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Diálogos entre cautivas

Un poema épico de Esteban Echeverría, un cuadro de Ángel Della Valle y un cuento de Jorge Luis Borges conversan sobre el mito de la mujer raptada | Detalle de 'La vuelta del malón', Ángel Della Valle, WikiMedia Commons

«Estruendo de los malones,
ardor de la correría,
tostada de amores indios
cobriza es la tierra mía.»

(Fragmento de Zamba de las tolderías, letra y música de Buenaventura Luna, folclorista argentino (1906-1955))

¿Cuándo de las cautivas surge la Cautiva? ¿Qué propósitos ideológicos sostiene el mito de la mujer raptada? ¿Y en qué momento se da el paso de una Cautiva de la identidad a otra de la alteridad? En las siguientes líneas, nos proponemos ofrecer algunas breves reflexiones acerca de estos interrogantes a través de un análisis entrecruzado de tres obras en las que la figura de la cautiva –mujeres blancas raptadas por indígenas en una joven Argentina del siglo XIX– asume una posición de protagonismo: el poema épico La cautiva, de Esteban Echeverría, publicado originalmente en 1837; el cuadro La vuelta del malón, de Ángel Della Valle, expuesto por primera vez en 1892, y actualmente en el Museo Nacional de Bellas Artes, en Buenos Aires; y el cuento Historia del guerrero y de la cautiva, de Jorge Luis Borges, publicado en 1949 en el libro El Aleph.

En un acercamiento más estético que sociológico, más literario que histórico, buscaremos entre las tres cautivas argumentos cruzados, discusiones tácitas y controversias ideológicas; pero también puentes tendidos, recados extemporáneos y lazos de sororidad. De su cruce destacará la imagen de la Cautiva no solo como mito propagandístico contra la bestialidad del salvaje, sino también y sobre todo como primera encarnación de intermediación cultural en las llanuras argentinas. Al fin y al cabo, para perpetrar un rapto son precisos dos.

Respetemos la linealidad temporal –por mucha libertad anacrónica que reclamen los ejercicios de intertextualidad, y este no será excepción– y empecemos por el poema de Echeverría, al que hemos de hacer hablar antes de hacerlo dialogar.

I

Más allá de sus méritos estéticos, adosados al romanticismo de su época, la carga ideológica propalada por La Cautiva de Esteban Echeverría es aparentemente tan sencilla como dicotómica: las poblaciones indígenas de la Pampa son salvajes sin Dios ni ley que atacan las localidades de los honrados argentinos y se entregan a bestiales rituales sacrílegos. He aquí un fragmento instructivo sacado de la segunda parte, El festín:

«Más allá alguno degüella
con afilado cuchillo
la yegua al lazo sujeta,
y a la boca de la herida,
por donde ronca y resuella,
y a borbollones arroja
la caliente sangre fuera,
en pie, trémula y convulsa,
dos o tres indios se pegan
como sedientos vampiros,
sorben, chupan, saborean
la sangre, haciendo murmullo,
y de sangre se rellenan.»

Mientras tanto, asisten a esta ceremonia las víctimas del malón: “Al paso que su infortunio, / sin esperanza, lamentan, / rememorando su hogar, / los infantes y las hembras.” Así describe Echeverría, también en la segunda parte, el estado de ánimo de las mujeres y niños arrebatados por los jinetes indígenas. Sin embargo, una de esas cautivas, de nombre María, abandonará el estado de postración y se convertirá en la heroína díscola del poema, rompiendo con sus actos la doble cadena de su condición de mujer y de prisionera blanca. Al hacerlo, María adopta los códigos de comportamiento de aquellos que la raptaron. Veamos de qué manera se realiza este itinerario.

Ante todo, no permitamos que el lirismo melodramático de las últimas partes de La cautiva nos haga olvidar la transgresión a la tradicional pasividad de la mujer literaria decimonónica, expuesta principalmente en la tercera parte, titulada El puñal. Amén de su protagonismo frente a un héroe militar moribundo e incapaz de tomar la iniciativa, es María quien perpetra los tres únicos asesinatos individualizados de la obra con obvios refinamientos de ferocidad, comparables a la “bárbara fiesta” de la segunda parte, y patentes en descripciones escalofriantes como estas:

«[…] y a la moribunda llama
de las hogueras se ve,
se ve sola y taciturna,
símil a sombra nocturna,
moverse una forma humana […]
Se oye luego triste aúllo,
y horrisonante murmullo,
semejante al del novillo
cuando el filoso cuchillo
lo degüella sin piedad,
y por la herida resuella,
y aliento y vivir por ella,
sangre hirviendo a borbollones,
en horribles convulsiones
lanza con velocidad.»

Así comete María su primer asesinato, evitando que un indio dormido y desarmado pueda dar la alarma. Se trata además del primer contacto del lector con el personaje: una sombra en la noche con un cuchillo en la mano. Notemos asimismo dos coincidencias lexicales que de accidental poco tendrán: por un lado, María degüella al indio dormido, y por los indios será su hijo degollado, noticia que ocasionará su muerte en la última parte. Por otro, en la herida provocada por su puñal “resuella / sangre hirviendo a borbollones”, muy similar a la descripción de la incisión en la yegua durante el festín (“a la boca de la herida, / por donde ronca y resuella, / y a borbollones arroja / la caliente sangre fuera”). Solo inmediatamente después Echeverría nos da a conocer la identidad –y el sexo– de aquella que siembra la muerte nocturna:

«[…] una mujer; en la diestra
un puñal sangriento muestra,
sus largos cabellos flotan
desgreñados, y denotan
de su ánimo el batallar. […]
Ella va, y aun de su sombra,
como el criminal, se asombra;»

No por su carácter típicamente romántico esta imagen se vuelve menos estremecedora. De sus elementos destacan la fría determinación y el aspecto brutal de María, cuyo perfil se asemeja al de un criminal sanguinolento que se dispone a perpetrar su segundo homicidio:

«alza, inclina la cabeza;
pero en un cráneo tropieza
y queda al punto mortal.
Un cuerpo gruñe y resuella,
y se revuelve; mas ella
cobra espíritu y coraje,
y en el pecho del salvaje
clava el agudo puñal. […]»

Escasos segundos después, “su corazón de alegría / palpita” al acercarse a su amado Brián. El asesinato despiadado de los dos hombres dormidos, a los cuales habrá que añadir un tercero mencionado más adelante, no despierta en María ningún asomo de remordimiento, ningún sentimiento de compasión cristiana, ninguna repugnancia de sexo débil.

Confesemos nuestra ignorancia: pocas heroínas conocemos en la literatura romántica con tanto capital de violencia. Allí donde la Tosca de Puccini mata un Scarpia, la María de Echeverría liquida tres indios sin parpadear. María mata como se mata en la Pampa.

II

Figura I: La vuelta del malón | Ángel Della Valle | WikiMedia Commons

Ángel Della Valle pinta y expone La vuelta del malón (figura I) una década después del período más conflictivo de la Conquista del Desierto. En las postrimerías del siglo XIX, las últimas expediciones indias a tierras de la República eran organizadas por las autoridades de Buenos Aires para desagregar a las comunidades indígenas restantes, enviando a mujeres y niños a las ciudades del norte. Para los artistas de la generación de Della Valle, el malón, más que una realidad, se había convertido en un tópico estético.

A pesar de esto, es innegable que el cuadro posee, a semejanza del poema de Echeverría, un fuerte sesgo ideológico. Expuesto por primera vez ante el público argentino en el escaparate de una ferretería porteña, antes de ser presentado a un público internacional en la Exposición Universal de Chicago de 1892, para la cual fue específicamente pintado, sus propósitos aleccionadores recubren en parte aquellos de los versos de Echeverría. Crucifijos a modo de lanzas, incensarios como boleadoras heréticas, la consonancia atmosférica entre la tempestad y la acometida india, torsos desnudos en años de pudor victoriano: sumados a la impactante fuerza expresiva de la composición y a unas dimensiones impresionantes, estos elementos suenan como una justificación a posteriori de la campañas civilizadoras de Rosas, Roca y sucesores. Al fin y al cabo, Della Valle era un pintor de su tiempo y las huellas de Sarmiento, con su visión dicotómica del progreso social, seguirían vigentes en una Argentina hasta hoy incómoda en lo que toca a su pasado decimonónico de próceres matones y bandoleros.

Sin embargo, los matices contenidos en el detalle de la mujer raptada durante el malón –en pleno proceso de tornarse cautiva– merece que nos detengamos en él. Desmayada o dormida, su brazo y hombro desnudos se frotan a la axila del raptor. En su pecho marmóreo centellea una cruz dorada, contrapunto en menor escala del crucifijo enarbolado con altivez por el jinete en primer plano, mientras su cabeza reposa sobre el hombro cobrizo del guerrero indígena. La actitud de este contrasta con los ademanes triunfantes de sus compañeros: su mirada ensimismada se cruza con la lanza oblicua que empuña en la mano izquierda, en postura defensiva.

Pese a que las damas porteñas de finales del siglo XIX se espantaron ante lo que veían como una insinuación de relación lasciva entre dos seres de tan alejada humanidad, una vez más la lubricidad parece residir en la mirada del espectador: el perfil de recogimiento del indígena pampeano y el desvanecimiento de la mujer blanca concurren a generar, más allá de la violencia intrínseca del acto sabino, una coincidencia de estados de ánimo en medio de un discurso de enfrentamiento expresado a la vez por el pintor civilizado y sus personajes bárbaros.

Sin rezos, sin llantos ni quejidos, el abandono de la cautiva de Della Valle contrasta asimismo con otro cuadro ligeramente anterior, obra de un uruguayo radicado en Argentina, Juan Manuel Blanes, pintado en 1880 y titulado oportunamente La cautiva (Figura II). En él, la prisionera ya ha sido llevada a la toldería y, desesperada, con los labios entreabiertos, lanza al cielo una plegaria bajo la mirada más curiosa que concupiscente de un capitanejo indígena. El juego de miradas en el cuadro de Blanes –el indio observa a la doncella, que a su vez alza los ojos a Dios– refuerza el antagonismo entre el universo pagano de la pampa y la fidelidad devota de una feligresa extraviada.

Figura 2: La cautiva | Juan Manuel Blanes | WikiMedia Commons

La pareja trazada por Della Valle, por el contrario, instala entre la mujer y su raptor un momento de tregua en el revuelo retumbante del malón, que destaca como un episodio aparte en la composición, el inicio de un desvío narrativo, el arranque de una historia paralela sobre, por ejemplo, un guerrero y una cautiva.

III

Finalizaba la primera mitad del siglo XX –más de una centuria después de la independencia criolla, a medio siglo de los últimos episodios de la conquista del supuesto desierto, con millones de emigrantes llenando el corazón de un país y el vacío de un exterminio– cuando los artistas argentinos comenzaron a replantear la legitimidad de la jurisdicción republicana, la formación de la identidad nacional y su imaginario común. Por entre las fisuras de la historia oficial asomaba discreto el pasado indígena del territorio, y con él se complicaba el mito fundador de la Cautiva.

Entre tangos y milongas, perseveraban chacareras y zambas, melodías provinciales heredadas de ritmos bastardos. Buenaventura Luna, folclorista de San Juan nacido en 1906, compuso en los años 40 una Zamba de las tolderías, memorablemente interpretada por Los Chalchaleros en los años 90. La originalidad de esta canción estriba en el hecho de que su sujeto de enunciación es un indígena pampeano que recuerda con emoción su guerra contra la República. La letra reivindica con nostalgia – por primera vez sin tono denunciador – varios elementos típicos del universo bélico de la Frontera: los malones, las rancherías destruidas o las “mujeres robadas”. Pero hemos de señalar además dos notas que nos parecen especialmente relevantes para nuestros propósitos. La primera es su tercera estrofa, que sirve de epígrafe a este estudio, y que volvemos a reproducir aquí:

Figura 3: Detalle de La vuelta del malón | Ángel Della Valle | WikiMedia Commons

«Estruendo de los malones,
ardor de la correría,
tostada de amores indios
cobriza es la tierra mía»

Podría tratarse, en efecto, de la leyenda del detalle de La vuelta del malón que examinamos en el apartado anterior (figura III). Frente al estruendo y al ardor circundantes, el encuentro de dos cuerpos serenos. La Cautiva ya no como desencadenante de odios y represalias, sino como alguien que, en su infortunio, devuelve al indio su humanidad históricamente escamoteada, aunque para eso hubiera que contar con un geográficamente improbable síndrome de Estocolmo en mitad de la pampa húmeda.

El segundo apunte se refiere al estribillo de la canción, cantado dos veces:

«Yo di mi sangre a la tierra
como el gaucho en los fortines,
por eso mi zamba tiene
sonoridad de clarines.»

Dicha estrofa establece una correspondencia entre los gauchos, a menudo reclutados por la fuerza para el combate y la construcción de fortines, y los combatientes indígenas, compelidos al conflicto por los designios expansionistas de los gobiernos republicanos. Ambos grupos, soldados rasos albicelestes y autóctonos americanos, derramaron su sangre como carne de cañón en el transcurso de conquistas decididas por los políticos y militares de la capital. Aquí, la solidaridad entre desfavorecidos, unos instrumentos de opresión, otros sus víctimas, también funciona como una manera de derribar barreras raciales y de civilización. Sin embargo, esta vez la cercanía de destinos entre gauchos e indios no es una creación inédita de Buenaventura Luna: ya décadas antes un famoso gaucho de ficción había cruzado el desierto para buscar refugio entre los nativos de la Pampa.

En los años que van de Della Valle a Luna, este libro popular, en ambos sentidos del término, había sido inesperadamente elevado a obra cumbre del espíritu nacional: el gaucho Martín Fierro, brioso, refractario, pendenciero, figura ambigua de una frontera borrosa. ¿No es Martín Fierro, héroe nacional y antihéroe literario (¿a menos que sea un antihéroe nacional y un héroe literario?), una figura construida contra las autoridades militares, contra la conscripción forzosa, contra el esfuerzo de guerra, contra la expansión de la frontera, en definitiva, contra el proyecto nacional de constitución del territorio que encauzó la identidad nacional argentina a lo largo del siglo XIX? No obstante el lenguaje peyorativo del personaje de José Hernández sobre los indígenas, el desertor Martín Fierro contribuye en esos años a abrir una brecha en el discurso glorificador de las campañas territoriales del Estado nacional. Jorge Luis Borges había nacido en 1899: también durante su infancia, en los vericuetos de las memorias nacional y familiar, pervivían nebulosos retazos de frontera.

En la breve Historia del guerrero y de la cautiva, publicada en 1949 en El Aleph, el Borges urbano de Palermo Viejo viaja a través de su propio observatorio universal desde una Italia medieval asolada por los bárbaros al Desierto argentino de los años 70 del siglo XIX. Borges rememora este último basándose en un supuesto recuerdo de su abuela inglesa ya por entonces fallecida: una cadena de incertidumbres que otorga a la historia un acento leyendario que el autor tiene el cuidado de contrapesar con los datos históricos que abren la segunda parte del cuento (“En 1872 mi abuelo Borges era jefe de las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires y Sur de Santa Fe. La comandancia estaba en Junín […]”). Dicho relato describe el encuentro en la zona de frontera entre dos mujeres, la abuela de Borges y otra inglesa hecha cautiva por los indios quince años antes.

Apenas presentada la abuela Borges, asoma el deslumbramiento, mitad estupor y aún mitad orgullo, causado en ella por la ancha revelación de la Pampa, al considerar “entre maravillada y burlona” su singular destino. Una vacilación que volvemos a encontrar, pocas líneas después, en la actitud desconfiada de la cautiva inglesa al penetrar en la comandancia para entrevistarse con su compatriota: “sin temor, pero no sin recelo”.

A partir de este momento, y en tan solo página y media, la relación entre la abuela del narrador –¿el Borges histórico? ¿un Borges de ficción inspirado en el Borges histórico?– y la cautiva inglesa obedece a un ondulante movimiento reflexivo que Borges tanto aficionaba. Los elementos de aproximación (“le dijeron que no era la única”, “un soldado le dijo que otra inglesa quería hablar con ella”, “ese azul desganado que los ingleses llaman gris”, “por un instante se sintieron hermanas”, “un inglés rústico”) se intercalan con figuras de contraposición (“le señalaron […] una muchacha india”, “Vestía dos mantas coloradas e iba descalza”, “pintarrajeada de colores feroces”, “la otra le respondió con dificultad”, “entreverado de araucano o de pampa”). Este juego de identificaciones pendular se agudiza con la enumeración descriptiva de la “vida feral” y la reacción indignada de la abuela, que Borges acentúa a través del recurso a la focalización interna (“A esa barbarie se había rebajado una inglesa”). La cercanía inicial se vuelve enfrentamiento y desemboca en una ruptura aparentemente definitiva entre las dos mujeres: el rechazo de la india rubia a la propuesta de la abuela para que regresara a su mundo de origen, justificado con el menos civilizado de los argumentos, la felicidad, en el menos civilizado de los entornos.

En esas líneas se acta la desvinculación entre dos antiguas compatriotas, hijas anglosajonas de linaje compartido, de allí en adelante separadas por un abismo moral. Mas para Borges despunta en simultáneo la posibilidad de otro tipo de parentesco, basado ya no en la procedencia, sino en el destino común: la experiencia del desarraigo, del extravío, una arrebatada a la fuerza por los hombres de América, otra por la viudez y la inmensidad de la tierra americana.

El corto epílogo de la historia de la india rubia insinúa, en un último movimiento oscilante, la renovada afinidad entre ambas mujeres. Al salir a cazar, la abuela Borges vuelve a ver a su antigua compatriota, quien baja de su caballo y sorbe la sangre de un animal degollado. Ante el comportamiento enigmático de la india, el hábil narrador que es Borges sugiere varias interpretaciones: atavismo, provocación, metáfora. Pero su principal habilidad consiste en no mentar aquella que quizá sea la principal lectura del gesto: el sello de sangre en la alianza entre estas congéneres de nuevo cuño, la implícita complicidad entre dos mujeres cuyo cautiverio les ha revelado el reverso de una identidad que creían inmutable. Recordemos el final de Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874), también de El Aleph, en el que Borges recrea la pelea de Fierro con los hombres de Cruz:

“Éste [Cruz], mientras combatía en la oscuridad […], empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva dentro […] Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él.”

No sería arbitrario suponer que, a pocas páginas de distancia, la abuela Borges comenzara a comprender que la otra era ella.

IV

Regresemos, acercándonos al final, a nuestra perspectiva intertextual. Forzoso es notar que todo el trasfondo de Historia del guerrero y de la cautiva remite al imaginario del Desierto que encontramos en Echeverría y Della Valle: la vaga topografía de Tierra Adentro; la alusión a los malones y la vívida descripción del cotidiano indio, entre toldos, festines y vísceras; la mujer blanca armada y dispuesta a matar, la María de Echeverría con su daga, degollando a indios dormidos, y la abuela viuda, con su escopeta cargada en los humedales. Incluso añadiríamos, si no nos pareciera redundante, que la blanca cautiva raptada en La vuelta del malón bien podría ser aquella que, años después, se tiraría al suelo y sorbería la sangre ante la mirada cinegética de la abuela Borges.

Tres obras, tres cautivas, tres funciones: mimetismo, puente y espejo. Mimetismo de María, degollando fieramente, sin remordimientos ni contrición católica. Puente en la cautiva de Della Valle, cargando en su torso rendido una promesa de tregua. Espejo en las dos inglesas de Borges, cautivas que dejan de serlo al aceptar su destino. O cómo en el corazón de un mito creado para instituir divisiones entre nosotros y ellos, para rehusar al Otro su humanidad, para justificar su expoliación y exterminio, se han alojado, probablemente sin querer, sin duda demasiado tarde, las semillas de la alteridad y del mestizaje.

Y por fin, entre profusas parrafadas de divagaciones universitarias, tal vez intuyamos que ya en la escarlata punta del puñal de María, en el desfallecido pecho de la cautiva ecuestre, acechaba subterránea la conversión a la impiedad de la india inglesa, los eucarísticos rituales de sangre y fuego, el arisco deslumbramiento ante ese fin del mundo con horizonte y olor de génesis, ante una tierra de trenzas rubias coronando una tez cobriza, una tierra de ese castaño tostado a que los indios llamaban Pampa.

David Gomes

David Gomes (Lisboa, 1982) es doctor en sociología política por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente es profesor en París y profesor asociado de la Universidad Católica de Lille, Francia.

1 Comentario

  1. Más que un comentario una pregunta.
    Un artículo que trata sobre la mujer raptada, escrito por un hombre, y cuyas referencias artísticas son
    de tres hombres.
    ¿ no os parece que sería interesante conocer la opinión de alguna mujer ?

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