La «Trilogía involuntaria», o las ciudades de Mario Levrero

El artículo siempre tiene algo de prólogo, de este curioso género textual que, si bien siempre es epílogo de la obra de la que habla, siempre la precede, siempre ocupa las primeras páginas del libro. El artículo no comparte con el prólogo su posición preferente, pero tiene en común el intento, o incluso la osadía, de introducir el tema -dicho vulgarmente el “de qué va”- de una determinada obra. El intento por abordar la significación de una obra literaria requiere una gran fe, sobre todo desde cuando la crítica alertó de la deficiencia de toda lectura; la alerta sobre la ceguera de todo lector, incluso si éste es un crítico de reputación, y sobre la inevitable mala lectura termina frustrando, sino incluso deteniendo, toda tentativa prologuista-articulista, hablar sobre un autor y su obra termina convirtiéndose en un auténtico reto, una osadía para valientes o, como es el caso de quien escribe, para inconscientes.

Mario Levrero (foto: elmundoincompleto.blogspot.com.es)

En el caso de pretender escribir una cuantas líneas sobre Mario Levrero, las circunstancias se vuelven todavía más trágicas si cabe, pues el autor, uruguayo de nacimiento y argentino de formación,  siempre ha sido reacio a los prólogos, no sólo al hecho de escribirlos, sino también al hecho de que alguien los escriba para sus obras. Ante el prólogo que Muñoz Molina escribió sobre su novela La ciudad, Levrero afirmó que este tipo de texto limitaba al lector, quien, recuerda Ignacio Echevarria, no podía “descubrir por sí mismo qué es lo que se siente ante ciertos pasajes o ver por sí mismo cómo va evolucionando la trama”. Nunca fue fácil realizar un prólogo a las obras de Levrero, Julio Llamazares llegó a pedir disculpas, su intención, confiesa el propio Llamazares, no era sino hacer una presentación, una breve presentación podría añadirse, pues como defendía Levrero “de la literatura lo único que sirve finalmente es la lectura”. A pesar de que no haya golpes de efecto, situaciones inesperadas o hechos sorprendentes, no se debe interferir en el diálogo entre el lector y la novela y, por ello, tan problemático resulta un prólogo como un artículo o, más en general, un texto crítico que imponga un determinado sentido a la obra. La crítica, afirmaba Levrero en una entrevista, “parece dar muchas cosas por sentadas”, cosas que delimitan la lectura y encierran la obra en determinados parámetros críticos-interpretativos, en ocasiones, excesivamente alejados del texto y de la inestabilidad propia de toda nueva y siempre diferente lectura.

¿Cómo hablar, entonces, de Mario Levrero? Respetar su voluntad es no adelantar nada de la obra, propósito que nunca tuvo este artículo, puesto que la trama novelesca, en especial a partir del siglo XX, pasa a un segundo plano: resumir los acontecimientos narrados ya no es y, en verdad, nunca lo fue, hablar, comentar, pensar entorno a una obra literaria y entorno a su autor. No hace falta recurrir a un prólogo sobre la nada, más propio de Macedonio o de Borges, para poder preguntarse acerca de la producción narrativa de Levrero y, en este caso, acerca de la Trilogía involuntaria: Tres novelas cuyo eje es la ciudad, pero una ciudad que siempre -más allá de que la tercera de las novelas se titule París– resulta invisible, ausente desde el punto de vista de su caracterización descriptiva, resultando, sin embargo, siempre realista la sensación de pérdida, de desamparo y de incomprensión de aquellos que la habitan.

En estas tres novelas -La ciudad, El lugar, París– la ciudad aparece como espacio inasible, diáfano por su falta de concreción,  donde, paradójicamente, el individuo contemporáneo está inevitablemente atrapado, donde deambula, perdido, incapaz de aferrarse y, sin embargo, incapaz de alejarse de él. El diáfano espacio urbano se concreta en construcciones cerradas, claustrofóbicas: Un manicomio, un edificio laberíntico de diferentes estancias de  donde es imposible salir, un pueblo perdido en la nada, escaleras a oscuras, estancias cuyas puertas no pueden abrirse… los espacios de Levrero son reales, verosímiles y, sin embargo, hay algo de misterioso en ellos, algo que impide al lector reconocerlos. No se trata de espacios fantásticos, no hay nada de fantástico en esas ciudades, como tampoco en su literatura; el propio Levrero se niega a definir su literatura según los parámetros del género fantástico porque, como él mismo dice, sus obras no construyen mundos posibles o realidades alternativas, sus obras, en cambio, son el reflejo de la percepción, de la realidad tras el filtro de la percepción individual. No se trata de una deformación de la realidad, sino de la realidad pasada por el filtro del subjetivismo: la crítica, sostenía Levrero, no duda de la existencia de un “mundo exterior objetivo” y, a partir de este convencimiento, “señala los límites precisos a la realidad y al realismo”, dando, además, “por sentado que el mundo interior es irreal o fantástico”.

La Trilogía involuntaria rehuye de estas categorías, las novelas van más allá de la dialéctica entre lo real y lo fantástico. En la tradición de Kafka, aunque también de autores como Roberto Artl o Cortázar, Levrero propone una narrativa que Pablo Rocca definió como “realismo introspectivo”: desde una perspectiva fenomenológica, la realidad novelística de Levrero puede definirse como el resultado de un acto cognoscente individual e intransferible. A partir de los conceptos acuñados por Edmund Husserl, podría decirse que la realidad y, en especial, la ciudad de la Trilogía deriva de la relación entre el estar-ahí de los personajes y el afuera que deja de ser un dato objetivo para convertirse en un dato subjetivo, un dato aprehendido desde la introspección individual. Sin embargo, la realidad de Levrero no es una realidad inamovible, no se postula, como teorizaba Husserl en sus Meditaciones Cartesianas, como una dato absoluto: los espacios son siempre cambiantes, las extrañas estancias de El lugar nunca son iguales, cambian como cambian las personas que allí se encuentran; el bar de El lugar cambia de clientes mientras la zapatería se convierte en un caótico almacén de zapatos en ausencia de su dueña. Los espacios de Levrero no son estables, porque el individuo no es estable, su percepción nunca es neutra, pura, siempre se percibe de forma distinta, siempre se observa el espacio de manera nueva: “desde hace tiempo me obsesiona la idea de estar demasiado ligado al mundo exterior”, confiesa el protagonista de París, “de que no puedo cambiar mientras todo permanece inmutable alrededor, o cambia lentamente y en una dirección desgraciada”. Tras regresar a París después de un viaje de trescientos siglos, la estación sigue igual, aparentemente nada ha cambiado en la capital francesa, tampoco el protagonista parece haber cambiado, “salvo la cuota de cansancio, la cuota de olvido, y la opaca idea de una desesperación que se va abriendo paso”. En su regreso nada y todo ha cambiado, principalmente su mirada; en ese viaje interminable que le hace volver a París, el tiempo transcurrido es irrecuperable y, por mucho que se intente recuperar, es un tiempo perdido que ha dejado una ciudad en la que su aparente inmutabilidad se hace irreconocible.

Los personajes de las tres novelas de Levrero comparten su incomprensión del espacio que ocupan, no entienden lo que sucede, como tampoco entienden los espacios que, voluntaria e involuntariamente, ocupan; los tres protagonistas comparten la incomprensión de Joseph K. De la misma manera que para el protagonista de El proceso no había razón lógica que explicara su detención, el protagonista de París no acaba de comprender su reclusión en un manicomio y el protagonista de El lugar no sólo no recuerda como ha llegado a ese extraño edificio, sino que, desde un principio, “no buscaba ya, comprender ni recordar; sólo anhelaba un refugio”.

El anhelo está presente a lo largo de la Trilogía, el anhelo por “un lugar cómodo y abrigado donde permanecer, tapado con mantas, entregado al sueño o a la locura”; los personajes de Levrero anhelan encontrar su propio espacio, un espacio que les es negado en cuanto les es hostil. La falta de familiaridad no se debe a que estos individuos se encuentren en realidades alternativas, sino que la realidad, es decir, el mundo contemporáneo ha dejado de ser la casa, el espacio en el que es posible habitar, construir, conducir la propia existencia, en definitiva, el espacio donde poder permanecer. Levrero refleja la crisis del hombre contemporáneo, el mismo que ya aparecía en la narrativa kafkiana y que ahora reaparece tras el imaginario dejado por el mito del minotauro: ya no se trata de salir de la cueva, tampoco del laberinto en el que tanto Kafka como Borges habían recluido el mito, ahora se trata de salir de y hacia la realidad en el sentido de encontrar el propio espacio para acabar encontrándose a uno mismo.

En Teorías de lo fantástico David Roas afirmaba que “la literatura fantástica contemporánea se inserta en la visión posmoderna de la realidad, según la cual el mundo es una entidad indescifrable. Vivimos en un universo totalmente incierto, en el que no hay verdades generales, puntos fijos desde los cuales enfrentarnos a lo real”; la visión posmoderna que Roas relaciona con la nueva literatura fantástica es la visión que subyace en la narrativa de Levrero, quien, a pesar de rechazar la definición de “fantástico” para sus obras, se inserta en este nuevo paradigma propuesto por Roas; como el propio Kafka, Levrero “ya no produce ninguna vacilación porque el mundo descrito es”, afirma Roas, “totalmente extraño, tan anormal como el acontecimiento que le sirve de fondo”. No sería, por tanto, erróneo proponer una lectura de la Trilogía involuntaria a partir del concepto de neofantástico propuesto por Alazraki y resumido a través de las palabras de Roas. El subjetivismo al que hacía mención Levrero al hablar de su obra o el concepto de “realismo introspectivo” de Rocca no contradicen la propuesta teórica de Alzaraki, no contradicen la definición de Roas, puesto que tanto en la Trilogía como en lo neofantástico ya no se trata de crear un mundo alternativo, sino de mostrar lo extraño, lo incomprensible, lo “anormal” propio de la realidad, es decir, de aquel real que no es puesto en duda y que, sin embargo, resulta incomprensible.

Mario Levrero (foto: monrovialiteratura.wordpress.com)

En 1962, Cortázar decía en una entrevista que sus cuentos formaban parte del género fantástico “por falta de mejor nombre”; puede que con Levrero la historia se repita: en su caso, ya no se trata de definir su novelística según los parámetros genéricos de lo fantástico por falta de otro nombre, sino que se trata de la imposibilidad de definirla, de encerrarla -en el caso de que esto se considere necesario, cosa más que dudable- dentro de un marco genérico. ¿Cómo definir las tres novelas de la Trilogía, bajo qué etiqueta genérica clasificarlas?. Ignacio Echevarria, en su artículo “Mario Levrero y los pájaros”, consideraba que la narrativa del escritor uruguayo se podía definir a partir de la búsqueda del Espíritu, una literatura entendida, por tanto, como el intento de comunicar una experiencia espiritual: Lo espiritual al que hace referencia Echevarria debe entenderse desde una perspectiva laica, la experiencia espiritual podría definirse como la experiencia vivencial de cada individuo, que resulta tan imposible de comunicar como imposible de ser comprendida por su protagonista. La idea de búsqueda del Espíritu es también la idea de búsqueda de uno mismo, una búsqueda que se realiza a través de un viaje, un viaje experiencial pero también literario, un viaje a través de la escritura y sus posibilidades.

La Trilogía involuntaria está marcada por los espacios, por la ciudad en tanto que imagen del espacio despersonalizante, incomprensible y, por paradójico que parezca, cerrado; la ciudad como el espacio contemporáneo en el que ya no es posible decir “yo”. Sin embargo, más allá del espacio “aparentemente” urbano, la Trilogía está marcada por el viaje de los personajes, cada uno de ellos está de viaje, cada uno de ellos debe realizar un trayecto cuyo destino es desconocido, pero esencial. Sus personajes están en tránsito, no sólo quien llega a la estación de Austerlitz, sino también quien decide salir de noche de “su” desconocida casa para ir al almacén y termina perdido en un pueblo en medio de la nada, así como el que trata de escapar del laberinto de estancias al que no sabe cómo y cuándo ha llegado. El viaje se convierte así en la imagen de una búsqueda: si la ciudad es la imagen del espacio donde ya no es posible encontrarse, donde resulta imposible refugiarse, el viaje es la imagen de la búsqueda de uno mismo, de ese “yo” irreconocible.

“Ahora veo que siempre me moví entre extraños”, confiesa el protagonista de El lugar, “yo mismo soy un extra para mí. Tan ajeno como esta ciudad, como esta casa, como aquella otra ciudad y sus selvas y sus túneles”. Las tres novelas de Levrero, lejos de proponer realidades fantásticas, son el testigo del drama contemporáneo, de la tragedia en la que la extrañeza del mundo, su incomprensión, empieza por el propio individuo porque, en verdad, “el extraño soy yo”.

Anna Maria Iglesia

Anna Maria Iglesia

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura

y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la

UB. Es colaboradora habitaual de Panfleto Calidoscopio, ha publicado breves ensayos

en la Revista Forma de la UPF y reseñas en 452f. También ha publicado artículos en El

núvol o Barcelona Review.

4 Comentarios

  1. Anna María, te felicito por el artículo, la verdad que impecable.

    Solo tengo un comentario para hacer. Dices que Levrero fue «uruguayo de nacimiento y argentino de formación», pero en realidad el se fue Buenos Aires recién en 1984, ya bastante iniciado en el mundo de las letras.

    Al igual que Gardel, Levrero era uruguayo.
    Gracias

  2. Concuerdo totalmente con el comentario anterior.
    Mario Levrero ya había escrito las 3 novelas de la «Trilogía Involuntaria» y la mayor parte de su obra cuando fue a vivir a Buenos Aires, ciudad en la que vivió sólo 3 años y volvió a su país Uruguay.
    Sería bueno que expusieras el por qué de tu comentario acerca de la formación argentina.
    Saludos.

  3. Estoy de acuerdo con lo de Levrero uruguayo.
    Ahora… ¿Gardel? De haber nacido allá, algo anecdótico que tampoco es seguro, ¿cuánto vivió en Uruguay?¿se formó ahí?

    pd: de todas formas estas discusiones no sé si tienen mucho sentido (sí para ciertos análisis). Lo importante es la obra que nos han dejado sin importar en dónde nacieron.

  4. En primer lugar, los datos de las biografìas deben ser los correctos ya que de lo contrario no tienen sentido, si vamos a poner africano debe ser africano. Por otra parte se ve con mucha más frecuencia que la deseada este tipo de errores. La pelicula El bonaerense tiene como parte de su banda sonora El Pericón uruguayo, y ni siquiera se menciona en los créditos.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

Tras una estela europea: «Medusa», de Ricardo Menéndez Salmón

Next Story

Empieza a leer «La mujer es una isla», de Auður Ava Ólafsdóttir

Latest from Reportajes

Chantaje y rescate

Pensadores como Deleuze y Guattari y críticos literarios como Pietro Citati nos descubren las distintas caras

Los relatos reales

Un recorrido por algunas obras del escritor Javier Cercas a partir de la relación entre su

Si un árbol cae

Isabel Núñez convirtió su lucha por salvar un viejo azufaifo en un símbolo literario y de