Juan Diego Botto: «Pensar que estamos en el final de la Historia sólo conduce a la parálisis»

Son las once de la mañana, Juan Diego Botto me espera en el Círculo de Bellas Artes de Madrid; cuando llego está concediendo una entrevista para otro medio, espero sentada a pocos metros y recapitulo las posibles preguntas. Debe ser cansado contestar siempre a las mismas cuestiones, dar siempre las mismas respuestas; trato de reformular las preguntas que llevo anotadas, pero me convenzo que la originalidad está muy lejos para que yo pueda alcanzarla. En mi mano llevo Invisibles, el libro publicado por Espasa, y que el actor de origen argentino ha escrito a partir de la obra de teatro Un trozo invisible de este mundo. Cinco monólogos conforman esta pieza teatral con la que Botto ha conseguido poner de acuerdo a crítica y espectadores, acuerdo que,  entre estas nuestras fronteras, resulta un hecho paradójicamente excepcional. Resulta imposible no aplaudir los brillantes monólogos de Botto; las palabras discurren con facilidad, la naturalidad, el ritmo con las que estas son pronunciadas alejan los monólogos de toda posible impostura. Carente del manierismo que intoxica muchas veces los diálogos que buscan con poco éxito reflejar el habla cotidiano, lo coloquial que impregna los monólogos son una prudente reelaboración del habla cotidiana, Botto mantiene el siempre necesario equilibrio entre la escritura literaria-teatral y la oralidad coloquial. No tardo en comenzar la entrevista, la espera ha sido breve. Comenzamos a hablar; me comenta que antes de escribir la obra, fueron muchas horas que pasó en los locutorios: habló con mucha gente, fue testigo de desgarradoras historias; los monólogos son el resultado de la mirada atenta de su autor. Así nacieron cada uno de sus personajes, detrás de ellos se esconden muchas otras historias, muchos otros rostros que, sin embargo, aparecen evocados en las palabras que componen cada uno de los textos. Juan Diego Botto da voz a quien no la tiene, rescata de la invisibilidad aquellas historias que trascurren en el silencioso anonimato. La invisibilidad es siempre una forma de negación, no hay realidades invisibles, concepto de por sí paradójico, sino realidades que no se ven, realidades que no quieren verse. Como hizo en su día Bertolt Brecht, Juan Diego Botto hace del escenario teatral el lugar desde el cual despertar conciencias del público que, voluntaria o involuntariamente, permanece ajeno a unas incómodas realidades que, sin embargo, le son extremadamente próximas. De la mano de Juan Diego Botto el teatro y la literatura se convierten en el medio para conocer y comprender, sin prejuicios ni condenas, aquello que otros no quieren que sepamos.

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Juan Diego Botto (foto: Bernardo Doral / wikimedia)
Juan Diego Botto (foto: Bernardo Doral / wikimedia)

Puesto que encabeza su novela Invisibles con una cita de Bertrol Brecht, me gustaría comenzar la entrevista recuperando precisamente unas palabras del autor teatral: «el arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma».

Me gusta la frase de Brecht porque siempre he creído que en parte es mentira que el teatro es un espejo a partir del cual reflejar la realidad; el teatro no es una ventana desde la cual asomarse y ver la realidad tal cual es porque cuando uno escoge un tema para llevar a escena siempre quiere destacar unos determinados aspectos con respecto a otros, siempre quiere que al espectador le llegue un determinado mensaje o un determinado matiz en particular de aquello que se representa. El deseo de querer conmover al espectador con algo específico es de por sí una forma de moldear la realidad para así poder provocar un despertar en el espectador, suscitar unas preguntas. Además, creo que en estos momentos es importante generar preguntas sobre la realidad y llevar al teatro la realidad hiriente que nos rodea.

Como autor teatral, pero también como actor, ¿considera que el arte permite vehicular de forma más pregnante determinadas cuestiones sociales, sean éstas históricas o actuales? Es decir, ¿es posible conocer a través del arte la realidad presente de una forma más profunda de cuanto es posible conocerla a través de las noticias periodísticas?

Desde el arte, con respecto a las noticias periodísticas, apelas a cuestiones distintas. Las noticias publicadas, generalmente, apelan a la racionalidad, es decir al conocimiento, pero a una única forma de conocimiento, el racional. El teatro, sin embargo, así como la literatura o el cine, muestra las cosas desde otro lugar, desde las emociones y los sentimientos a partir de las historias de personas: el arte, en general, habla de historias y de sus personajes y, a través de lo que se cuenta el espectador se emociona. Cuando el conocimiento no es sólo racional, sino también se vincula a la emoción, permanece grabado en la persona, es un conocimiento que marca mucho más. Apelar al corazón es la manera más segura para generar dudas y preguntas en el espectador.

La pensadora argentina Beatriz Sarlo en su ensayo Tiempo pasado confesaba que su conocimiento de la Historia provenía principalmente de la narrativa, pues en la literatura, afirmaba Sarlo, había encontrado «las imágenes más precisas del horror del pasado».

No sé si todos, pero yo desde luego sé más de Colombia por García Márquez que por cualquier otro ensayo que haya podido leer; conocí la Historia de Colombia leyendo Cien años de soledad, de la misma manera que aprendí, como muchos otros, más sobre la Guerra Civil gracias a la película Tierra y libertad que no con lo que se contaba en los manuales.

Tampoco es difícil, la narración de la Guerra Civil en los manuales es extremadamente escasa.

Desde luego, fueron pocos los libros y las noticias sobre la Guerra Civil que llegaron a los de mi generación. Por otro lado, es verdad que la huella que te deja una novela o una película es mucho más honda respecto a la que te puede dejar un ensayo.

En las primeras páginas de Invisible, usted escribe: «El teatro puede ser social y puede ser político, siempre lo es de una forma u otra, pero ante todo debe ser teatro». ¿Una declaración de principios artísticos?

Lo que quería decir es que cuando haces teatro no puedes nunca olvidarte de que uno de tus principales objetivos es el de entretener al espectador. Evidentemente, puede haber un mensaje que se quiere vehicular a través de la obra, una ideas que se quieren transmitir, pero esto no implica construir una obra lenta y excesivamente intelectual, una obra que, al final, no entretenga. Si no se consigue llegar al espectador, interesarlo, no se va conseguirá suscitar aquellas preguntas que uno desea plantear; si no se consigue conmover y entretener, no se consigue despertar la reflexión que uno desea plantear al espectador, por muy brillantes que sean los argumentos. Creo, sinceramente, que la primera obligación del teatro es la de no aburrir, esto no significa, sin embargo, hacer un teatro fácil.

El debate entre el arte comprometido y el arte por el arte es ya secular, y parece no cerrarse nunca, las cuestiones y las problemáticas siguen siendo todavía las mismas.

Para mí el arte por el arte no existe, todo arte transmite un mensaje. Voluntaria o involuntariamente el arte transmite un mensaje político o ideológico que nosotros percibimos; detrás de cada pieza hay una idea, incluso la comedia más banal plantea y cuestiona temas como las relaciones humanas, las relaciones afectivas, el compromiso o la idea de familia… Aunque consideremos una pieza completamente carente de todo mensaje, la pieza artística no lo está. El arte por la mera búsqueda de la belleza no es una realidad: basta con pensar en la escultura del pasado, pues ésta reflejaba la mentalidad de las clases dominantes. Por ejemplo, las vidrieras de las catedrales no hacen sino sentirte pequeño ante la magnificencia de Dios. El arte neutral no existe y, por tanto, debemos ser conscientes en cada momento de cuál es el mensaje que queremos comunicar en cada una de las piezas que creamos.

Actualmente, a este debate se añade la puesta en discusión del concepto de ideología por parte de un determinado sector político, así como de determinados medios de comunicación. Sin embargo, toda decisión, toda actitud es de por sí ideológica, nada escapa de la ideología. Manifestarse es tan ideológico como permanecer en casa.

El quedarte en casa es también una posición ideológica; nada está desposeído de la ideología porque vivimos en un mundo conformado a partir de ideas contrastantes, puntos de vista diferentes y, por tanto, en una constante confrontación de ideas y de maneras de pensar. Además, la realidad es de por sí contradictoria, nada escapa de la contradicción como tampoco de la confrontación ideológica.

El problema es que el adjetivo «ideológico» se utiliza en muchos casos como insulto, como algo negativo.

Se quiere hacer pensar que lo objetivo, lo neutro es lo auténticamente correcto, mientras que lo ideológico es aquello negativo, erróneo. En el periodismo, por ejemplo, la cuestión no reside en el hecho de que un determinado medio así como un determinado profesional carezcan o no de ideología, la cuestión es si carecen o no de rigor. Es en el rigor donde hay que poner la atención. Todos tenemos una forma de mirar el mundo, es imposible escapar de ella y, por tanto, es absurdo condenar lo ideológico, el hecho de mirar e interpretar a partir de unas determinadas ideas.

Otro pasaje de Invisibles: «cuanto más crezco menos cínico soy y más creo y más me aferro a la creencia de que las cosas se pueden cambiar»; paradójicas palabras en un momento en el que el cinismo y el desengaño parece haberse apoderado incluso de las generaciones más jóvenes.

No es que quisiera ir contracorriente, más bien es lo que siento. Cuanto más veo el mundo, más me convenzo de que debe cambiar, no tanto porque otro mundo es posible, cuando porque este es inviable. Este mundo no es posible, la utopía no es pensar en una alternativa, la utopía es más bien pensar que el mundo actual es sostenible. En el monólogo Autorretrato de un joven capitalista español, interpretado por Alberto San Juan, se formula la pregunta de por qué pensar que ya todo está hecho y de que nada queda por hacer. Nos creemos que estamos en la vejez de la Historia y, sin embargo, ¿por qué no creer que estamos en sus inicios? Quizás no seamos más que una etapa muy remota de la prehistoria de la Humanidad y puede que, en verdad, todo lo bello y todo lo importante todavía deba ser creado;  pensar que ya está hecho todo, pensar que estamos en el final de la Historia sólo conduce a la parálisis. Mi convicción de que todavía hay mucho por hacer, de que no sólo hay muchas cosas por cambiar, sino que además es posible cambiarlas, está relacionada con algo que también digo en el libro: prefiero mil veces pelear aunque al final termine por fracasar que no pelear y así evitar cualquier tipo de fracaso posible. Prefiero fracasar mil veces antes que no intentar cambiar las cosas; son muchos los que siempre te dirán que lo que haces no sirve de nada, que al fin y al cabo siempre ganan los mismos, pero no creo en esta resignación, no creo en dar por hecho las cosas sin intentar antes hacer algo para cambiarlas.

La mirada dialéctica de la Historia ha tratado de convencernos de que el progreso era el objetivo final, que el presente de progreso y aparente riqueza era el mejor de los finales posibles.

Hemos llegado al punto final, o al menos eso creemos, porque estamos en el presente y casi inevitablemente tendemos a pensar que el presente es el final de camino, sin embargo no es más que una parte de un largo camino que no sabemos hacia dónde se dirige, pero que todavía no ha llegado a su fin. Además, a nosotros, la generación que creció en la democracia, nos convencieron de que estábamos recorriendo una línea recta hacia el progreso y que ya no era posible una marcha atrás; nos dijeron que con la democracia caminaríamos hacia el pleno empleo, hacia un estado de bienestar y de libertad hasta el final de los tiempos. Y ahora que todo se cae es cuando nos damos cuenta de que fue todo una gran estafa.

Usted se refiere al gran engaño, ahora ya por fin evidente, del discurso entorno a la transición; se ha construido el mito de la transición y, como todo mito, se ha revelado falso.

La transición era un tótem intocable, un axioma irrefutable; todavía hoy se habla de lo bien que lo hicieron los padres de la democracia, de la deuda que tenemos con ellos, pero creo sinceramente que ha llegado el momento de emanciparse de aquellos padres.

Como diría Freud es necesario matar al padre.

O por lo menos, irse de casa y proponer otras normas. Se habla siempre del consenso de aquellos años, como si el consenso fuera bueno por sí mismo: depende, ante todo, de lo que se consensue. Si se consensua que desalojar a las gentes de su casa es algo correcto, legal, entonces rechazo ese consenso.

En uno de sus monólogos, usted plantea este tema a partir del caso argentino: tras las leyes de Punto final, Argentina tuvo el valor de reabrir los casos, investigar acerca de lo acontecido durante la dictadura militar y condenar a sus responsables. Un referente que, sin embargo, aquí no se quiere tomar como modelo.

En este país, la democracia se construyó sobre una premisa terrorífica, es decir, olvidando un genocidio, uno de los genocidios más terribles de Europa, con la salvedad del nazismo hitleriano y del estalinismo. Hoy en día España es, después de Camboya, el segundo país con más fosas comunes todavía por desenterrar; otro de los datos que aterroriza es aquel que hace referencia a los niños robados y que se menciona en el auto del juez Garzón, auto que luego quedó desestimado: en España hubo 30.000 niños robados, la mayoría de ellos,  arrebatados a las presas republicanas para terminar en familias «bien pensantes» del establishment de la época.

El no volver a abrir las heridas fue el motivo que se alegó por entonces; si bien cuarenta años de dictadura son muchos años, el desconocimiento siempre resulta injustificable.

Ante todo, hay que tener presente que quienes hicieron los planes de estudio durante la transición eran los herederos naturales de los vencedores del conflicto; los banqueros, los empresarios, los políticos, con la salvedad, evidentemente, de algunos, eran los mismos que habían tenido el poder a lo largo de la dictadura. Los que elaboraron el proceso de continuidad institucional durante la transición eran los mismos que habían sustentado el sistema a lo largo de los precedentes cuarenta años.

InvisiblesSe dice que la Historia la escriben los vencedores, pero como usted recuerda en Invisibles las revoluciones y los cambios vienen de la calle.

Por esto son tan relevantes los juicios que se han realizado y aquellos que todavía siguen abiertos en Argentina. Con la muerte de Videla de hace algunas semanas se verificó un hecho histórico: es la primera vez que los perdedores de un proceso histórico, es decir, las víctimas de la dictadura argentina, juzgan al dictador en un proceso ordinario y según el estado de derecho. Videla murió en la cárcel porque había sido legítimamente juzgado y condenado por genocidio, esto es lo auténticamente noticiable, no el hecho en sí de que muriera. En el caso de Argentina, al contrario de lo que pasó tras la Segunda Guerra Mundial con el proceso de Núremberg, los vencedores políticos no constituyeron un tribunal ad hoc para juzgar los crímenes; el juicio de Videla y de los otros responsables fue posible gracias al batallar constante y durante muchos años de los perdedores. Las madres, las abuelas, los hijos de la Plaza de Mayo, todos ellos han ido tumbado las distintas y enormes dificultades que tenían para llevar ante el tribunal a los responsables.

En Hay motivo, con su corto «Doble motivo» planteaba un tema muy actual cómo es el de las etiquetas, es decir, adjetivos como el de terrorista utilizados aleatoriamente para desacreditar y utilizados por el poder con varas de medir cambiantes según la conveniencia de las circunstancias.

Ahora, los que luchan contra los desahucios son directamente catalogados como etarras o filo-nazis; se ha dicho que  las mujeres que abortan tienen una vinculación con ETA y así se están poniendo etiquetas y, aunque a primera vista pueden parecer grotescas por lo absurdo de las comparaciones, éstas son peligrosas en cuanto desacreditan y etiquetan a los que se oponen, los que no concuerdan con el poder.

Esto es, además, reflejo de la perversión del lenguaje que se ha instaurado, sobre todo, en la política y en los medios de comunicación.

Es la absoluta perversión de lenguaje y, si bien el lenguaje lleva ya mucho tiempo pervertido, este último año ha sufrido una manipulación constante y terrible; sinceramente, no creo que ni el propio Orwell hubiera podido imaginar un escenario como el actual. Las últimas declaraciones de González Pons afirmando que nuestros jóvenes no se van al extranjero a buscar trabajo porque Europa no es el extranjero es ejemplo de aquella manipulación del lenguaje a la que se refería Orwell cuando criticaba frases en las que se llegaba a afirmar que «la guerra es la paz».

La perversión del lenguaje crea a los invisibles: se manipula el lenguaje para desacreditar y, a la vez, para ocultar a la realidad incómoda y a sus protagonistas escondidos tras cada uno de estos descalificativos.

Este es un momento de mucha invisibilidad y, sobre todo, de la voluntad de invisibilidad. Además, hay una obsesión en los medios de comunicación de mirar siempre hacia arriba, como si lo verdaderamente importante estuviera en el Consejo de ministros, en las empresas, mientras  lo que ocurre a pie de calle aparece como no noticiable. Las realidades de quien no llega a fin de mes, las realidades de todos aquellos que luchan por cambiar las cosas, las realidades de quien mueren de frío en las calles no son noticiables, no marcan el devenir del mundo y de la actualidad. Precisamente por esto, nos encontramos con páginas y páginas acerca de lo que dicen los unos y los otros, las mismas palabras y los mismos discursos de siempre que aparentemente son importantes, son noticiables, pero que en verdad no aportan nada. Esta es, al fin y al cabo, la manera de decirnos a cada uno de nosotros que no contamos nada; así se nos recuerda que lo que ocurre en la calle no es lo verdaderamente importante y así se crea la primera de las invisibilidades. Los telediarios y los informativos en general están llenos de corbatas, no sólo por la todavía mayor presencia de hombres, sino porque las informaciones las protagonizan empresarios, políticos, gente del mundo económico…, esos son los que importan.

Existe, además, la invisibilidad producida por el no conocer, es decir, la invisibilidad que nace de la ignorancia o del no querer ver. No sólo los políticos, también los medios de comunicación hablan, discuten y declaran «verdades» sobre realidades que en demasiadas ocasiones les son completamente ajenas.

Cada vez que se promulga una ley y se va a informar y discutir sobre ello, los debates deberían comenzar como si fueran una obra de teatro, es decir, explicando y mostrando cómo la ley va a cambiar la vida de la gente común. La manera de dar las noticias se ha degradado muchísimo en los últimos tiempos, primero de todo porque existe la convicción de que la objetividad reside en dar espacio a las opiniones de unos y de otros. La cuestión no es ésta, hay cosas objetivables y esta debería ser la función de los informativos, mostrar como una decisión u otra va a afectar a las personas, cuáles son los efectos de A o los de B, no basta con mostrar solamente las opiniones.

Podría decirse que el teatro, y el arte en general, se hace cargo de las realidades ocultas, penetra en la cotidianidad y descubre a sus protagonistas, les concede la visibilidad que otros les niegan.

El teatro, la literatura, el cine,  comunican a través de personas, cuentan historias de personas a las que les ocurren determinadas cosas y, por tanto, hace posible que se establezca una relación de empatía entre el espectador y los personajes. El arte, en general, hace posible una forma de conocimiento basaba en el sentimiento y la empatía, un conocimiento que nace del ver en escena a personas reconocibles con las que uno puede identificarse.

Precisamente, Brecht consideraba el teatro como el arte capaz de despertar a los espectadores y de dirigir la mirada hacia realidades desconocidas, ajenas a ellos.

Se puede hacer a través de sentimientos humanos, a través de la mirada de cada uno de los personajes. Aquí está la diferencia entre la narrativa y el ensayo, la ficción conmueve, impacta de una manera que un texto teórico, por mucha información que pueda ofrecer, nunca puede conseguir.

Últimamente, los profesionales del cine están en el punto de mira de la comunidad política así como de determinados medios de comunicación por las explícitas críticas y los discursos reivindicativos que se han realizado.

Estamos muy condenados desde hace mucho, aunque en los últimos tiempos cualquier disenso, cualquier aporte crítico, es tratado con una hostilidad inimaginable. Cuando se llega al punto de responder de forma hostil a todos aquellos que te critican, es lógico pensar que quienes nos dedicamos al cine y no sólo tenemos una mirada crítica hacia cuanto sucede, sino que disponemos de una plataforma para decirlo públicamente, se nos ataque con más dureza si cabe.

Las críticas contra el cine, además, se realizan en un momento en el que, por otra parte, hay un gran silencio por parte del ámbito que podría denominarse intelectual. Hace algún tiempo Albert Lladó publicaba precisamente un artículo en el que se preguntaba ¿dónde están los intelectuales?

Me acuerdo de ese artículo y me acuerdo de haber pensado muchas veces en que los años sesenta y setenta eran los escritores, los filósofos, quienes marcaban un poco la pauta de la crítica y de la protesta. No sé si es por la banalización de la cultura o porque los filósofos y pensadores se han retirado de la esfera pública y ya nadie sabe exactamente dónde están, o directamente porque no interesan y no se les busca ni se les entrevista; no sé si esto se debe también a que el cine ha ocupado dentro de la cultura un papel predominante con respecto a otras disciplinas. Si se piensa en los referentes de los años sesenta inevitablemente aparecen nombres como Albert Camus, Jean-Paul Sartre o Simone de Beauvoir, mientras que actualmente la situación es completamente distinta, ya no hay nombres como antes, o, mejor dicho, ya no hay referentes tan claros como en aquellos años. Me consta que hay grandes intelectuales, me consta que, por ejemplo, Carlos Fernández Liria es un filósofo muy crítico o que Vicenç Navarro es, por su parte, un economista crítico; como ellos hay seguramente muchos más, pero no se les presta la atención de antes.

Así como cabe preguntarse dónde están los intelectuales, es necesario observar cómo el 21% del IVA ha convertido la cultura en un producto elitista y, por tanto, la distancia de por sí existente sólo puede aumentar.

Ha hecho mucho daño el aumento del IVA, se han perdido muchos puestos de trabajo que no se volverán a recuperar y, además, ha alejado a mucha gente de un conocimiento cultural. No creo que haya ingenuidad en esta venta del arte como lujo o como mero entretenimiento, no creo que los que toman las decisiones estén convencidos por este argumento, más bien lo utilizan como excusa para una norma recaudatoria que favorece, asimismo, a dejar en el camino a mucha gente potencialmente crítica.

Me gustaría preguntarle acerca de las subvenciones, un debate  que en momento de crisis se hace más actual.

Para empezar habría que pensar en la cantidad de cosas subvencionadas por el Estado y cuáles valen realmente la pena. La educación en un elevado grado está subvencionada porque entendemos que la educación es necesaria; los medios de comunicación están en gran medida subvencionados, aunque indirectamente, a través de la publicidad institucional; subvencionamos a las fábricas de automóviles para asegurar así un gran número de puestos de trabajo; subvencionamos la agricultura, la pesca, la sanidad… En breve, el Estado tiene la obligación de subvencionar determinados ámbitos que consideramos estructuralmente necesarios para la sociedad. La cultura es también parte necesaria de la sociedad y las subvenciones que recibe son ínfimas con respecto a otras partidas; es más, algunos sectores entienden que es lógico subvencionar a la COE para que se organice, pero son críticos con las subvenciones a la cultura porque lo consideran como algo superfluo. La cultura no es un lujo, porque vivir no es sinónimo de subsistencia, sobrevivir no es vivir; el hecho de que alguien trabaje diez horas al día solamente para pagar lo indispensable y no pueda mantener sus relaciones con la familia y amigos, no pueda disfrutar con una obra de teatro, no pueda disfrutar escuchando música, contemplando rosas, admirando un cuadro no es sinónimo de vida, es sobrevivencia.

Hace algunos meses, Marcos Ordoñez me comentaba que la cultura es necesaria para el espíritu, el individuo necesita la cultura, es un elemento necesario pues es alimento de nuestras emociones.

García Lorca, cuando inauguró  la Biblioteca de Fuentevaqueros  dijo: «si yo tuviera mucha hambre pediría medio pan y un libro». La cultura es el alimento espiritual, si la dejamos de lado nos condenaríamos a la idea, más propia de la revolución industrial de corte decimonónico, de que vivir es simplemente tener un pan y un techo, y no es así.  La cultura y todo lo que ella implica no es algo accesorio, forma parte de la vida;  lo auténticamente antinatural es este mundo en el cual la mayoría está condenada sin poder disfrutar de estos placeres para que otros los disfruten en exceso.

Sin cultura y sin disfrute, estamos abocados a alienarnos en la misma monotonía laborar a la que estaba sometido el personaje de Charlot en Tiempos modernos.

O dando gracias por comer un zapato asado.

Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia

 

Anna Maria Iglesia

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura

y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la

UB. Es colaboradora habitaual de Panfleto Calidoscopio, ha publicado breves ensayos

en la Revista Forma de la UPF y reseñas en 452f. También ha publicado artículos en El

núvol o Barcelona Review.

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