por ser simples, fáciles, banales y tontos, pero a esta novela no le cuadra ninguno de esos adjetivos. Quizá entonces aquella tentativa definitoria estuviera sesgada. Quizá fuera mejor hablar, por un lado, de libros fáciles, banales y simples, y por otro de libros no encasillables en ese conjunto de adjetivos. Sin límites no es una novela fácil, aunque no indigerible; no es simple, pero su lectura tampoco requiere de un gran esfuerzo de concentración; y no es banal ni estúpida porque plantea varias realidades candentes que esta sociedad sin historia no acierta a ver, o no quiere verlas.

Más o menos a la par que este texto aparecerá la (verdadera) crítica del propio Juan Francisco Ferré en letra impresa. Recomiendo no perderse su lectura. Como también recomiendo no perderse la novela. Ya tengo overbooking en mi lista de lectores prestatarios y espero que quienes aún no se hayan decidido por la adquisición de la última novedad literaria de cualquiera de los habituales mindundis desvíe su camino hacia los expositores de best-sellers y compre Sin límites. Os aseguro que será la mejor inversión en literatura que hagáis esta primavera.

José Luis Amores
http://bolmangani.blogspot.com

José Luis Amores

José Luis Amores (Málaga, 1968) es Licenciado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Málaga. Especializado en marketing, ha fundado varias compañías que después ha vendido a diversas multinacionales. En la actualidad ejerce su profesión como freelance. Ha sido colaborador de Diario Málaga y de la revista Papel Literario.

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