Don Quijote y su escudero Sancho son en el dualismo armónico que manteniéndolos distintos los unÃa, sÃmbolo eterno de la humanidad en general y de nuestro pueblo español muy especial. Por lo común, desconociendo el idealismo sancho-pancesco, el alto idealismo del hombre sencillo que quedando cuerdo sigue al loco, y a quien la fe en el loco le da esperanza de Ãnsula, solemos fijarnos en Don Quijote y rendir culto al quijotismo, sin perjuicio de escarnecerlo cuando por culpa de él nos vemos quebrantados y molidos.
Una enfermedad es trastorno del funcionamiento fisiológico normal, pero rarÃsima vez destrucción de éste.
La locura, que es trastorno del juicio, lo perturba, pero no lo destruye. Cada loco es loco de su cordura, y sobre el fondo de ésta disparata, conservando al perder el juicio su indestructible carácter y su fondo moral.
Asà conservó Don Quijote, bajo los desatinos de su fantasÃa descarriada por los condenados libros, la sanidad moral de Alonso el Bueno, y esta sanidad es lo que hay que buscar en él. Ella le inspiró su hermoso razonamiento a los cabreros; ella le dictó aquellas razones de alta justicia, como usted muy bien indica, amigo Ganivet, en que basó la liberación de los Galeotes.
Pero sucede, por mal de nuestros pecados, que cuando se invoca en España a Don Quijote es siempre que se acomete a molinos de viento, o cuando la trabajamos con pacÃficos frailes de San Benito, o para acometer sin razón ni sentido a algún nuevo caballero vizcaÃno. Conviene, pues, ver el fondo inmoral de la quijotesca locura.
Las empecatadas lecturas de los mentirosos libros de caballerÃas, última escoria de aquel hÃbrido monstruo de paganismo real y cristianismo aparente que se llamó ideal caballeresco; tales lecturas despertaron en el honrado hidalgo la vanidad y la soberbia que duerme en el pozo de toda alma humana. Preocupábase de pasar a la historia y dar qué cantar a los romances; creÃase uno de los «ministros de Dios en la tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia», y de tal modo le engañó el enemigo que bajo sombra de justicia fue a imponer a los demás su espÃritu y a erigirse en árbitro de los hombres. Cuando Vivaldo le argulló el que no se acordasen los caballeros andantes antes de Dios que de su dama, esquivó la definitiva respuesta.
Me llevarÃa muy lejos el disertar acerca de lo profundamente anti-cristiano e inhumano, por lo tanto, al fin y al cabo, que resultan el ideal caballeresco, el pundonor del duelista, la tan decantada hidalguÃa y todo heroÃsmo que olvida el evangélico «no resistáis al mal». Nunca me he convencido de lo religioso del llamado derecho de defensa, como de ninguno de los males, supuestos necesarios, como es la guerra misma. Si el fin del cristianismo no fuese libertarnos de esas necesidades, nada tendrÃa de sobre-humano. A lo imposible hay que tender, que es lo que Jesús nos pidió al decirnos que fuésemos perfectos como su Padre.
Y volviendo a nuestro Quijote, creo yo que las más de las desdichas del español son fruto de sus pecados, como las de todos los pueblos. Nuestro pecado capital fue y sigue siendo el carácter impositivo y un absurdo sentido de la unidad. Mientras otros pueblos se acercaron a éstos o a aquéllos para explotarlos, en lo que sin duda cabe beneficio a la vez que explotación mutuas, nos empeñamos nosotros en imponer nuestro espÃritu, creencias e ideales, a gentes de una estructura espiritual muy diferente a la nuestra. En Europa misma combatimos a éstos o a aquéllos porque tenÃan sobre tal o cual punto tal idea, cuando resulta, en fin de cuenta, que nosotros no tenÃamos ninguna.
Más de una vez se ha dicho que el español trató de elevar al indio a sÃ, y esto no es en el fondo más que una imposición de soberanÃa. El único modo de elevar al prójimo es ayudarle a que sea más él cada vez, a que se depure en su lÃnea propia, no en la nuestra. Vale, sin duda, más un buen guaranà o un tagalo que un mal español.
«Colonizar no es ir al negocio, sino civilizar pueblos y dar expansión a las ideas», dice usted. Y yo digo: ¿a qué ideas? Y, además, el ir al negocio, ¿no puede resultar acaso el medio mejor y más práctico de civilizar pueblos? Con nuestro sistema no hemos conseguido ni aun lo que PÃo Cid en el reino de Maya. Yo no sé si como ha habido civilización china, asirÃa, caldea, judaica, griega, romana, etc., cabrá civilización tagala; pero es el hecho que nada hemos puesto por despertarla, contentándonos con provocar entre los indÃgenas filipinos el fetichismo pseudocristiano.
«No por culpa mÃa, sino de mi caballo, estoy aquà tendido», gritaba Don Quijote con arrogancia. Asà nos sucede a nosotros, tendidos por culpa de los malos gobiernos, después de no haber llevado otro camino que el que quieren éstos, que en ello consiste la fuerza de las aventuras.
Y viendo que no podemos menearnos, acordamos de acogernos a nuestro ordinario remedio, que es pensar en algún paso de nuestros libros de historia, pues todo cuanto pensamos, vemos o imaginamos, nos parece ser hecho y pasar al modo de lo que hemos leÃdo. ¡Esa condenada historia que no nos deja ver lo que hay debajo de ella!
«Hemos tenido, después de perÃodos sin unidad de carácter, un perÃodo hispano-romano, otro hispano-visigótico y otro hispano-árabe; el que les sigue será un perÃodo hispano-europeo o hispano-colonial, los primeros de constitución y el último de expansión. Pero no hemos tenido un perÃodo español puro, en el cual nuestro espÃritu, constituido ya, diere sus frutos en su propio territorio; y por no haberlo tenido, la lógica exige que lo tengamos y que nos esforcemos por ser nosotros los iniciadores».
Esto es pensar con tino, amigo Ganivet. Don Quijote, molido y quebrantado y vencido por el caballero de la Blanca Luna, tiene que volver a su aldea; y desechando ensueños de hacerse pastorcico y de convertir a España en una Arcadia, prepárase a bien morir, renaciendo en el reposado hidalgo Alonso el Bueno.
«Â¡Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno!» salió exclamando el cura cuando Don Quijote hizo su última confesión de culpas y de locuras. Es lo que debemos aspirar a que de nosotros se diga. ¿Es que tiene acaso que morir España para volver en su juicio?, exclamará alguien. Tiene, sÃ, que morir Don Quijote para renacer a nueva vida en el sosegado hidalgo que cuide de su lugar, de su propia hacienda. Y si se me arguye que el mismo hidalgo Alonso murió en cuanto volvió a su juicio, diré que creo firmemente que el fin de las naciones en cuanto tales está más próximo de lo que pudiera creerse -que no en vano el socialismo trabaja- y que conviene se prepare cada cual de ellas a aportar al común acervo de los pueblos lo más puro, es decir, lo más cristiano de cada una. De la perfecta cristianización de nuestro pueblo es de lo que se trata.
Miguel de Unamuno | El porvenir de España, 1898 | Wikisource