Cnosos | Foto: Albert Lladó

Creta, notas de viaje

Alexis Zorba, el personaje indomesticable de Nikos Kazantzakis que encarnó Anthony Quinn, simboliza la fuerza y sencillez de la isla

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Cnosos | Foto: Albert Lladó
Cnosos | Foto: Albert Lladó

“Creta es una tierra que queda en medio del vinoso ponto, hermosa y fértil, bañada por el mar. Hay en ella muchas gentes, incontables, y noventa ciudades. La lengua de unos y de otros se halla mezclada. Hay allí aqueos, eteocretenses de gran ánimo, cidones, dorios de tres tribus, y divinos pelasgos. En ella está Cnosos, gran ciudad, donde reinó nueve años Minos, confidente del gran Zeus”.

Quien habla, disfrazado de mendigo, es Odiseo. Ha llegado ya a su Ítaca natal y está frente a su esposa Penélope. El héroe, que ha pasado 20 años fuera de casa, desde que partiera a luchar en la batalla de Troya, es audaz por su capacidad para disfrazarse, pero también por cómo construye la fábula. En su peregrinaje -ha escapado de la música de las sirenas y del temido Polifemo- jamás ha pasado, en realidad, por Creta. Pero Creta, allí donde nació Zeus, sigue siendo el lugar mítico por excelencia de los griegos.

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Lunes, noche. Por algún motivo inexplicable, hemos volado hasta Canea, cuando el aeropuerto de Heraklion está a sólo 15 minutos de nuestro destino, el viejo Chersonisos. Eso quiere decir que el taxi tardará tres horas. Al volante encontramos, ya, la pura reencarnación de Alexis Zorba, el personaje de Nikos Kazantzakis al que da vida Anthony Quinn en la magnífica película de Michael Cacoyannis. Ese filme es fundacional para casi todo. Allí nace la música que más se asocia a la identidad de Grecia, y que, aunque muchos piensan que viene de tiempos remotos, no es más que un sirtaki compuesto por Mikis Theodorakis especialmente para la cinta. Pero allí hay también los dos concepciones de la vida, la de Apolo y la de Dionisio, representadas por Basil (un formal escritor medio inglés) y Zorba (un intuitivo e indomesticable hombre que celebra el fracaso como parte de la existencia). Y descubrimos la viuda interpretada por Irene Papas. Toda la belleza del Mediterráneo está en esa mujer, en la electricidad y en la tragedia de su mirada.

Irene Papas en 'Zorba, el griego'
Irene Papas en ‘Zorba, el griego’

En eso pensamos durante las tres horas de trayecto. Y lo pensamos porque vislumbramos los arbustos y el agua tras la noche, pero, sobre todo, para no preguntarnos por qué nuestro Zorba particular ha decidido ir a 140 kilómetros por hora invadiendo el carril contrario. Es cierto que para Aristóteles la frónesis es el camino del medio, pero nuestro taxista, que parece haber leído la Ética de una forma un tanto dogmática, lo toma al pie de la letra y se pasa todo el viaje con la línea continua entre las cuatro ruedas. Canta y acelera en las curvas peligrosas. Y el resto de conductores, habituados, convierten el arcén en la carretera de los márgenes.

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Martes. La mañana amanece con una gata rubia que nos viene a despertar. Ronronea y, aunque mantiene cierto temor, se nos acerca para reclamar una caricia. Establecemos el milagro de la confianza. En la plaza del viejo Chersonisos -la zona de costa, aunque se llame igual, es una línea de hoteles y terrazas turísticas que poco tiene que ver con esto-, los perros mantienen una ardua batalla. Las viudas de negro nos miran, sentadas en la puerta de casa, como en un anuncio. La jarra de metal, el vino afrutado, las berenjenas. Todo parece sencillo. ¿Cuándo olvidamos que el hedonismo escapa de lo excesivamente sofisticado? ¿Por qué no volvemos a creer en Epicuro?

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El camino hacia la playa está lleno de olivos y de sierras. Se ve, a lo lejos, alguna cueva. Parece que el lenguaje quiere hablarnos desde allí arriba. Matar el tiempo es, como Zeus, matar a Cronos. Y nosotros, ociosos, no tenemos ninguna prisa. He dejado de tomar notas. Bailo, como Zorba, sin preocuparme por atrapar cada instante en una cárcel de palabras.

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Foto: Albert Lladó
Foto: Albert Lladó

Cnosos nos va a provocar una contradicción constante. El lugar está suficientemente alejado de Heraklion para mantener cierto magnetismo. Y las columnas de los propileos nos facilitan ilustrar esa civilización que dominó el Egeo hace más de 4.000 años. Vemos el trono del rey Minos que descubrió, hace apenas un siglo, sir Arthur Evans. La cultura minoica está plagada de imágenes de toros. De ahí nace, seguramente, la leyenda del laberinto, que realizó Dédalo para encerrar al Minotauro (inolvidable Rosanna Schiaffino como Fedra y Ariadna, a la vez, en El monstruo de Creta). Pero el palacio ha sido reconstruido con un tono burdeos (pantone, pantone) que recuerda a la decoración de un comedor de clase media. No hay ninguna pieza original y, más allá de la atmósfera, deberemos desplazarnos al museo arqueológico de la capital para comprender la magnitud de lo que significaba ese emplazamiento. Vemos allí los vasos hechos de cuernos, usados para rituales, y el disco de Festos, una suerte de jeroglífico grabado con un mensaje que aún está por descifrar. También el fresco de delfines saltando que se encontró en la estancia de la reina. Lo más interesante de la exposición, sin embargo, son las pequeñas figuras de las diosas de las serpientes. En cada mano sostienen una, y muestran sus pechos al aire, con una pose de determinación y victoria. ¿Es el rastro de una sociedad matriarcal? Dicen que se parecen a Astarté y, por lo tanto, conecta a las gentes de Cnosos con la cultura siria y fenicia. Leer la prensa estos días, desde aquí, es comprobar cómo nos empeñamos en romper todos esos lazos. Masacre tras masacre.

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De Chersonisos caminamos hasta un pueblo cercano, Piskopiano. Allí descubrimos David Vegera. El hijo y el padre sirven las tapas de feta al horno, tyrokafteri, y tzatziki. Las madres, como las diosas de las serpientes, levantan el pulpo en la cocina abierta. Sólo por cenar en esa pequeña y modesta taberna valdría la pena ir a Creta.

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El taxista que nos trae de vuelta (oh, milagro) es más de ataraxia que de líneas continuas. En vez de acelerar prefiere beber sorbos de su interminable café frappé. De repente, nos vemos obligados a frenar. La carretera está inundada de personas con velas que cantan mientras atraviesan la oscuridad. Es algo impresionante. Se huele la cera quemada. Es 27 de agosto y toda la isla ha salido a honrar al santo y mártir San Fanurio. El taxista nos lo explica, con cierta indiferencia, mientras baja el volumen de su cedé de Céline Dion. Cada uno tiene sus mitos. La isla de Creta, como aseguraba Odiseo, parece acogerlos a todos bajo sus noches y sus antorchas.

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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