Arte cibernética | Flickr Caio Webber

Cibernética literaria (esto no es un salmo hi-tech)

/
Arte cibernética | Flickr Caio Webber
Arte cibernético | Flickr Caio Webber

Mencionar hoy en día el término cibernética acarrea una sensación cuanto menos paradójica. La de tratar con un objeto cuya imaginería futurista parece haber quedado algo obsoleta. Una especie de futuro steampunk, con esa venerable pátina que tienen las clarividencias ya envejecidas. Incluso en un terreno como el de la escritura (que por ser la matriz de la que proviene toda ilusión histórica parece ostentar el privilegio de vivir al margen de la propia historia) lo cibernético nos suena a preámbulo de desarrollos tecnológicos que ya están depositados en nuestras manos, listos para mostrarnos la fase siguiente a recorrer en el playgame del progreso. Lo ciber- suena a precedente de lo digital, a ancestro de la evanescencia y la liquidez de nuestras fantasías presentes, esas hipostasías desplegadas a través de cables de fibra óptica y expuestas tras las celdas sin barrotes de las pantallas de cristal líquido o de versiones mejoradas del mismo compuesto. Nos remite a los relatos de Stanislaw Lem, a las especulaciones de Philip K. Dick o a las exploraciones cada vez menos humanoides de todos esos profetas de la hibridación y las nuevas plataformas cárnicas, de Mark Dehry a David Cronenberg pasando por artistas circenses como Stelarc. El ciberespacio, el cibermundo, el cyborg. Qué doméstico y lejano al mismo tiempo parece todo esto.

Y sin embargo, a estas alturas, poco o nada hemos realmente conocido y menos aún desarrollado acerca de una cibernética literaria. Ciertamente hemos emulsionado la materia del libro, destilado el suero textual y adaptado éste a la concupiscencia electrónica, tan elegante y portátil. Pero eso tiene que ver con otras cosas. Tiene que ver con la integración de la literatura (más que de la escritura en general) en el campo interconectado y sobreexpuesto de los media. Con la literatura como una forma de (ad)mirar el texto y de propagar la ductilidad de su contemplación y su almacenaje. La pantalla (sea del material que sea, incluso la pantalla global e imperceptible de ese espectáculo llamado sociedad) borra el rastro de cuanto ha llegado a ella hasta el punto de que, cuando uno se sumerge en el cerco de esa(s) pantalla(s) accede a una hipótesis inquietante: la de que no existe esa cosa llamada literatura. De que, en todo caso, hay gente que mira libros y gente que habla sobre los libros como si el hablar fuera una forma verbal del mirar. La literatura, que forjó en sus pliegues más adustos el relato histórico, ahora parece no tener ninguna historia que contar sobre sí misma.

University of Chicago Press
University of Chicago Press

Insisto, no se trata de eso. Se trata de algo muy distinto y creo que mucho más apasionante. De la literatura como fenómeno interventor de la realidad, como acto performativo. Como algo que sucede en lugar de ser algo que simplemente se contempla o de lo que se habla. Fue Gregory Bateson (alguien cuya compleja personalidad intelectual podríamos intentar definir, quedándonos cortos, como la de un etno-psico-antropólogo) el que dio una carta de naturalidad más interesante al concepto de la cibernética, que por aquellos años 50 del pasado siglo empezaba su floreciente singladura como un campo de posibilidades abierto entre los cotos de la teoría de sistemas y la tecnología de la computación. Aunque tampoco se trata exactamente de eso. La cibernética de la que habla Bateson (de forma algo anárquica y dispersa en el imprescindible Steps into an ecology of mind) atesora un factor revolucionario que nada tiene que ver con, por ejemplo, la revolución electrónica preconizada por Burroughs (o quizás sí, pero no se limita a ello) y sí en cambio con algo mucho más sutil y complejo al mismo tiempo: lo real como un espacio formado por sistemas de interpelación e intercambio informativo / performativo constante. Es el mismo Bateson el que pone el ejemplo del breve circuito formado por los elementos leñador-hacha-árbol: cada movimiento del leñador transmite bits de información procesual al hacha que, a su vez, en cada impacto, hace lo propio con la corteza del árbol. En ese proceso todos los elementos del circuito están conectados, todos ellos son nodos que informan y a la vez performan, o lo que es lo mismo, que codifican y al mismo tiempo descodifican e intervienen en el espacio de lo real circundante. De esa forma se genera un devenir conjunto, el leñador ya no es sólo leñador sino que es un leñador que deviene hacha que deviene árbol. Y, ampliando el foco, ese árbol arraiga en otros circuitos de interconexión con otros espacios, de manera que la sucesión y diseminación del proceso y del acto, el devenir-otra-cosa del leñador puede multiplicarse exponencialmente. A esta configuración sistémica de lo real Bateson la denomina mental y la dota de una estructura de red:

«La red no está limitada por la piel, sino que incluye todas las vías externas por las cuales puede viajar la información. Incluye también las diferencias efectivas que son inmanentes a los objetos de tal información. Incluye las vías de sonido y de luz a lo largo de las cuales viajan transformaciones de diferencias originariamente inmanentes a las cosas y otras personas, y especialmente a nuestras propias acciones [la cursiva es del propio Bateson

Estas reflexiones abren un abanico de implicaciones que viajan desde Spinoza hasta Humberto Maturana pasando por Donna Haraway. Aunque no es necesario ponerse tan estupendos y antologar toda la genealogía de esa forma de entender la mente para darnos cuenta de la relevancia de lo que expresa Bateson:

la cibernética no es una aplicación sobre la realidad, sino la forma constitutiva de la realidad misma, una mente oceánica como la de Solaris que lo atraviesa todo con ese doble impulso de información / transformación que detectamos en los gestos y los rudimentos de actividad aparentemente más insignificantes.

Llegados a este punto uno se pregunta lo que acontece en relación a la cibernética de lo literario (olvidemos por el momento esa patología del ciberfetichismo de la que hablan los sociólogos): ¿es algo vinculado pues en exclusiva a la techné más epidérmica, a la mera transformación del libro-dispositivo? ¿Sugiere una evolución de la lectura y de la escritura tamizada por las libertinas constricciones del medio y del canal en expansión? De poder aducir estas respuestas, no serían más que esquirlas del asunto principal, que no es otro que desarrollar cuál es el papel de la literatura en ese vasto circuito de transmisiones y actuaciones que denominamos realidad. La cibernética exige pues una aproximación a lo literario que desborde la mera dimensión objetual e industrial del asunto para reclamar que la literatura sea un factor propagado en la complejidad micénica de las cosas, de los espacios y de las palabras. Especialmente en aquellas cosas, espacios y palabras que no conllevan en sí mismas el calificativo de literario. La hermenéutica y la deconstrucción procuraron en su momento ejercitar ese poder transversal, espacial y performativo de la escritura literaria. Pero en un caso este poder quedaba subsumido a la preheminencia de una historicidad de la que era al mismo tiempo también elemento fundacional, mientras que en el caso de la deconstrucción, tan sólo su abordaje de territorios propios de los cultural studies (teorías del género y la descolonización, principalmente) permitió que no quedara recluída en el juego paranoico de la meta-intra-inter-textualidad, del recreo incesante de los signos que remiten a otros signos que remiten a otros signos.

Así las cosas, cabría entonces plantear que la cibernética de la literatura no es otra cosa que el rescate de su copertenencia al circuito de las cosas que pasan extramuros de la cosa literaria en sí misma(da). Recuperar un cierto nivel de entusiasmo que nos permitiera autoconvencernos de que la literatura no sólo puede y debe hablar de la realidad (en los formalismos sobre esta forma de hablar caben muchas posibilidades, incluso la de aparentemente no decir nada) sino que debe afectarla. La escritura y la lectura no son encajes extremos de un mismo fenómeno bipolar y aislado, aunque en ocasiones los celadores del cánon y de la industria pretendan resumirlo así, bajo la etiqueta del consumo. Son nodos de actividad que remiten a un sistema amplio en el que están integrados desde los balances globales de una crisis económica mundial hasta las maneras específicas que tiene un individuo singular para buscar la forma de ser medianamente feliz en el curso de los próximos sesenta minutos. La literatura, conectada cibernéticamente a la realidad de las cosas, tiene que contribuir a la consolidación de aquellos procesos por medio de los cuales dejemos de ser usuarios o clientes o víctimas y pasemos a ser partes ejecutantes y vivientes. La literatura como un dispositivo más dentro de la cada vez más amplia y compleja (por suerte) trama de circuitos de emponderamiento y de resiliencia, de transformación diferencial del espacio que nos ha sido dado. Por eso existe un grave hiato entre esta visión de la literatura y la evanescencia portátil de su digitalización: en la forma que tenemos de establecer contacto con, al mismo tiempo, la manera que tiene la literatura de establecer contacto con nosotros. La lectura digital, el ciberlibro, la escritura como fenómeno contemplado pero no leído, genera la fantasía de la literatura como algo dado. Mientras que se trata de algo siempre dándose, un gerundio que transmite y transforma simultáneamente y que está más cerca de la teoría del caos que del orden constitucional. Quizás mediante esto uno pudiera tener la sensación, en el próximo cotarro festivo-libresco, que la literatura existe no en tanto que algo de lo que se habla sino de algo que habla. Y que actúa constantemente. La cibernética plenamente asumida no desemboca en otra cosa que no sea la política, finalmente. Y de ahí, con suerte y perseverancia spinozista, quizás a la revolución.

Sebastià Jovani

Sebastià Jovani (Barcelona, 1977), se licenció en Filosofía por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y se doctoró con especialidad en Estética en la Universidad de Barcelona (UB). Es novelista, poeta, ensayista y agitador cultural. Ha colaborado con diversas publicaciones y revistas de cultura como Barcelonés, Quimera, Sigueleyendo, l’Independent de Gràcia o Nativa.

1 Comentario

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

Inventar la poesía

Next Story

Jorge Volpi: «La geopolítica prima sobre los buenos deseos»

Latest from Portada

Los tiempos del duelo

Con su primera novela, 'Llego con tres heridas', Violeta Gil lleva a cabo un ejercicio literario

La memoria cercana

En 'La estratagema', Miguel Herráez construye una trama de intriga que une las dictaduras española y