Estoy en el patio del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Muchas de sus trabajadoras aprovechan la pausa de mediodÃa, si es que eso verdaderamente existe, y circulan en fila india por el patio. Sólo les falta bailar la conga del Jaruco, ese que nunca supe quien era. Están animadas y rÃen. Una de ellas es guapa y lo sabe. Enciende su cigarrillo, grita de felicidad y resuelve el enigma del laberinto, una serie de placas que proyectan sombras en el suelo y permiten la diversión de visitantes, empleados y hasta, si me apuran, del dichoso Pulpo Paul, estresado tras tanta predicción. Apuro la última calada, entro en el recinto y subo al ascensor. Mi destino es visitar la exposición Por Laberintos, y llego tarde porque las ruedas de prensa son una ruidosa antesala para quien gusta de contemplar las obras en el silencio reflexivo de la soledad observadora. Los comisarios hablan y hablan, y su discurso no disgusta del todo, dan pistas y comentan la importancia simbólica de elementos cotidianos. Hace años este mismo centro organizó una muestra dedicada a la escalera, donde se advertÃa de su inminente peligro de extinción porque sin ella todo lo que sube seguirá bajando aunque con menos cansancio y más bienestar para las rodillas. Los periodistas no preguntan, están narcotizados por el calor y han enmudecido. La impaciencia no es la madre de la ciencia. Quieren acceder a la exhibición temporal.
Mosaico de Teseo y el Minotauro
Nos han prometido que nos perderemos, que nos sentiremos acechados por un inexistente Minotauro en nuestro afán por saber de ese capricho humano para con la forma, recorridos nada tortuosos que suelen construirse por divertimento y una búsqueda filosófica que se resume en sus diseños. Viendo la exposición descubro que hay dos clases de laberintos: unicursales y multicursales. El primer tipo dominó la escena hasta el Renacimiento por, y es una teorÃa discutible, la certeza humana del monoteÃsmo de alcanzar un centro, respirar aliviado y buscar la salida, como si en esas dos latitudes se resumiera parte de la inquietud de los hombres durante milenios, como si la sÃntesis de nuestra especie fuera coronar la subida y emprender el descenso una vez hemos dado con la tecla de lo arcano. Ese centro único en mi opinión viene determinado por una mezcla entre miedo ancestral, Teseo y la bestia encerrada en Cnossos, y la comprensión que al orden absoluto se llega mediante intrincados pasajes que dificultan la tarea de dar con la lÃnea recta, idea que refuerza la explicación religiosa desde una espantosa y autoritaria simplicidad, pues atribuye a nuestro espÃritu pobreza e ignorancia, proverbial incapacidad para tomar las riendas y creer en una pluralidad que sà se produce en el segundo formato de estos endiablados artefactos. Los laberintos multicursales proponen varias alternativas, si bien ello no impide que todas las rutas terminen en un punto muerto. ¿Todas? No, siempre hay una posibilidad de escapar a la tela de araña y sonreÃr al superar los obstáculos. Esta propuesta consiguió fortuna a partir de 1420, cuando la confianza en nuestras capacidades se amplió y empezamos a contemplar que el infinito era poco por la abundancia de opciones, crisol que amplió el campo cientÃfico y propulsó una firme creencia en el hombre como ser válido para resolver las cuestiones que nos atenazan tras deambular, curiosear y conocer paseando por un abanico de parajes que enriquecen la solución.
Laberinto de Roma
Una ausencia remarcable: la ciudad como supremo laberinto