Mi ametralladora es la literatura

'La noche del Tlatelolco', de Elena Poniatowska, el libro que recogió el testimonio de las víctimas de la matanza de 1968 en la plaza mexicana, cumple 50 años | Foto: Pedro Bautista, WikiMedia Commons

En Ciudad de México en 1968 las imágenes no fueron suficiente. La matanza de la plaza de Tlatelolco, en la que, por orden del gobierno, las fuerzas policiales asesinaron a cientos de civiles- la cantidad está aún por determinar-, no pudo silenciarse, entre otros motivos, porque sus proporciones fueron descomunales, pero el relato de los acontecimientos sí fue, desde el principio, un terreno de batalla. ¿Los estudiantes, esos “greñudos” de clase media, maleducados, iban, acaso, armados? ¿No fueron ellos los que prendían fuego a los autobuses? ¿No fueron ellos los que iniciaron el tiroteo que las fuerzas de seguridad tuvieron que repeler? Como la matanza no fue suficiente, cientos de manifestantes fueron torturados y luego encarcelados durante años. Las imágenes, o al menos algunas de ellas, allí estaban, cortantes, pero el relato de las víctimas se ocultó y con él, el modo de entenderlas, de explicarlas, de descodificarlas. De ahí la importancia que tuvo la publicación en 1971, hace ahora cincuenta años, de La noche de Tlatelolco, el libro de Elena Poniatowska que no solo es el testimonio de una historia, sino que, en cierto modo, al igual que los hechos referidos, forma parte de la historia. Y, de hecho, tiene una gran historia detrás.

Escolar y Mayo

Elena Poniatowska Amor no estaba en esa plaza. Tampoco pertenecía al movimiento estudiantil que, en las vísperas de los Juegos Olímpicos de México 68, puso en jaque al gobierno del PRI (Partido Revolucionario Institucional), que llevaba en el poder cuarenta años. El 2 de octubre de 1968 Elena Poniatowska recibió la llamada de una amiga que le habló de lo que estaba ocurriendo en la plaza de Tlatelolco, donde los policías estaban disparando a la multitud. Ella, que era ya una prestigiosa periodista, acudió a la mañana siguiente, pues en ese momento, según cuenta, se encontraba amamantando a su segundo hijo, nacido pocos meses antes; lo que encontró fue un verdadero paisaje tras la batalla: tanques, soldados, zapatos esparcidos por el suelo, sangre por todas partes. En ese lugar comenzó a gestarse un proyecto que le llevó tres años y que tuvo como escenario principal la prisión de Lecumberri, donde Poniatowska entrevistó a los activistas encarcelados. También visitó a sus familiares y recopiló todo tipo de material aparecido en la prensa.

La cuestión, inevitable: ¿cómo dar testimonio del horror? “Mi ametralladora es la literatura”, dijo Julio Cortázar en 1973. Muchos escritores latinoamericanos ensayaron en los años 60 y 70 maneras de aproximar el lenguaje a la tragedia del continente, marcada, no solo por la matanza de Tlatelolco, sino también por la dictadura militar iniciada por Videla en Argentina o el golpe de estado de Pinochet en Chile. ¿Acaso la palabra seguía siendo un instrumento útil para reflejar la realidad? El argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación masacre, seguramente el más importante ejercicio periodístico hecho en Latinoamérica en el siglo XX, decidió abandonar la narrativa de ficción, a su parecer, impelido por una realidad que la desbordaba (y lo pagó caro: en 1977 fue asesinado). Osvaldo Lamborghini puso en práctica una escritura de una violencia tan extrema que, en sus excesos, reventaba las costuras mismas del lenguaje y lo volvía, en cierto modo, corpóreo, punzante, como una cuchilla. Juan José Saer daba forma a una literatura que, a través de la repetición en bucle y la descripción obsesiva, se cuestionaba la percepción misma de lo real en un momento histórico en el que la realidad, tan horrible como difícil de aprehender, quedaba suspendida.

Elena Poniatowska se propuso en La noche del Tlatelolco crear una novela-plaza, un artefacto parlante que fuese capaz de colocar su polifonía en el lugar que ocupa el discurso homogéneo del poder. Por eso no se trata, ni mucho menos, de una crónica periodística al uso; no es un trabajo donde la informadora pondere con rigor la veracidad de sus fuentes y alumbre, a la postre, un relato congruente, próximo a la verdad, si tal cosa existe, de los hechos acontecidos porque, como ella misma escribe, “ninguna crónica nos da una visión de conjunto”.

La obra renuncia de primeras a un narrador que dé una unidad al texto, articulándose sobre una multitud de voces, más de doscientas, que se suceden, como un muestrario, sin privilegiarse unas como más verdaderas que las otras. Algunas ocupan varias páginas y otras son apenas frases captadas al aire, frases que uno podría escuchar fácilmente en la cola del supermercado o en un vagón de autobús (“Todos dicen un chorro de mentiras para lucirse. Son más largos que la cuaresma” o “Todo es culpa de la minifalda”). Dividida en dos partes, la primera se inicia dando testimonio de las jornadas que precedieron a la matanza, en las que, exultante, una generación de estudiantes se consideró capaz de cambiar el rumbo del país, para acabar derivando en el relato de las detenciones arbitrarias y las torturas que se produjeron alrededor de la señalada fecha del 2 de octubre. La segunda, precisamente, se centra en lo sucedido esa noche. Entre los materiales que aparecen en el libro no solo hay testimonios, también extractos de prensa, eslóganes de aquellas manifestaciones, discursos políticos e incluso algún poema de autores no necesariamente contemporáneos que, insertado aquí, se recontextualiza.

Podría pensarse que este conjunto tan heterogéneo da lugar a una obra deslavazada, errática. Y, sin embargo, nada más lejos de la realidad: la novela tiene un ritmo, una cadencia, parecida a una ópera, con sus arias y sus partes corales; Elena Poniatowska solo firma tres de los textos, pero su autoría está presente de principio a fin. Los testimonios, siempre ágiles, no exentos de cierta musicalidad, aparecen a menudo fragmentados con el fin de crear una tensión dramática, y contienen, muchos de ellos, una voz propia que define a sus respectivos enunciadores/personajes, un modo de expresarse con sus hábitos y sus muletillas. Es, en definitiva, un texto que no solo pretende denunciar, sino que, en igual medida, se propone seducir.

Seducir demasiado, según algunos pareceres. Y es que precisamente el tono del libro llevó a uno de los protagonistas de la historia, Luis González de Alba, a acusar a la autora, treinta años después de la publicación, de traducir los testimonios, entre ellos el suyo, al “poniatosko”. También aseguraba que varios de los fragmentos que él le había remitido por escrito y que recogían sus recuerdos del 2 de octubre habían sido puestos en boca de otras personas. Tuvo que salir entonces otra de las víctimas de ese día, Raúl Álvarez Garín, a confirmar que, efectivamente, existía una falta de correspondencia entre algunos discursos y sus respectivos enunciadores, si bien esta operación fue autorizada de antemano por los protagonistas, que no vieron con mal ojo que Poniatowska, a su juicio, ubicara los relatos en boca de una u otra persona. El asunto se saldó con una nueva edición revisada, pero, quizás lo que es más importante, hizo patente hasta qué punto la autora quiso, deliberadamente, construir un entramado polifónico que no solo reconstruyese los hechos sucedidos en Tlatelolco, sino que, principalmente, y en busca de una mayor eficacia, funcionase como un perfecto artefacto literario.

Y, sin embargo, inicialmente, Elena Poniatowska no pensó que aquel conjunto de testimonios pudiera convertirse en una novela. Su primera intención, publicarlos de manera individual en el diario para el que trabajaba, se vio frustrada. Simplemente, el medio no quiso correr ese riesgo. Fue entonces cuando entró en la historia un nuevo personaje: la editora Neus Espresate que, unos cuantos años antes, había fundado junto con, entre otros, su padre, un exiliado republicano, la editorial Era, dedicada a la publicación de autores de izquierdas tales como Rosa Luxemburgo, Octavio Paz o Antonio Gramsci. Fue ella la que propuso a Elena Poniatowska dar a todos esos testimonios la forma de un libro. Las amenazas que recibió la editorial no dieron al traste con el proyecto, al contrario, como suele ocurrir en estos casos, lo publicitaron hasta tal punto que la primera edición, en 1971, se agotó en apenas una semana. La novela se convirtió en un éxito inmediato y sirvió, al fin, como altavoz de la versión no oficialista de los sucesos del 2 de octubre.

Una vez frustradas las maniobras para que la obra no viera la luz, el gobierno llevó a cabo un último intento de neutralizarla: la premió. Ese mismo año le fue concedido a La noche de Tlatelolco el Premio Xavier Villaurrutia. Claro que, para entonces, la autora no necesitaba un reconocimiento de ese tipo y, en una carta abierta, renunció al galardón, preguntándole al presidente, por entonces Luis Echeverría, “¿quién va a premiar a los muertos?”.

El crítico literario George Steiner escribió: “No es el pasado lo que nos domina, sino las imágenes del pasado”. La novela de Elena Poniatowska se constituye como una reivindicación del poder de la palabra en la época de la imagen. No obstante, desde la primera edición, la novela vino acompañada de varias instantáneas cedidas por fotoperiodistas a condición de que no se revelara su autoría, instantáneas estas, como tantas otras, cuya significación, cincuenta años después, viene guiada, de manera inevitable, por la narración de la autora, comprometida y profundamente política, incluso estando escrita en poniatosko.


Jorge García López

Es periodista y compagina su labor profesional como redactor y subdirector de concursos culturales de televisión con colaboraciones escritas en medios como Diario Público. También es estudiante de doctorado especializado en literatura latinoamericana y autor de varios textos literarios aún inéditos.

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