En la cafeterÃa Nowa Prowincja, en la calle Bracka, pasaba muchas tardes Wislawa Szymborska. Cuando llegamos a la puerta, pese a que está abierta, nos encontramos con un interfono. Sus pulsadores tienen grabado el nombre de diversos poetas, desde el de Czeslaw Milosz al de la misma autora de Gente sobre el puente. No es que los vecinos de la finca hayan adoptado la identidad de los escritores de la ciudad. Al tocar cada uno de los botones escuchamos un poema distinto, todos recitados por quien ha escrito los versos que no somos capaces de traducir. Tal vez la voz de Cracovia esté en ese precario aparato electrónico. Las metáforas parecen disolverse, o reivindicar su espacio propio, entre las conversaciones que se escapan del local.
El Nowa Prowincja huele a chocolate caliente y a vino joven. Hay una foto mal enmarcada de Szymborska, y despertadores por todos lados. Los relojes están innegociablemente quietos, inmóviles. Impregnados por el polvo del largo invierno. Pese al murmullo del bar, una suerte de liturgia se posa en los diálogos de los parroquianos, que se refugian de las bajas temperaturas.
Estamos a un paso de la Rynek Glówny, la imponente plaza del mercado, centro neurálgico de Cracovia. A pocos minutos encontramos, también, el Collegium Maius, el edificio más antiguo de la Universidad Jagellónica, donde estudió Copérnico. Todo ese vetusto esplendor es el de un conocimiento con cuerpo de tentativa. La premio Nobel de Literatura Wislawa Szymborska, desde su poema Censo, advierte: “Nos aumenta la antigüedad / empieza a estar sobrepoblada / los ocupas se abren paso en la historia… Era tan leve no saber nada de ello / tan melancólico, tan extensoâ€. La poeta, aquÃ, habla de Troya. Pero Troya está en todas partes, lo sabemos. Y Cracovia tiene sus propios caballos de madera.
***
(Silencio.). A Auschwitz se llega en poco más una hora desde Cracovia. La visita en tan necesaria como difÃcilmente transferible. Todo intento de museización y de inventario del primer campo (las gafas, los retratos de los primeros presos, las maletas, los cabellos, las ollas, e incluso una caja oxidada de Nivea) no logra singularizar el horror. Ordena la magnitud del genocidio. Incluso lo narra. Y claro que se siente el escalofrÃo, en el muro de ejecuciones o en el horno crematorio. Pero es en Birkenau, el segundo campo, desnudo como la banalización del mal, cuando uno comienza a acercarse (tal vez, remotamente) a lo que intenta compartir Primo Levi (que estuvo en Monowitz, un lager anexo, del que ya casi nada queda) en su libro Si esto es un hombre. El idioma no tiene palabras para expresar la destrucción, sistematizada, de un ser humano. El autor intenta mostrarnos a sus personajes, pero “su humanidad está sepultada, o ellos mismos la han sepultado, bajo la ofensa súbita o infligida a los demásâ€, nos dice el escritor italiano.
DifÃcilmente transferible y, de manera paradójica, necesario es el testimonio de una vida reducida a la humillación y al engranaje. Nadie se ha atrevido a acercarse tanto, hasta quemarse, a la figura del testigo como lo ha hecho Claude Lanzmann en las casi diez horas de metraje de Shoah. Esa pelÃcula no es un monumento ni un homenaje. El director se mueve impulsado por una única convicción. El silencio no puede quedar vacÃo de contenido. El silencio es y debe ser una herida abierta, como cuando el barbero Abraham Bomba se rompe ante el cineasta. Esos segundos son tan insoportables como ineludibles. El silencio no es la ausencia de ruido. Es el estridente rumor de las vÃctimas anónimas, que no se dejan representar, gratuitamente, en nuestros vanos juegos de ventriloquÃa colectiva. (Silencio.).
***
El odio, apunta Szymborska en su libro Fin y principio, es maestro del contraste entre silencio y estruendo. Tiene los ojos de buen francotirador, y mira el futuro con agallas.
***
Los cuervos descansan en la orilla del elegante VÃstula. El dragón del castillo de Wawel posa, dócil, ante los turistas que quieren sacarse una selfie con él. Uno intenta caminar Cracovia como el palimpsesto que toda ciudad es. Pero la vida se impone en cafés como el Camelot o el Philo donde, dependiendo de la hora, se puede degustar tanto un pastel de zanahorias y nata como un vodka hecho a base de patata. Algunas de las huellas del pasado comunista de la ciudad las encontramos, precisamente, en los Milkbar, una especie de cantinas que en la época socialista estaban subvencionadas por el estado para que los trabajadores pudieran comer bien por poco dinero. Aún hoy son un reclamo por sus precios económicos, y por su exquisitas sopas calientes.
***
Szymborska trabajó muchos años en la revista Vida Literaria, en la que, sin renunciar a su aguda ironÃa, llevaba un “consultorio de escritoresâ€. Desde allà contestaba a los lectores que enviaban sus textos con la intención de que fueran valorados. Las respuestas de la poeta, recogidas en castellano por Nórdica en Correo literario, son una fiesta de inteligencia y humor. A uno de los lectores que insiste en preguntar si tiene talento, la autora, que no firma sus respuestas, le contesta: “Todo eso es como un Alfa Romeo que no arranca porque en lugar de gasolina le han llenado el depósito de avenaâ€. A otro le ofrece una clave más que precisa para conseguir una mirada lúcida: “Solo de lejos todas las personas parecen iguales. Un escritor, sin embargo, tiene que observar de cercaâ€.
***
“Enséñame tu nada / la que ha quedado de ti, / y reconstruiré con eso el bosque y la autopista, / el aeropuerto, la infamia, la ternura / y la casa perdidaâ€, escribe Wislawa Szymborska en ArqueologÃa. Y una buena manera de adentrarnos en los rostros y los rastros de una particular Cracovia es desplazarse hasta Nowa Huta, un barrio periférico que fue concebido a principios de los años cincuenta para funcionar como ciudad independiente. En cada bloque de pisos está impregnada la ideologÃa del estado comunista, con un racionalismo que quiso confundir, deliberadamente, las condiciones de vida dignas con la burocratización de lo cotidiano. Los parques que rodean la plaza Centralny, tan gélidos como glaucos, dejan crecer la naturaleza indómita, donde los adolescentes se miran entre ellos con la misma vehemencia que hace setenta años.
Las antenas, redondas como una bandeja de aluminio, son ahora las banderas que asoman desde cada apartamento, desde cada experiencia de vida Ãntima.
Nowa Huta es un buen lugar para leer a Milosz, y su ensayo La mente cautiva, donde el también premio Nobel de Literatura disecciona el comportamiento de los intelectuales en un paÃs que funciona bajo la ortodoxia estalinista. No es un libro de reproches, aunque lo escribe desde el exilio, sino que ofrece un análisis de una fe, laica, capaz de imponer un método de afiliación obligatoria, en el que cualquier atisbo de disidencia es la peor de las traiciones. Pese a hablar constantemente de la libertad, los intelectuales del régimen, al repetir un relato que les es dado de antemano, se convierten, consciente o inconscientemente, en “la fuerza de la inercia encarnadaâ€. ¿Cómo evitar que la filosofÃa se transforme en la más alienante de las religiones? ¿Cuándo la cultura, tantas veces fijada como un dolmen, deja de ser documento de barbarie para celebrar la duda y habitar la perplejidad y la incertidumbre?
***
Pocos como el cineasta Andrzej Wajda han sabido contar el movimiento sÃsmico que es Polonia desde antes de la caÃda del telón de acero. La pelÃcula El hombre de mármol (1976) muestra el caldo de cultivo que luego se transformarÃa en el sindicato Solidaridad, organización clave para la transición democrática del paÃs, y en la que participó activamente Karol Wojtyla, el luego conocido como Juan Pablo II. En El hombre de hierro (1981) será Lech Walesa, figura tan icónica como controvertida, quien se interprete a sà mismo. En poco más de una década pasa de ser expulsado del astillero en el que trabaja a ganar el Nobel de la Paz y a proclamarse presidente de Polonia. ¿Cómo evitar que todo combate por la emancipación, y la resistencia, no acabe luego en una lucha por acceder al poder? Parece que la misma pregunta vuelva una y otra vez, como un boomerang sin posibilidad de réplica.
***
Antes de cruzar el VÃstula de nuevo nos detenemos en la plaza Bohaterów Getta, en la que decenas de enormes sillas nos recuerdan que éste era el punto de partida hacia los campos de exterminio. En la esquina todavÃa está, aunque reformada, la antigua Apteka pod Orlem, la farmacia regentada por Tadeusz Pankiewicz, quien salvó a decenas judÃos. A unos pasos aún se puede ver un fragmento del muro del gueto, y, cruzando las vÃas del tren, la fábrica de Oskar Schindler, célebre por la pelÃcula de Steven Spielberg. Son muchos los que hacen turismo y fotografÃas por aquÃ, sÃ, pero pocas veces se nota tanto respeto en la gente al acercarse a un lugar tan connotado por la historia.
Ya en Kazimierz podemos visitar la vieja sinagoga, el cementerio Remuh, y las muchas librerÃas del barrio judÃo. La calle Józefa está llena de tiendas de diseño, galerÃas de arte y bares que anuncian y constatan la gentrificación que Europa sabe consolidar como nadie.
Una buena manera de terminar el viaje es hacerlo en la Plac Nowy. En el centro encontramos un edificio, en forma de rotonda, que alberga tanto un mercado diario como pequeños establecimientos de comida rápida. Es un lugar de abasto, de reunión, y de memoria. Cuando estamos a punto de marcharnos, un felino, despistado y algo taciturno, cruza ante nosotros. Y no podemos dejar de acordarnos del poema que escribe Szymborska tras la muerte de su compañero, Kornel Filipowicz, cuando entra en el apartamento y encuentra a su gato esperándole. “Se oyen pasos…/ pero no son esos pasos…./ Alguien estaba aquà y estaba, / y después se fue de pronto / e insistentemente no estáâ€.
Cracovia mantiene toda la belleza, y todo el dolor, de la insistencia de un gato que espera.
He reconocido muchos pasajes descritos y un estado melancólico se ha apoderado de mà con muchas ganas de retornar a Polonia. Soy una fan incondicional de Wislawa.