Cuando despertó, Augusto Monterroso todavÃa estaba allÃ.
Al maestro del microrrelato se le conoce, sobre todo, por el El dinosaurio, un cuento de una sola lÃnea que ha provocado centenares de ensayos que intentan interpretar su significado. ¿Nos está hablando, el autor, de las largas y crueles dictaduras latinoamericanas? ¿Es una parábola de la raigambre que tienen ciertos relatos más o menos fundacionales? ¿O, por el contrario, es una caricatura del PRI mexicano, que se mantuvo en el poder más de seis décadas?
Ahora que la Fundación Aquae ha convocado el V Concurso de Microrrelatos CientÃficos, es un buen momento para acercarse al escritor que mejor dominó el género, y que dignificó su dimensión literaria, bebiendo tanto de la paradoja como del humorismo.
Augusto Monterroso (Tegucigalpa, 1921-Ciudad de México, 2003) logró lo más difÃcil: que sus textos parecieran algo sencillo. Pero en cada una de sus breves historias hay un complejo artefacto narrativo, donde lo conciso no es más que la atomización de un recurso, su esencia, el despliegue de una estrategia ficcional para la que otros autores necesitan páginas y páginas. El guatemalteco (nació en Honduras, pero pronto abandonarÃa el paÃs), además, supo utilizar todos los instrumentos del humor, desde la ironÃa al sarcasmo, pasando por la parodia o la sátira.
Lo cáustico de su narrativa convive, sin embargo, con un interés por la ciencia. O, como mÃnimo, por el enigma del funcionamiento del mundo. Buena muestra de ello son los tÃtulos de algunos de sus libros, como Movimiento perpetuo (1972) o Los buscadores de oro (1993).
Hace pocos años, cuando se cumplÃa una década del fallecimiento del escritor, DeBolsillo publicó una antologÃa (“tÃmidaâ€, según reza el subtÃtulo) en la que puede verse ese interés por el mecanismo interno del universo. En El ParaÃso imperfecto, el cuento que da nombre al volumen, el protagonista toma conciencia de que, más allá del lugar que habitamos, siempre es de vital importancia lo que seamos capaces de mirar o no. Y es que es la mirada, tan mordaz como burlona, lo que convierte a Augusto Monterroso en un ensayista de lo insólito.
En el mismo libro, podemos leer El eclipse, un texto algo más largo, en el que, apoyándose en Aristóteles, se respira una crÃtica a la visión occidental del conocimiento (y, por lo tanto, de la ciencia), aquella que parece creerse única propietaria del saber universal.
También humanizará los fenómenos meteorológicos, en microrrelatos como El Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio o, de nuevo acudiendo a la filosofÃa griega, se preguntará, “como dice Pitágorasâ€, si somos extranjeros de este mundo.
De ese extrañamiento que es vivir nace la curiosidad por la literatura y por la ciencia. El mismo Tito Monterroso responde. Cuando vemos nuestra ciudad, nos dice, no pensamos en la piedra, el acero o el adobe del que están hechas las casas. Pensamos en las nubes, en los conflictos del alma, en los sonidos de las vocales, en las palabras que combinar para producir un efecto mejor cuando queramos transmitir nuestros sentimientos o ideas. Algo tan inefable que, por las misteriosas contradicciones del cosmos, puede poblar la electricidad de un solo párrafo.
Este artÃculo pertenece a Agua y Cultura, sección patrocinada por la Fundación Aquae.