El arte es el nieto de la naturaleza y está relacionado con Dios. Alguien versado en Rembrandt reconocerÃa estas frases como suyas. Quizás objetarÃa que él no dijo arte, que dijo pintura, que la pintura es la nieta de la naturaleza, etc. Vale, ahà estarÃamos de acuerdo. Pero podrÃamos ampliar la relación parental. Y los menos creyentes dudarán de tanta rotundidad deÃfica. Los más creyentes encontrarán osado que se relacione lo que hace el hombre con la divinidad misma. Pero es muy probable que unos y otros hayan sentido el arte, que hayan experimentado la sacudida que provoca el arte, el golpe de cien leñadores en el labio. Ciertas obras colocan al que las siente allÃ, unos pasitos más adelante de lo que era antes de verla y experimentarla. Lo importante es que el arte sacude. Y cuando sacude con fuerza es como un golpe de puño en pleno rostro. Provoca el despertar. Y también es camino hacia la autorrealización. Una buena obra de arte siempre añade algo al individuo. El arte suma. Más allá de la espinosa cuestión entre el buen y el mal arte.
Como creador, lo artÃstico y su objeto hacen que me formule preguntas, que sirva como detonante de la interrogación. Como espectador, el arte me propone las respuestas que otros han hallado. Aunque a veces sea al revés. Aunque a veces lo más complicado no sea lograr la respuesta, sino hallar la buena pregunta y ése último sea el leitmotiv del creador. Para el artista la creación puede representar un extrañamiento, la abstracción del objeto o del acto concreto que va a representar para retomarlo con garantÃas artÃsticas, personalÃsimas, y mostrar lo que no suele verse. Un apartarse para regresar. Un elevarse para profundizar. Traer de ese lugar poco transitado la esencia del objeto o del acto cotidiano. Y luego transmitirlo. Y es que el arte es la libertad del genio, como ya dijo el austriaco Adolf Loos. Libertad para crear. Libertad para inquietar, espolear conciencias, estados anÃmicos, intelecto. Libertad para iluminar con sus hallazgos el camino del hombre. Buñuel ilumina. David Lynch ilumina. El Bosco ilumina. La pregunta que se hacen los creadores es iluminación para el receptor. Para el espectador que recibe la obra es una invitación a ese lugar indescifrable. En más de una ocasión –más aún en los abstractos y los artistas del inconsciente- es una invitación a un mundo escurridizo, que se supone tras el hombre, que sólo el artista puede hacernos llegar, porque en su trance artÃstico se acerca a la deidad. Pero atención, no a una divinidad estandarizada, sino que es un acercarse al centro de la rueda, al motivo que actúa de motor, al enigma que se esconde tras la vida, al hombre, a la causa de las matemáticas, a la confusión, al sueño, al azar. La serie de las pinturas negras de Francisco de Goya, por ejemplo, son plasmación de esa libertad total del artista, de un escarbar sin solución en lo terrible, retrato personalÃsimo de un mundo con fecha de caducidad. Las esculturas surrealistas de Man Ray son la torcedura de lo escultórico en la búsqueda de la libertad, un cavar en el inconsciente colectivo. Los dos buscan el revés de la persona. Pollock decÃa que la pintura tenÃa vida propia y él dejaba que aflorase esa vida, como lo dijo Botero, Munch o Rothko. Éste último habló, precisamente, de la pintura como experiencia: la pintura es una experiencia.
Y es que el arte es una experiencia con vida propia. Para el que recibe la obra. Para el que crea. En más de una ocasión es una experiencia incluso autónoma al creador, ajena a él, porque él es un simple mediador (¡casi nada!). Precisamente, es la imposibilidad de encontrar la causa de esta experiencia donde puede hallarse su relación con lo mÃstico. Para el creador el éxtasis artÃstico sobreviene. El artista busca. En más de una ocasión lo consigue de una forma involuntaria, sin pretenderlo. Y llega a la desintegración de la realidad para dar respuesta artÃstica a la pregunta. Rasga el “Velo de Maya†y logra, por fin, ver lo que puede intuirse. El artista alcanza la experiencia a través de sus manos y sus medios (*) y el espectador la recibe. Toma la obra. Absorbe la experiencia. La hace suya. La finaliza. El espectador es partÃcipe de la obra y visita el lugar al que ha llegado el artista. Se formula las preguntas del artista a través de su respuesta. Y es que el arte se completa, precisamente, con el espectador. Con ese ponerse en el lugar de. Con la sensación universal que se ha logrado. Con la impresión personal de ello. Ahà la obra alcanza su totalidad. Se ha construido a sà misma. Ha traÃdo del otro lugar su esencia y ha calado en el sujeto que se ha expuesto a ella. Ha encontrado su motivo. La libertad del artista ha encontrado su motivo: la impresión en el espectador, el golpe de leñador en el rostro. La libertad del receptor. Y es que, parafraseando a Georges Braque, si el arte no inquieta, si no atraviesa la piel y remueve por dentro, ¿eso es acaso un buen arte?
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(*) También sucede en los escritores, obvio. Si utilizamos un ejemplo gráfico: no pueden ser entendibles de otra forma los escritos con caligrafÃa microscópica de Robert Walser, sólo leÃda por lentes de aumento, o el gusto de muchos autores a escribir a mano, al ser la forma más directa de comunicar el pensamiento y la escritura, vinculándose esa reflexión con la filosofÃa Zen. Más allá del goce arrebatado de la escritura de por sà independientemente del medio.
Iván Humanes BespÃn
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